Río torrentoso. Lawrence M. Friedman

Río torrentoso - Lawrence M. Friedman


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y murieron dentro de un pequeño círculo. La movilidad de las mujeres también estaba fuertemente restringida. Por supuesto, algunas mujeres se liberaron de las viejas restricciones: había mujeres en los negocios, en los vagones de tren hacia el Oeste; mujeres que se establecieron en la frontera, en cabañas de troncos, o que estuvieron activas en algunos grupos, organizaciones y círculos de la sociedad. Pero fueron excepciones. En su mayoría, eran los hombres quienes tomaban las decisiones importantes. Las mujeres también tenían menos libertad sexual que los hombres. La movilidad tuvo un profundo impacto en las mujeres, pero de formas secundarias a la movilidad de los hombres, y a veces de maneras más sutiles que para ellos.

      La movilidad era más que una cuestión de espacio físico. También era una cuestión de espacio social. Las líneas entre clases, entre estratos de la sociedad, fueron difusas en este período —más que en el pasado. Estados Unidos no tenía rey, ni reina, ni nobles; se consideraba una sociedad sin clases. Esto era, por supuesto, una ilusión; pero era una ilusión importante. Y, de hecho, más que en el viejo país, más que en las sociedades rígidamente clasistas, hubo una cierta cantidad de movimiento entre las clases; movimiento hacia arriba y abajo de los peldaños de la escalera social; en la edad media no había ‘hombres hechos por sí mismos’, o si los había eran muy pocos. En el siglo XIX, este ya no era más el caso.

      Las consecuencias de la movilidad en la identidad personal durante el siglo XIX se detallarán en capítulos posteriores. La identidad difusa y fluida tuvo consecuencias tanto positivas como negativas. Se sumó a la incertidumbre. Condujo a una situación en la que las personas podían —y así lo hicieron— suprimir u ocultar una identidad interna o ‘verdadera’. La gente podía ‘pasar’, y no solo en aspectos raciales. Alguna de estas supresiones eran en esencia involuntarias, ya que eran impuestas por la sociedad. La sociedad se sostenía sobre ciertos pilares morales y estructurales. En un mundo inquieto y esforzado, estos pilares debían mantenerse, fortalecerse y preservarse. En la sociedad victoriana había una fuerte división entre el comportamiento público, superficial, las creencias y actitudes superficiales, por un lado, y por el otro, el mundo oculto y subterráneo de comportamientos, actitudes y creencias. El comportamiento correcto y apropiado era muy importante. Esto era así sobre todo para el comportamiento sexual y la identidad sexual. La sociedad victoriana exigió —aunque no siempre con éxito— la represión de lo que para muchas personas constituía un aspecto vital de su identidad.

      En el mundo contemporáneo, de finales del siglo XX y principios del XXI, las reglas del juego de la identidad han cambiado, y en algunos aspectos de forma bastante radical. El proceso de cambio fue lento. La sociedad no cambia de la noche a la mañana. Ahora en el mundo desarrollado, en muchos aspectos, la sociedad es más abierta y más permisiva. La moral victoriana es solo un recuerdo. Las personas pueden expresar su identidad de nuevas maneras. Lo que antes era reprimido, ahora es legítimo —como algunos aspectos del comportamiento sexual, por ejemplo. Se ha redefinido el papel de las mujeres y el de las minorías. Aunque algunas ideas han permanecido. Este sigue siendo un mundo de extraños, incluso más que en el siglo XIX. La identidad personal sigue siendo problemática, aunque a veces de formas nuevas y diferentes.

      La ciencia y la tecnología modernas han influido, en muchos sentidos, en el sentido de la identidad, y, en cualquier caso, han cambiado la sociedad de manera relevante para la identidad personal. Para tomar solo un ejemplo: hoy, la identidad puede incluir —y a menudo incluye— un sentido de quiénes son las personas, genéticamente hablando, y de cómo están conectadas con la historia pasada: su propia historia personal, y también la historia de su familia, grupo o tribu. Por supuesto, la genética era desconocida para Abraham Lincoln, la Reina Victoria, Simón Bolívar, o el Emperador de Japón. Nadie podría enviar una muestra de saliva a un laboratorio y descubrir que hay una pequeña parte de la línea de sangre de esa persona con la tribu de Genghis Khan (o tal vez incluso con los neandertales). Antes de que se inventara la cámara fotográfica, ninguna persona común podía tener una idea real de cómo era su tatarabuela. Por supuesto, la identidad genética es fija e inmutable, pero conocer sobre ella puede alterar la perspectiva y percepciones que una persona tiene de sí misma, y de esta manera, llegar a influir en el tipo de elecciones de vida que podría tomar. El mundo moderno y la vida moderna —la ciencia y la tecnología modernas— amplían el menú de opciones. Hoy las personas se sienten libres para experimentar; para mudar identidades y asumir nuevas. Por ejemplo, pueden comer sushi incluso si no son japonesas, o pollo frito de Kentucky si lo son; o pueden cambiar a una religión distinta a la que heredaron de sus padres. Sin embargo, paradójicamente —como veremos—, a pesar del arco iris de elecciones, las culturas y las identidades son extrañamente convergentes. Sí, las personas en Berlín o Caracas pueden comer sushi y usar blue jeans, pero también pueden hacerlo todos los demás en el mundo moderno. Esto también es parte de la historia.

      2 Dror Wahrman, The Making of the Modern Self: Identity and Culture in Eighteenth-Century England (2004), Preface, xii.

      3 Eugen Weber, Peasants into Frenchmen: the Modernization of Rural France, 1870-1914 (1978).

      4 Wahrman, op. cit. p. 202.

      5 Natalie Zemon Davis, The Return of Martin Guerre (1983).

      6 Valentin Groebner, Who Are You? Identification, Deception, and Surveillance in Early Modern Europe (2007), pp. 212-218.

      Capítulo 1

      Arriba y abajo de la escalera

      Los dos últimos siglos fueron, como todos saben, tiempos de enormes cambios sociales. En Europa, y en otras partes del mundo, la población creció de una manera sin precedentes. La población mundial era de unos 700 millones en 1750; a principios del siglo XIX había alcanzado mil millones; y en 1900, 1.6 billones. Las causas de esta tremenda ‘cosecha de bebés’ son aparentemente oscuras. ¿Fue la modesta papa, un regalo del hemisferio occidental, que podía alimentar a las personas de manera accesible y eficiente? ¿Fue el saneamiento? ¿Fue porque murieron menos bebés? Cualquiera sea la causa, la explosión demográfica tuvo enormes consecuencias. La gente entró en las grandes ciudades, dejando atrás al campo. Londres ya había alcanzado una población de 1,000,000 en 1800. A finales de siglo, su población era de más de 6,000,000. En el período colonial, en lo que más tarde se convirtió en los Estados Unidos, los pequeños asentamientos precarios se convirtieron gradualmente en pueblos y luego en ciudades. Los colonos blancos vinieron principalmente de las Islas Británicas, pero también había miles de inmigrantes alemanes. En el siglo XIX, la inmigración a los Estados Unidos se aceleró. Millones de europeos dejaron sus hogares, empacaron sus maletas, se amontonaron en barcos y se embarcaron hacia el Nuevo Mundo: desde las Islas Británicas, Escandinavia, Alemania; y luego más tarde del este y el sur de Europa. Esta corriente de inmigrantes hizo que lugares como Boston y Nueva York fueran tan diferentes de los pueblos puritanos del siglo XVII, como la noche lo es del día. En el transcurso del siglo XIX, Estados Unidos cambió gradualmente de una nación de agricultores a una nación urbana; y luego de una nación urbana a una suburbana. Las ciudades crecieron como hongos. En 1800, Chicago ni siquiera existía, Los Ángeles era un pequeño pueblo. La ciudad más grande de los Estados Unidos era Nueva York con unos 60,000 residentes. Esta ciudad alcanzó un millón en 1880, y 3,000,000 en 1900; Chicago tenía un millón de habitantes en 1890. Y aún había más por venir: una explosión urbana del siglo XX. También en otros países. El siglo XIX fue el siglo de la ciudad: París, Ámsterdam, Berlín. En el siglo XX aún más. Este fue el siglo de enormes áreas metropolitanas como Tokio y Ciudad de México: capitales que dominan a sus países y que absorben a la población como enormes aspiradoras.

      La vida en la gran ciudad, como dijimos, difería esencialmente de la vida de una pequeña aldea, donde esencialmente todos se conocían. En el pueblo, un extraño se hacía notar. En Londres o Nueva York, por otro lado, las personas conocen a sus vecinos, a su familia, a las personas


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