Derecho, derechos y pandemia. Susanna Pozzolo
“La soberanía pertenece al pueblo”, afirman las constituciones democráticas. Pero esto significa, ya que el pueblo no es un macrosujeto, que no es más que la suma de esos fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales de los que todos —los millones, incluso miles de millones de personas que forman los pueblos— son titulares.
Solo la construcción de una esfera pública planetaria establecida y diseñada por una Constitución de la Tierra puede, en definitiva, revertir el universalismo de los derechos fundamentales y hacer frente a las terribles urgencias actuales. Ciertamente, a esta perspectiva de oponen poderosos intereses y arraigados prejuicios. Mas no debemos concebir como utópico o irrealista, ocultando la responsabilidad de la política, aquello que simplemente no se quiere hacer o que, solo por esto, resulta improbable que se haga. Es necesario evitar la falacia determinista del realismo político vulgar consistente en la naturalización de lo que realmente sucede y en una especie de legitimación cruzada de la teoría por la realidad y de la realidad por la teoría: la legitimación científica, por la descripción del funcionamiento de facto de las instituciones, de la tesis teórica de que no hay alternativa a la primacía de las leyes del mercado y, a la inversa, la legitimación política de las leyes del mercado por la teoría como las normas reales, porque efectivas, fundamentales, mucho más que todas las normas jurídicas incluso las constitucionales. Ya que este tipo de “realismo” acaba legitimando y asumiendo como inevitable lo que sigue siendo obra de los hombres y de lo que son responsables los actuales actores de nuestra vida económica y política. La hipótesis más irrealista es en efecto, que, si las acciones humanas no cambian, la realidad seguirá siendo como es indefinidamente: que podremos seguir basando nuestras ricas democracias y nuestros fastuosos niveles de vida en el hambre y la miseria del resto del mundo, en el poder de las armas y en el desarrollo ecológicamente insostenible de nuestras economías.
Esta es la verdadera utopía actual. Es el propio preámbulo de la Declaración de 1948 el que establece de forma realista un vínculo de implicación mutua entre paz y derechos, entre seguridad e igualdad. Y aunque la actual ausencia de una esfera pública global equivalga a las leyes de los más fuertes, a la larga, tampoco beneficia a los más fuertes: ya que la Tierra, dice un viejo lema del movimiento contra la globalización desenfrenada de hoy, es el único planeta que tenemos. De ello se desprende, por el contrario, que el verdadero realismo consiste en la refundación garantista —la promoción de una Constitución de la Tierra, precisamente— del pacto de convivencia estipulado en aquel embrión de constitución del mundo que confromada por las numerosas cartas de derechos existentes, pero que han permanecido inoperantes hasta ahora debido a la ausencia de adecuadas funciones e instituciones de garantía.
1 La frase aparece en la dedicatoria de Giambattista Vico a la edición de 1730 de La Scienza Nova. Fue recordado a menudo por Vittorio Foa, a propósito de sus ocho años de encarcelamiento, por ser disidente, bajo el fascismo: el más reciente en V. Foa y C. Ginzburg, Un dialogo, Feltrinelli 2003.
2 Uno de cada nueve habitantes del mundo, más de 800 millones de personas, sufrió hambre y sed en 2017. Además, muchos millones de personas mueren cada año por falta de medicamentos necesarios para salvar vidas (Cfr. Los datos del hambre en el mundo in http://www.longweb.org/hunger/hung-ita-eng.htm; Acceso a los medicamentos, en www.unimondo.org/Guide/salute/Accesso-ai-farmaci).
3 Me remito a mi Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, Laterza, Roma-Bari 2007, vol. II, § 13.10, pp. 50-57; Costutuzionalismo oltre lo Stato, Mucchi, Modena 2017; Per una Costituzione della Terra, en “Teoria politica”, 2020, pp. 39-57; La costruzione della democrazia. Teoria del garantismo costituzionale, Laterza, Roma-Bari 2021, § 3.10, pp. 173-175, § 5.4, pp. 239-247 y § 6.2, pp. 279-288 y Perché una Costituzione della Terra? Giappichelli, Torino 2021, § 3, pp. 32-37. Sobre el proyecto de una Constitución de la Tierra, puede consultarse: www.costituenteterra.it.
4 C. Schmitt, Il custode della Costituzione (1931), tr. it. di A. Caracciolo, Giuffrè, Milano 1981, pp. 135 y 241. También en C. Schmitt, Dottrina della costituzione (1928), tr. it. di A. Caracciolo, Giuffrè, Milano 1984, §§ 1, 3 y 18, pp. 15, 39 y 313 ss. e Id., Principii politici del nazionalsocialismo (1933) a cura di D. Cantimori, Sansoni, Firenze 1935.
Noli me tangere - el final del “largo siglo”
Massimo La Torre
1.
Los años mil novecientos, el siglo XX, han sido una época de grandes trasformaciones, de esperanza y de desesperación extrema. Es el siglo en el que se consuma la hegemonía europea, y en el que Europa deja de ser el centro de gravedad del mundo, aunque siga siendo un siglo esencialmente europeo porque es allí, en el Viejo Continente, donde se despliega la gran tragedia de las dos guerras mundiales, de los totalitarismos y el exterminio masivo. Y sigue siendo la pacificación de este continente, a pesar de su división en dos áreas de influencia opuestas, lo que marca los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Y es nuevamente allí, con la caída del muro de Berlín, donde se inaugura una era diferente de relaciones internacionales y de políticas sociales y económicas. Están también los que definieron esa época, el siglo XX, como el “siglo corto”. Es la definición de Eric Hobsbawm, como es bien sabido1.
El siglo XX estaría enmarcado entre el estallido de la Primera Guerra Mundial, el fatídico agosto de 1914 y la Navidad de 1991, fecha en la que se disolvió la Unión Soviética y se bajó la bandera roja en el Kremlin. En resumen, serían solo setenta y siete años, fundamentalmente marcados por dos guerras mundiales, por la Revolución Rusa, y luego por el nazismo y el comunismo soviético. Sería el momento de la gran esperanza en la política, o más bien de su hybris, de la idea de que con la política se puede cambiar el mundo de manera radical, ya sea una política de justicia social, o un intento diabólico de anular derechos, culturas e incluso humanidad y raza. La política lo puede todo, y el Estado con su deidad tutelar, Marte, la guerra, la violencia, es omnipotente. Y detrás de esta violencia una masa de gente, ya sea una masa revolucionaria de proletarios, o un ejército de soldados bien entrenados y motivados, se lanzan contra el enemigo y marcharán hacia la victoria. La economía está sujeta a batallones armados. Marte vence a Mercurio, el dios del dinero y el comercio; lo domina absolutamente, o eso parece. En el “siglo corto” el mercado ya no es el centro de las vicisitudes sociales; la política parece prevalecer sobre las razones del interés privado y los mecanismos automáticos del intercambio de bienes y la circulación del capital. Y el siglo XX termina justo cuando la centralidad de la política es superada por un capital independiente del Estado, capaz de superar la esfera nacional. La globalización y la integración económica supranacional marcan el final del “siglo corto”.
Pero se podría argumentar plausiblemente que el siglo XX duró más allá de 1991. El fracaso del llamado “socialismo real” en los países de Europa del Este va acompañado de un proceso violento que también podríamos definir como “contrarrevolucionario”, una restauración desde arriba, nada desde abajo, de la forma capitalista de producción y distribución económica. La sociedad en donde la vivienda, por ejemplo, se concedió a todos y es un bien social, ve reintroducirse la propiedad privada. Fábricas, empresas, de propiedad colectiva, se reestructuran en sociedades anónimas. La educación pública está privatizada. Lo mismo ocurre con las pensiones y la asistencia sanitaria. Hay un proceso de expropiación del bien público, que no tiene nada que envidiar, por su radicalidad, al período de los enclosures ingleses en el siglo XVIII. La gran transformación de la que hablaba Karl Polanyi, a saber, la domesticación del capitalismo2, se interrumpe; por el contrario, las cosas vuelven a como estaban antes de la crisis del 29 y del New Deal. El capital financiero y la especulación bursátil se convierten en un hecho masivo, y la brecha salarial, la diferencia de ingresos, entre “altos” y “bajos”, se multiplica exponencialmente. El trabajador prefiere los préstamos y el consumo a las huelgas. Todo se mueve de las plazas a los centros comerciales, Aux bonheur des dames, como dice el título de una novela de