Aires de revolución: nuevos desafíos tecnológicos a las instituciones económicas, financieras y organizacionales de nuestros tiempos. Группа авторов

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promovieron como nunca la creación de conglomerados económicos o grupos empresariales altamente diversificados en sectores y regiones.

      Este crecimiento y el poder de las empresas llevaron a condiciones de desempleo, bajos salarios, ilegalidad y migraciones a países con mejores alternativas, diferencias salariales significativas entre administrativos y operarios (Boltanski & Chiapello, 2002), particularmente con las ideologías gerenciales que provienen de la reingeniería y la investigación de operaciones (Barley & Kunda, 1995). Con estas condiciones surgieron programas de emprendimiento como alternativa de crecimiento y autonomía, que llevaron a la creación de un gran número de empresas pequeñas y medianas con bajos márgenes de rentabilidad, así como emprendimientos de necesidad en diversos sectores, las cuales enfrentan limitaciones de mercado, de acceso a créditos y elevados costos de capital, de capacidad tecnológica, y las barreras impuestas por los oligopolios, lo que aumenta el riesgo y la incertidumbre para los emprendedores (Solimano, 2017, p. 28). El capitalismo fue generando escenarios que propician la flexibilidad del trabajo, mano de obra interina, contratación temporal, por aprendizaje, y subvencionados, tercerización, disminución de costo por despido (Boltanski & Chiapello, 2002, pp. 22-23), junto a crisis en el sector financieros por las burbujas en acciones, terrenos y propiedades, donde más del 99 % de la población tuvo que endeudarse para mantener sus estándares de vida, acceder a educación de calidad, servicios de salud privada y vivienda (Solimano, 2017, p. 24), sumado al consumismo de bienes durables y al individualismo promovido durante la década de 1980 y la marginalización de clases (Gantman, 2009, p. 98).

      El Estado, en el ánimo de las racionalidades neoliberales de privatización y desregulación, se ha visto ausente, en especial por la cooptación que lograron las élites económicas en las instancias del poder público (Solimano, 2017), llevando con ello a que la sociedad civil asuma algunas de las funciones de control y contrapeso que el Estado representaba. Dada esta situación, y en línea con la búsqueda de justicia que profesa el modelo capitalista (Boltanski & Chiapello, 2002), el mismo sistema promueve el surgimiento de prácticas que cubran de alguna forma esos efectos, que buscaban atender a los afectados y los excluidos del sistema, con programas de subsidios y asistencialismo de Estado, que dieron pie a la tendencia de la responsabilidad social empresarial con el eslogan de desarrollo sostenible que busca una visión compartida entre lo económico y lo ambiental y lo social. Se fue gestando un movimiento, animado por la necesidad de subsanar los grandes escándalos corporativos de la década de 1990, como Enron, que en el marco del buen gobierno corporativo buscan como estrategia la satisfacción de necesidades de los grupos de interés y la solidaridad entre generaciones, como lo esgrime el concepto de sostenibilidad (Gallopín, 2016), con la idea de buscar un mejoramiento equilibrado entre lo social y lo medioambiental en búsqueda del bien común (Xercavins, Cayuela, Cervantes, & Sabater, 2005), programas que en palabras de Hamel (2012) no lograrían la rehabilitación del sistema capitalista.

      Este marco de cambios mostraría que hay problemas que la ingeniería, la racionalidad de sistemas amparada en la capacidad de simulación apoyada en la computación y el poder de los financieros, que afincan su fe en el cálculo, no pueden solucionar, por ejemplo, el compromiso de las personas en el trabajo para hacer las cosas bien y cada vez mejor (Barley & Kunda, 1995). A inicios de la década de 1980 la administración vuelve su mirada a las prácticas suaves de la gestión humana, pero ahora con el enfoque en la cultura organizacional como mecanismo para alcanzar la calidad. Esta dupla se convertiría en el imperativo administrativo del capitalismo y la receta para buscar superar las limitaciones de la reingeniería y el diseño organizacional basado en eficiencia de procesos, no en la lealtad y el compromiso de la gente (Barley & Kunda, 1995).

      En simultánea, en el desarrollo de la tercera revolución industrial amparada en la era digital basada en la computación y la microelectrónica, se dio una orientación a la creación de empresas de alto impacto (Birch, 1979), empresas de base tecnológica (Cooper, 1997), inclusión del conocimiento en las nuevas empresas (Aldrich, 2000; Shaker, 2014) y empresas tipo nexo de contratos (Acquier, 2018, p. 19), que permitan el crecimiento de la sociedad (Könnölä et al., 2017), que si bien aumentaron el tejido empresarial, lo hicieron con empresas que no crecen. También se desarrollaron procesos de legitimidad con el surgimiento de instituciones certificadoras para contrarrestar los efectos negativos (Pastré & Vigier, 2009, pp. 27, 49, 56).

      La mayoría de esas situaciones negativas perduraron y llevaron a presentar en la década del 2000 crisis ante la pérdida del vínculo social, una sociedad utilitarista, incremento en la competencia, indiferencia, la subutilización de los recursos, concentración y nuevas formas de manejar el poder, desempleo, empleos menos atractivos, trabajo informal, despidos injustificados, freno en el ascenso social, jubilaciones no financiadas, deuda pública elevada, calentamiento global, usurpación de saberes ancestrales en beneficios de multinacionales, poca asociatividad, subutilización de recursos (Botsman, 2013, 2015; Buenadicha, Cañigueral, & De León, 2017, p. 6; Hernández, 2016; Mendes & Giménez, 2015; Naím, 2013; Navio, Santaella, Portilla, & Martín, 2016; Ostrom, 2000; Ramis, 2017; Sandel, 2014; Tirole, 2017; Vega, 2010), chantajes económicos de los países potencia, privatización generalizada (Vega, 2010), crisis y desigualdad de crecimiento de ingresos y riqueza y capacidad de control de las élites para apropiarse del excedente económico, diferenciación interna en la clase media que generó dos subcategorías, una media-alta conformada por tecnócratas y personal administrativo con capacidad de ascenso y con buenos ingresos y bonificaciones, y una clase media afectada por un proceso estancamiento salarial y de oportunidades de progreso económico, fragmentación del emprendimiento y globalización de las élites, aumento en la migración internacional y el surgimiento de movimientos sociales críticos antes las crisis, los abusos de poder y las fallas de la democracia (Solimano, 2017; Vega, 2010), crisis en los modelos educativos, que convirtieron a la sociedad en recursos humanos con conocimiento técnico, mercantilismo en el sistema educativo que lo hizo cada vez más caro para las familias y con insuficiencia en los niveles y poca calidad y pertinencia de la educación (Sandel, 2014; Vega, 2010), y lo más preocupante para el modelo: crisis social y medioambiental (Hernández, 2016; Ramis, 2017; Tirole, 2017), efectos que empezaron a tocar a algunos miembros de la clase privilegiada, generándoles zozobra e inseguridad.

      El capitalismo como sistema económico generalizado que se transforma en el marco de crisis y auges, en el que la administración reacciona a partir de ciclos ideológicos entre técnicas racionales y enfoques suaves, generando respuestas a través de prácticas que permiten manejar las organizaciones (Barley & Kunda, 1995), ha llevado a su consolidación sin contraparte en los últimos periodos. Esta ausencia de una fuerza de control se refleja en excesos, lo que conduce a preguntarse si el sistema ha sobrepasado su capacidad para adaptarse, degenerando sus alcances y motivando que la crisis fuera muy sentida y generalizada, en aspectos financieros, económicos, ambientales y sociales (Delanty, 2019; Piketty, 2015, p. 11; Rivera, Gordo, & Cassidy, 2017; Vega, 2010), llevando a propuestas como el poscapitalismo (Delanty, 2019; Mason, 2016), el capitalismo de las emociones (Скачать книгу