Derechos humanos emergentes y justicia constitucional. María Constanza Ballesteros Moreno
evolución[3].
La postura que niega la pertinencia de los nuevos derechos evidencia que uno de los principales retos a los cuales se enfrentan —al menos como punto de partida para su reconocimiento— es el de su fundamentación conceptual y jurídica, que al definirse permitiría reforzar su legitimidad política y moral. Por lo tanto, el objetivo es presentar a continuación algunos elementos básicos de un modelo que avance en dicha fundamentación, lo cual puede servir como marco teórico para el análisis de casos concretos de ese tipo de derechos. Para ello, es posible tomar como punto de partida el hecho evidente de que la vida de los seres humanos—en sus propias comunidades y más allá de ellas— ha experimentado profundas transformaciones que justificarían de por sí el surgimiento de nuevas categorías de derechos. El problema es entonces, ante todo, definir su fundamento y su alcance jurídico, con lo cual se vislumbrarían las alternativas institucionales que mejor garanticen su contenido. Antes de proceder a esto, conviene detenerse, en una primera parte, en las visiones escépticas sobre los nuevos derechos, para revisar sus argumentos y tratar de contestarlos. A continuación, en una segunda parte, tanto la renovación del concepto de dignidad humana como la definición empírica de nuevas necesidades en el marco de una intensificación de la globalización serán los referentes para una aproximación inicial a la fundamentación conceptual y jurídica de los nuevos derechos o derechos emergentes.
Ahora bien, antes de continuar, es preciso señalar que la búsqueda de esta fundamentación no se restringe al contenido teórico del argumento, pues abarca también sus efectos simbólicos y pragmáticos en el marco del discurso de los derechos en la actualidad. El derecho y los derechos no son únicamente lenguaje, enunciados, sino además un régimen simbólico de creencias (Ost, 1985, p. 191). Esto no supone abandonar a la irracionalidad todo aquello que concierne a las actuaciones, las motivaciones, los compromisos y las ideologías (Perelman, 1979, p. 135); tampoco implica proponer una definición substancial de lo que sea un “derecho humano”, como si este término tuviera un significado intrínseco que respondiera a la esencia del objeto definido. Se trata, más bien, de “delimitar lo que puede ser dicho con sentido, purificando los dominios del discurso filosófico, jurídico y político de nociones inútiles o ambiguas, o, por lo menos, contribuyendo a elucidar su pluralidad significativa” (Pérez Luño, 2001, p. 26). Esto sin olvidar que es posible ver el estudio del lenguaje “como una palestra política que puede ser utilizada para neutralizar el alcance de algunos valores, atenuar intereses contradictorios, consagrar valores subrepticios, justificar acciones que recogen otros valores, etc.” (García, 2014, p. 69). Todo ello permite destacar no solo la dimensión jurídica, sino también la dimensión política y social de los derechos[4]. Estos presupuestos metódicos se articulan así con las contribuciones de diversas disciplinas que tienen al Derecho como objeto de estudio —entre otras, la Teoría del Derecho, la Dogmática Jurídica, la Sociología y la Historia— y que han examinado sus relaciones con otras realidades sociales. Ahora bien, esto no supone una especie de disgregación que implique que cada disciplina sea un compartimento estanco, sino más bien un método interdisciplinario que integra las contribuciones de cada una de ellas (Rodríguez Villabona, 2015, pp. 24-25).
El escepticismo frente
a los nuevos derechos
Una vez establecidos y definidos en una declaración, en un pacto, en una constitución, en un tratado o en algún otro documento de carácter jurídico, ya sea a nivel interno o a nivel internacional, el reconocimiento de nuevos derechos siempre ha enfrentado serios obstáculos y resistencias. Sin que ello suponga desconocer algunos antecedentes[5], es posible tomar como punto de referencia la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante resolución 217 A (III) del 10 de diciembre de 1948 (Farías, 2016, p. 2). En la medida en que el preámbulo de esta declaración los proclama como “ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse” —y para avanzar en su proceso de positivización—, el 16 de diciembre de 1966 la misma Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (que entró en vigor el 3 de enero de 1976) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (que entró en vigor el 23 de marzo de 1976). A pesar de que “la Declaración Universal, y los convenios y pactos de las Naciones Unidas deben entenderse unitariamente” y que su adopción “muestra la culminación parcial de una tarea que no puede juzgarse sino en su conjunto” (Pérez Luño, 2001, p. 82), Karel Vasak —miembro del Instituto de Derechos Humanos de Estrasburgo— propuso una clasificación, bastante difundida, entre tres generaciones de derechos:
[…] mientras los derechos de la primera generación (civiles y políticos) se basan en el derecho a oponerse al Estado, y los de la segunda generación (económicos, sociales y culturales), en el derecho a exigir al Estado, los derechos humanos de la tercera generación que ahora se proponen a la comunidad internacional son los derechos de la solidaridad. (Vasak, 1977, p. 29)
Ahora bien, como cada uno de los dos pactos internacionales mencionados se refieren a las dos primeras “generaciones” de derechos, parecía que los de “tercera generación” no disponían de un reconocimiento explícito por el régimen jurídico internacional[6] y tenían un carácter indeterminado y heterogéneo, razón por la cual hubo quienes cuestionaron que fueran derechos en sentido estricto[7].
En la actualidad, el debate respecto del carácter jurídico de los “derechos de tercera generación”, en varios de sus componentes, parece presentarse frente a los denominados “derechos humanos emergentes”. Estos derechos han sido formulados en distintas modalidades y contextos, entre los que se destaca la Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes, elaborada en el marco del Fórum Universal de las Culturas de Barcelona en septiembre de 2004 y aprobada en el Fórum de Monterrey (México) en noviembre de 2007. De hecho, como si se buscara retomar dicho debate, en un “marco general” de valores y principios que antecede al texto propiamente dicho, esta declaración rechaza de manera explícita la clasificación basada en las generaciones de derechos, porque se considera que con ella se desconoce el “principio de coherencia” que, por su parte, promueve y reivindica la indivisibilidad, la interdependencia y la universalidad de los derechos humanos, así como un enfoque historicista e integral (Institut de Drets Humans de Catalunya, 2009, p. 48). Sin embargo, de alguna manera, esta postura supone que los derechos de tercera generación ya han sido reconocidos en forma plena y se articulan con los demás, olvidando contestar de modo directo los argumentos de quienes los rechazan. Estos no se reducen tan solo a denunciar un abuso en el uso del lenguaje, y tampoco son un simple aspecto de la propaganda que se formula para ciertas coyunturas de la controversia política. Se trata, además, de planteamientos que tratan de configurarse con base en cierta concepción de los derechos, y en ciertas posturas sobre el derecho y las condiciones en las cuales se desenvuelve.
En efecto, los escépticos frente a los derechos emergentes consideran que estos son, más bien, proyectos políticos, aspiraciones colectivas o ideales a alcanzar que, en cuanto tales, pueden e incluso deben ser defendidos e impulsados, pero que no constituyen verdaderos derechos. La legitimidad política o moral del objetivo de estas reivindicaciones y su importancia como bases para un acuerdo político no se pondría en duda. Lo que sí se cuestiona es su juridicidad, dado que exigir su reconocimiento como derechos humanos en el régimen jurídico nacional o en el internacional supondría una confusión de categorías. Las normas que recojan esos ideales serían tan imprecisas y vagas que no podrían tener las cualidades ni responder a las exigencias formales y técnicas de un enunciado jurídico, de manera que el paso de la reivindicación de un derecho a su incorporación en el derecho sería muy difícil. Insistir en ello e intentar convertir dichos ideales en derechos conduciría a una mistificación peligrosa, al revestirlos del lenguaje jurídico sin asegurarles alguna efectividad; esto llevaría a que “cuanto más se multiplique la nómina de los derechos humanos, menos fuerza tendrán como exigencia, y cuanta más fuerza moral o jurídica se les suponga, más limitada ha de ser la lista de derechos que la justifiquen adecuadamente” (Laporta, 1987, p. 23). Esto sucedería porque, de una parte, la sanción en caso de violación es casi imposible en el caso de normas con contenido