Doce hábitos para un matrimonio saludable. Richard P. Fitzgibbons

Doce hábitos para un matrimonio saludable - Richard P. Fitzgibbons


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por corregir a los hijos o al cónyuge

       Resistencia a la autorrenuncia y a la entrega sacrificada

       Empleo de la pornografía

       Empleo de anticonceptivos

       Actitud focalizada en los propios derechos

      A Ken y a Sandra les sorprendió cuántos síntomas de egoísmo había en sus vidas. Reconocieron que dedicar demasiado tiempo a intereses aparentemente inocentes los había llevado a encerrarse en sí mismos, interfiriendo en la cuidadosa entrega que exige la amistad conyugal. «Nuestro matrimonio ha sufrido un ataque insidioso —dijo Ken—; nadie nos advirtió de los peligros del egoísmo».

      La buena noticia es que, por muchas conductas egoístas que existan en el matrimonio, no hay por qué desanimarse. Siempre se pueden superar trabajando el autoconocimiento y la virtud de la generosidad.

      El daño provocado por el egoísmo

      El ser humano, creado hombre y mujer a imagen y semejanza del Dios trinitario, está naturalmente constituido para darse a los demás. La plenitud y la felicidad personales exigen la entrega de uno mismo. Para la mayoría la llamada a esa entrega se realiza dentro del matrimonio, tal y como afirma Juan Pablo II en su Carta apostólica sobre la dignidad y la vocación de la mujer:

      El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como «unidad de los dos» en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina[5].

      Habrá quien piense que la idea que tiene Juan Pablo II del matrimonio es un ideal cristiano ajeno a la mayoría de la gente y que queda fuera de su alcance. No obstante, las reflexiones de Juan Pablo II no nacen únicamente de su fe, sino de experiencias vividas por personas de carne y hueso; de la constatación de que somos más felices cuando vivimos una entrega amorosa a los demás y de que el egoísmo hace mucho daño a los individuos, a las familias y a las comunidades.

      El daño a los esposos

      Cuando los esposos no viven una entrega plena es probable que aparezcan la tristeza, la ira, la desconfianza, la ansiedad, la falta de seguridad y distintos tipos de conductas compulsivas. El egoísmo personal contribuye también al desarrollo de la depresión en el cónyuge que se siente solo.

      Si no se gestionan de manera adecuada, los conflictos matrimoniales causados por el egoísmo pueden derivar en la separación o el divorcio, porque «el amor solo puede durar como unidad en la que el “nosotros” se manifiesta, pero no como una combinación de dos egoísmos»[6]. Según el Catecismo de la Iglesia católica (CEC), el divorcio es dañino e incluso inmoral «a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social» (2385).

      El daño a los hijos

      Aunque no lleve al divorcio, el egoísmo de uno o de ambos esposos perjudica a los hijos en muchos aspectos. En primer lugar, impide a los padres dar a sus hijos el amor que necesitan para convertirse en adultos equilibrados y seguros. La falta de una entrega psicológica y espiritualmente saludable puede provocar tristeza, ira secundaria y conductas desafiantes en los hijos, que se sientes inseguros y es posible que sufran trastornos de ansiedad, junto con el temor al divorcio de los padres.

      Del egoísmo nacen la educación permisiva y la indulgencia excesiva con los hijos, las cuales se convierten en un impedimento para el sano desarrollo de su personalidad. A los niños egoístas que no han sido corregidos desde pequeños y de manera continuada les cuesta mucho controlar la ira y otras emociones intensas, y son poco sensibles a las necesidades de los demás.

      No corregir el egoísmo de los hijos también provoca daños en el matrimonio. Cuando en una explosión de ira un hijo maltrata verbalmente a su madre y el padre no lo corrige, la madre se siente menos protegida y el respeto hacia el cónyuge disminuye. Esa pérdida de confianza socava aún más a los matrimonios previamente debilitados por el egoísmo.

      Por lo que he podido observar en la práctica clínica, la educación permisiva ha ido en aumento y ha provocado una avalancha de egoísmo y de conductas secundarias controladoras, irrespetuosas y coléricas frente a los padres, hermanos, profesores e iguales. Es raro que un niño egocéntrico pida perdón por su mala conducta: de hecho, suelen culpar de ella a sus padres.

      Corregir tempranamente y de forma regular el egoísmo de los hijos es una manifestación de lo que Juan Pablo II consideraba una paternidad y una maternidad responsables. Es fundamental enseñar a los jóvenes lo peligroso que resulta para ellos y para la familia si se quiere protegerlos de ese narcisismo que les hace creer que les asiste el derecho a tener y a hacer cuanto quieren y a reaccionar airadamente cuando no ven cumplidos sus deseos. Todos los padres católicos deben convencerse de la importancia de corregir esta fragilidad de la personalidad en beneficio de la salud psicológica de sus hijos, del matrimonio y de la vida de familia.

      El daño a la Iglesia

      Además del daño que ha provocado entre los matrimonios católicos, el egoísmo también ha afectado a las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. No cabe duda de que en ese descenso ha influido nuestra cultura materialista e individualista[7], así como la crisis de abusos sexuales que ha vivido la Iglesia, ya que la incapacidad de dominar el impulso sexual para no hacer daño a un niño manifiesta un egocentrismo exacerbado[8].

      Las causas del egoísmo

      El poderoso tirón del egoísmo lleva a muchos esposos —incluidos los que en el inicio del estado matrimonial fueron cónyuges atentos, cariñosos y delicados— a retraerse de la entrega. Las principales causas de este enemigo del amor son las que siguen.

      La cultura del egoísmo

      El canto de sirenas del egoísmo ejerce una poderosa influencia en nuestra cultura. Nuestras ansias de placer y de comodidades se ven constantemente alimentadas por los espectáculos y la publicidad, que nos empujan a satisfacer cada uno de nuestros deseos. El egoísmo nos separa de Dios y hace que nos cueste más renunciar a nosotros mismos para amar a nuestro cónyuge y a nuestros hijos. Si no luchamos a diario contra él, nos encerramos inconscientemente en nosotros mismos y cerramos nuestro corazón a los demás. Nuestra capacidad de apreciar y tratar con respeto al cónyuge se debilita y crece nuestra tendencia a controlar al otro para lograr nuestros propios fines.

      Una falsa idea de la libertad

      En la proliferación del egoísmo entre los matrimonios ha influido poderosamente una noción equivocada de la libertad. Son muchos los que piensan que la libertad está para hacer lo que uno quiere y que no hay que ponerle límites. No obstante, como explica el obispo Karol Wojtyla (futuro papa Juan Pablo II), el fin de la libertad es elegir donarse al otro. Cuando uno decide casarse, limita voluntariamente su libertad para darse plenamente al cónyuge. «La limitación de la libertad podría ser en sí misma algo negativo y desagradable, pero el amor hace que, por el contrario, sea positiva, alegre y creadora. La libertad está hecha para el amor»[9]. Si las parejas entienden que la libertad está al servicio del amor, son capaces de elegir vencer el egoísmo y comprometerse más plenamente con el cónyuge y con los hijos.

      El pecado original

      Benedicto XVI habla del egoísmo como «la raíz venenosa […] que hace daño a uno mismo y a los demás»[10]. Así es como se refiere al daño causado por el pecado original, el primer pecado cometido por la humanidad, cuando la vanidad y el orgullo de nuestros primeros padres prevalecieron sobre la obediencia a su Creador. La inclinación al egoísmo con la que todos nacemos es constatable por cualquier padre de un hijo pequeño que grita «¡mío!» cuando otro coge el objeto deseado. Hay que esperar a que los niños tengan entre tres años y medio o cuatro para que, con las pacientes correcciones


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