Río torrentoso. Lawrence M. Friedman
miembros de la nobleza terrateniente a menudo venían a Londres para la temporada social. Londres también era el hogar de comerciantes, hombres de negocios, miembros de la clase media, profesionales —y, muy notablemente, también de masas de gente pobre, que vivían en barrios pobres, insalubres y abarrotados, y que se ganaban la vida como mejor podían. Por la noche, las calles de Londres eran oscuras y peligrosas. La famosa niebla de Londres envolvió la ciudad. Como todas las grandes ciudades, albergaba millones de secretos. Secretos —y crímenes. El crimen fascinó a los londinenses; invadió los panfletos, folletos y periódicos del mercado de masas, llenos de historias sobre asesinatos espeluznantes y otros crímenes; eran parte del medio cultural del cual surgió la novela policial, de la que hablaremos más adelante.
El Mr. Hyde y Dorian Gray fueron asesinos ficticios en Londres. Pero había muchos ejemplos de asesinos reales. Una serie particular de crímenes, que comenzó en agosto de 1888, cautivó y horrorizó particularmente a los londinenses. Los crímenes tuvieron lugar en el barrio Whitechapel. Una prostituta llamada Mary Ann Nichols puede haber sido la primera víctima de esos crímenes seriales. Fue asesinada y mutilada por un asesino cuya identidad era y es desconocida. Pero todos conocen su apodo: Jack el Destripador. Este hombre cometió una serie de asesinatos brutales y horribles (el número exacto no está claro). Las víctimas eran todas mujeres, en su mayoría prostitutas. Los periódicos de Londres se deleitaron con estos crímenes, vendiendo toneladas de periódicos.19 La policía nunca pudo desenmascarar a Jack el Destripador, y los crímenes siguen sin resolverse hasta hoy. Por ahora, este es el más misterioso de los casos sin resolver. Pese a ello, se ha dedicado una vasta literatura a Jack el Destripador. Las teorías se acumulan. Libro tras libro ha tratado de dar esta o aquella ‘solución’ al misterio; a veces con suposiciones sobre la identidad del asesino. Ninguna de estas teorías, no obstante, ha ganado aceptación general. Después de todos estos años, probablemente nunca llegaremos a conocer la respuesta. Aparentemente, Jack el Destripador se libró de sus horribles crímenes.
Así, la historia de la vida real de Jack el Destripador no se aleja demasiado del caso (ficticio) del Dr. Jekyll y el Mr. Hyde. Jack el Destripador podría haber sido alguien que, a la luz del día, parecía normal, inofensivo; alguien que vivía una vida de clase media, tal vez incluso una de clase alta. Pudo haber sido un carnicero o comerciante local, un doctor, o incluso un aristócrata que rondaba el barrio por la noche. Este hombre misterioso incluso fue señalado, en un momento, como un miembro de la familia real: el Príncipe Alberto Víctor, nieto de la Reina Victoria, el hijo mayor del Príncipe de Gales, un hombre que era el segundo en la línea del trono. Sin embargo, el Príncipe, quien murió a la edad de 28 años, claramente no era Jack el Destripador. En el momento de los asesinatos se encontraba a cientos de millas de distancia. Aun así, es intrigante que su nombre haya aparecido, que la gente incluso haya podido sospechar de un miembro de la familia real, un Príncipe de sangre real; un Príncipe que, según sospechaban, era capaz de deslizarse disfrazado y en secreto desde su palacio hacia la niebla de Londres, donde asesinó brutalmente y mutiló a una serie de prostitutas. Este rumor dice algo sobre la identidad y sus ambigüedades durante la época victoriana.
Esta ambigüedad, este misterio, debe ser parte de la razón por la cual Jack el Destripador fue y sigue siendo tan fascinante, o por la cual, en general, los misterios sin resolver tienen un control tan fuerte sobre la imaginación de tanta gente. Tales misterios son misterios de identidad. Asumen que las personas que conocemos, que vemos, con las que tratamos todos los días, no son quienes creemos que son; su superficie exterior oculta una parte interior oscura y satánica: un Hyde dentro de la superficie del Dr. Jekyll; un Dorian Gray con un retrato podrido escondido en su casa. Incluso de los ricos y famosos: hombres como el Príncipe Alberto Víctor, como el ficticio Dr. Jekyll y Dorian Gray, podrían tener personalidades divididas; podrían ser hombres con secretos oscuros, hombres que definitivamente no son lo que sugiere su apariencia externa, su forma de hablar, sus modales, y comportamiento; ni lo que su posición en la sociedad sugiere.
El problema de la identidad —el misterio y la ambigüedad de la identidad— se cierne como una nube negra sobre muchos de los juicios penales famosos y sensacionalistas de los tiempos modernos. De hecho, el misterio de la identidad personal es lo que hace que estos juicios sean tan fascinantes. Hubo, sin duda, juicios antes del siglo XIX, y algunos fueron notorios y atrajeron la atención. Pero la ambigüedad sobre la identidad —y, por supuesto, la aparición de una prensa de consumo masivo— llevó los rumores de los hechos que se juzgaban mucho más allá de los lugares donde habían ocurrido; lo que aumentó también el nivel de misterio en estos juicios. En las retorcidas y anónimas calles de la gran ciudad, al amparo de la noche, la oscuridad y la niebla, siempre hay muertes repentinas e inexplicables, y asesinatos sin testigos, asesinatos como los de Jack el Destripador. Si bien la prensa barata y amarillista ayudó a despertar la emoción del público, su cobertura cayó en suelo fértil.
Los grandes juicios, en su mayor parte, surgieron del crimen de la gran ciudad. Pero las grandes ciudades no tenían el monopolio de los juicios que aparecían en los titulares. Mencionemos, por ejemplo, el juicio de Lizzie Borden, en Fall River, Massachusetts, en la década de 1890.20 El crimen en sí fue brutal, horrible y espeluznante. En un caluroso día de mediados de año, el 4 de agosto de 1892, alguien tomó un hacha y destrozó las cabezas de los señores Bordens, esposo y esposa, en su propia casa; un crimen inusualmente sangriento y repugnante. Los Borden eran ciudadanos destacados de Fall River —personas con dinero localmente prominentes, correctas y respetadas, que asistían a la iglesia. Andrew Borden se había casado dos veces; su primera esposa dio a luz a dos hijas. Después de que ella murió, Andrew se volvió a casar. Él, su segunda esposa y las dos hijas vivían juntos en el cómodo hogar de Borden.
El crimen, naturalmente, horrorizó a la comunidad entera. La sospecha cayó sobre una de las hijas, Lizzie. Había buenas razones para sospechar de ella —¿por qué quemó uno de sus vestidos en medio del calor extremo de agosto, por ejemplo? Pero, al mismo tiempo, era una mujer respetable, una asistente asidua de la iglesia, honrada, una mujer sin ninguna mancha en su historial. Pronto Lizzie se enfrentó a un juicio por asesinato. El juicio fue más que una sensación local: se convirtió en noticia nacional. Los periodistas invadieron la sala del tribunal y transmitieron miles de mensajes al público hambriento. Cada hecho y cada faceta del caso fue reportado; y siguió así sin descanso. ¿Lizzie mató a su madrastra y luego a su padre? Un misterio estaba en el corazón del caso. ¿Quién fue Lizzie Borden? ¿Era ella Jekyll o Hyde? Lizzie —señaló su defensa—, era miembro de una buena familia, una familia de ‘las mejores personas’, ‘dedicadas al servicio de Dios y del hombre’. ¿Realmente podría ser una asesina? ¿Una criminal sin corazón? ¿Una psicópata que destrozó la cabeza de su propio padre con un hacha? ¿Una psicópata que se escondía bajo el disfraz de la honorabilidad burguesa y bajo la apariencia de su estatus de clase alta? Imposible. En resumen, la defensa sostuvo que era totalmente improbable: un veredicto de culpabilidad implicaba que Lizzie fuera “un demonio, ¿lo parecía ella?” Durante los “largos y extenuantes días” en la sala del tribunal “¿se ha visto en ella algo que demuestre su falta de sentimientos humanos o de su porte femenino?”21 Aquí la defensa apeló no a la evidencia, sino al contexto: una mujer como Lizzie Borden no podría llevar algún tipo de doble vida. Tales crímenes eran “moral y físicamente imposibles para la joven acusada.”22 El jurado, obvia y rápidamente, estuvo de acuerdo. En unos diez minutos, llegaron a un veredicto unánime: Lizzie Borden era inocente; no culpable de asesinato.
Por supuesto, no tenemos forma de saber qué pasó por la mente de los miembros del jurado. Muy probablemente, aceptaron el argumento de la defensa. No podían concebir a Lizzie Borden como ‘la asesina del hacha’. Ella era una ‘mujer de clase alta’, y no podía encajar en la figura de un ser malvado como el Mr. Hyde. Era una mujer, muy probablemente virgen, y se encontraba en el pilar de la comunidad. Esto seguramente influyó en el jurado. O, tal vez, fue una cuestión más simple: los miembros del jurado pudieron haber sentido que la evidencia no era suficiente como para condenar a Lizzie Borden por asesinato.
Aun así, la pregunta sobre la identidad estuvo en el corazón del juicio de Borden. Y nunca se ha ido del todo. Esta cuestión fue lo que le dio al juicio tanta atención. Tal vez, ningún otro juicio por asesinato en Estados