Contra la corrupción. Isabel Lifante-Vidal
que no sea directamente el resultado de la acción de nadie en particular, aunque sí la consecuencia de una combinación de factores, entre los cuales podemos encontrar acciones de sujetos y hechos naturales (pensemos en la responsabilidad de reducir la contaminación atmosférica).
En este sentido, la atribución de responsabilidades suele ir acompañada de una regulación de la conducta de una manera peculiar que consiste en no determinar de antemano la acción o acciones a realizar, sino en atribuir al destinatario (al sujeto responsable) el poder —y deber— de determinar la concreta acción a realizar para la persecución del fin o consecución del resultado a obtener11. Se trata por tanto de una regulación a través de un tipo específico de normas, a las que podemos considerar como “normas de fin” y que se contrapondrían a las “normas de acción”12. Mientras que estas últimas califican deónticamente una acción, las normas de fin obligan a perseguir o a maximizar un determinado fin13, delegando en el destinatario el poder discrecional o la “responsabilidad” de seleccionar el medio óptimo para ello (aquella medida que, a la luz de las circunstancias del caso concreto y atendiendo a las posibilidades fácticas y deónticas, maximiza el fin con el menor coste posible en términos de lesión de bienes y valores protegidos). Por supuesto, el sujeto al que se le atribuye esta responsabilidad se verá sometido a muchas otras normas que sí le impongan o prohíban acciones determinadas, y en ese sentido limiten el ámbito de su discrecionalidad.
El sujeto al que se le atribuye la responsabilidad es el que ha de decidir en cada ocasión, y a la luz de las circunstancias particulares de la misma, si ha de actuar y cómo, tarea para la cual se le exige llevar a cabo una deliberación (que puede, a su vez, tener que plasmarse en la correspondiente motivación expresa de su decisión). Es al sujeto responsable al que le corresponde la determinación de la conducta debida, en eso consiste precisamente la discrecionalidad que implica el ejercicio de dichas responsabilidades. Pero eso no quiere decir que la conducta por la que el sujeto opte no pueda ser controlada14, ni que no pueda exigirse responsabilidad (ahora en sentido de responsabilidad-liability) por su acción o inacción, más bien todo lo contrario: esta responsabilidad determina quién o quiénes deben asumir ciertas funciones en el marco de una institución social y, por lo tanto, quiénes deberán hacerse cargo del fracaso, y en qué grado, si esas funciones no se realizan de manera adecuada. Podríamos decir entonces que son los distintos roles y funciones asignadas ex ante las que justificarían la exigencia, ex post, de los distintos grados de responsabilidad-liability.
Ahora bien, hay que tener en cuenta que la dinámica del cumplimiento de los deberes que implica una responsabilidad es distinta a la del cumplimiento de los deberes fijados por las normas de acción. En este último caso nos encontramos con una lógica binaria: si se ha realizado la acción debida se ha cumplido con el deber y en caso contrario se ha incumplido. Sin embargo, en el caso de los deberes vinculados a las responsabilidades la situación es distinta y opera más bien la lógica de la maximización o, mejor dicho, de la optimización15. Hay ocasiones en los que el objetivo a conseguir puede estar determinado, de modo que —al menos en principio— admitirían un cumplimiento total (aunque hay que tener en cuenta que un cumplimiento que en abstracto puede ser completamente realizable, es posible que, en la práctica y a la luz de los recursos disponibles, solo pueda ser cumplido en cierto grado); sin embargo en la mayoría de las ocasiones nos encontraremos con objetivos que apuntan a un estado ideal que nunca puede ser completamente obtenido, sino solo por aproximación; de modo que el sujeto responsable nunca puede cumplir completamente con su responsabilidad. En estos casos el esquema de la norma no sería tanto “X debe procurar que se produzca Y (un estado de cosas determinado)”, como “X debe velar por Y (un fin valioso)”16. Ejemplos de este segundo tipo sería la responsabilidad del concejal de medioambiente por la calidad atmosférica; o la de los profesores por el aprendizaje de los alumnos. Estos fines no solo pueden lograrse en distintos grados, sino que una vez que se obtiene un determinado nivel de satisfacción de los mismos, la responsabilidad no se agota, sino que exigiría seguir avanzando en el logro del objetivo (podríamos decir que el objetivo a alcanzar se va desplazando). Por lo tanto, para evaluar el grado de cumplimiento de una responsabilidad, habrá que tener en cuenta no solo el grado de cumplimiento del fin perseguido, sino también el punto de partida, los medios disponibles, etc.
Si pasamos ahora a ver la cuestión en negativo, nos encontramos con que “incumplir” con lo que nos exige una responsabilidad puede ser, por tanto, algo distinto a incumplir un concreto deber de acción prefijado en una regla de acción17. Por supuesto que hay muchas conductas “irresponsables” consistentes precisamente en incumplimientos de deberes de ese tipo (de realizar una acción predeterminada en una regla), pero también nos encontramos ante casos que no encajarían en esta categoría: pensemos en todas las conductas que, sin violar ninguna regla de acción, pongan en peligro el bien o el fin que la responsabilidad atribuida obliga a perseguir18. Dicho de otro modo: para enjuiciar el desempeño de estos deberes debemos ir más allá del nivel de las reglas de acción de un determinado sistema. Las responsabilidades se atribuyen para conseguir ciertos fines considerados valiosos, y a su vez dichos fines han de ser perseguidos de la manera más coherente con los principios y valores subyacentes a la práctica normativa19. Al mismo tiempo, ello muestra la insuficiencia de las respuestas que podemos considerar clásicas para la lucha contra el mal desempeño de las responsabilidades públicas20: el Derecho sancionatorio, penal o disciplinario (que solo podrá perseguir acciones claramente prohibidas con anterioridad).
Como hemos visto, la atribución de responsabilidades públicas suele conllevar la atribución de poderes discrecionales que requerirán deliberación por parte del sujeto responsable para determinar la medida a adoptar y que habrá de ser aquélla que a la luz de las circunstancias del caso, maximice los fines y valores a desarrollar21. Es decir, entre las razones que han de operar para tomar la decisión nos encontramos con razones finalistas, de modo que hemos de tener en cuenta las peculiaridades con las que estas operan. Siguiendo a Summers (1978), podemos decir que son razones de carácter fáctico (dependen de una relación causal), están orientadas hacia el futuro y presentan un aspecto de gradualidad. Las dos primeras características implican que estas razones presuponen una relación causal que es en la que se basa la predicción. Ello puede hacernos considerar que en el momento de la toma de decisión una razón finalista tenía mucha fuerza a favor de una determinada actuación, aunque resulte que finalmente no se llegó a conseguir el objetivo previsto (o en la medida prevista): es decir, puede que nos encontremos ante una actuación correcta, pero que a la larga (por hechos imprevisibles o circunstancias imposibles de conocer en el momento de actuar) no dé el resultado previsible. En este sentido, a la hora de evaluar el cumplimiento de una responsabilidad podemos distinguir dos dimensiones: una objetiva, centrada en los resultados obtenidos; y otra subjetiva, centrada en el cumplimiento de los deberes por parte del sujeto y que dependerá de la calidad de la deliberación que le lleva a adoptar una concreta medida y que es la que justificará la realización de reproches personales al sujeto. Obviamente el fenómeno de la corrupción se sitúa en esta segunda dimensión, aunque no la agota (puede haber otro tipo de conductas, no corruptas, pero igualmente reprochables: pensemos por ejemplo en conductas formalistas o acomodaticias22). Pero para abordarla conviene volver ahora sí al sentido valorativo de responsabilidad.
2.3. La responsabilidad como valor
Como hemos visto, decir que alguien actuó responsablemente en una determinada ocasión implica llevar a cabo un juicio valorativo positivo frente a dicha acción, juicio que se realiza a la luz de los valores de la práctica normativa en la que nos encontremos (podemos formular estos juicios desde un punto de vista ético, jurídico, político…). En general, solemos decir que una “persona responsable” es aquélla que pone cuidado y atención en lo que hace, y que dicha atención ha de estar encaminada precisamente a preocuparse por las consecuencias de sus acciones; en este sentido, el sujeto responsable sería el que procura obtener las “mejores” consecuencias23. Ahora bien, la preferencia de unas posibles consecuencias sobre otras (su consideración como mejores o peores) requiere llevar a cabo una valoración que dependerá precisamente de los fines o valores que el sujeto responsable haya de perseguir en el caso en cuestión; por eso la responsabilidad siempre será un valor relativo a la práctica normativa desde la que se formule el juicio de responsabilidad. Por