El código del capital. Katharina Pistor
derechos de propiedad privada sobre la tierra siguieron durante gran parte del siglo xvii. La mayor parte de los tratados sobre los derechos de propiedad siguieron afirmando que el rey era el único con derechos absolutos, pero algunos tratados empezaron a sentar las bases para que los individuos privados exigieran poderes similares para sí mismos.[35] Para principios del siglo xix un compendio de casuística concluía que “un propietario absoluto tiene Poder absoluto para disponer de sus bienes inmuebles como guste, sujeto únicamente a las Leyes de la Tierra”.[36] Nacía un nuevo concepto legal sobre los derechos de propiedad privada absolutos.
Este nuevo concepto legal ha conquistado el mundo desde entonces. Primero fue llevado a las colonias y más tarde sirvió de guía para la asesoría del Banco Mundial y otras instituciones en materia de economía política.[37] Donde quiera que iban los colonos ingleses ya había pueblos “originarios” con sus propias relaciones de largo plazo con la tierra, pero en ningún lado encontraron un concepto legal de derechos de propiedad privada de la tierra. La Corona proclamó su soberanía en las colonias de América del Norte, Australia y Nueva Zelanda, pero la soberanía territorial no necesariamente altera los derechos sobre la tierra existentes. Con todo, la incertidumbre legal dejó mucho espacio para que los colonos ejecutaran estrategias agresivas de adquisición y ocupación de la tierra con la expectativa de que sus demandas eventualmente serían reconocidas como un título legal completo.[38]
La Corona buscó compensar los posibles costos de la guerra con los beneficios de la colonización. Para ello, en muchas ocasiones firmó tratados con pueblos indígenas para demarcar el territorio que se les dejaba para su gobierno autónomo. Temiendo la anarquía y el desorden por las disputas entre los colonos y los pueblos indígenas que empantanarían a los soldados británicos en conflictos prolongados, en ocasiones prohibió a los colonos ir más allá de las fronteras acordadas. Sin embargo, o no tenía ni el poder ni los recursos para hacer valer estas demarcaciones o simplemente cedía ante las tácticas de acaparamiento de tierras de los colonos. Los colonos y los cazadores de tierras (tanto individuos como empresas), por su parte, tenían fuertes incentivos para asegurar el control de la tierra ocupándola por la fuerza o haciendo tratos con las poblaciones locales.[39] Con todo, la naturaleza del derecho que recibían en esos acuerdos era a menudo disputado vigorosamente. Los colonos afirmaban tener derechos de propiedad absolutos, mientras que los pueblos indígenas aseguraban que solamente habían cedido algunos tipos de “derechos de uso”.
Justo como la batalla sobre los cercados de tierras en Inglaterra en el siglo xvi, muchas disputas entre los colonos europeos y los pueblos indígenas terminaron en la corte. En Nueva Zelanda, por ejemplo, se establecieron cortes especiales para resolver las disputas sobre la tierra. Por lo general las presidía un juez inglés con tres jefes, representantes de los pueblos indígenas, sentados con él en el estrado. Los registros de estos eventos son escasos y es poco probable que todas estas disputas fueran ganadas por los colonos. Con todo, la balanza solía inclinarse a su favor, entre otras razones porque se apoyaban en dos argumentos legales: el descubrimiento y la mejora. Su razonamiento era el siguiente: los pueblos originarios no tenían noción de la propiedad individual; podían proclamar usos anteriores a los colonos, pero de ninguna manera podían decir que “poseían” la tierra en un sentido legal. En contraste, los europeos descubrieron la tierra y la mejoraron.[40] Al cambiar la antigüedad —un principio que los terratenientes habían invocado constantemente en sus propias batallas legales con los comuneros de casa— por el descubrimiento y la mejora la presunción del título legal cambió de los pueblos originarios a los colonos.
La presentación más elaborada de la “ doctrina del descubrimiento” puede encontrarse en una sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos de 1823, en el caso Johnson contra M’Intosh. El juez Marshall escribió en aquel tiempo que:
Estados Unidos (…) ha accedido inequívocamente a ese gran y amplio mandato y norma por el que sus habitantes civilizados hoy tienen este país. Tienen, y hacen valer por sí mismos, el título por el que fue adquirido. Sostienen, como todos los demás sostienen, que el descubrimiento les dio el derecho exclusivo de extinguir el título indio de ocupación, fuera por la compra o por la conquista, y les dio también el derecho al grado de soberanía que las circunstancias del pueblo permitan ejercer.[41]
En virtud de esta sentencia de la corte, los pueblos originarios de Estados Unidos se convirtieron en invasores ilegales de las tierras en las que fueron los primeros y, hasta no hacía mucho, los únicos ocupantes. Poco tiempo después, el Congreso promulgó la Ley de Remoción de Indios de 1830.[42] Los indios de Estados Unidos fueron forzados a quedarse en reservas y su tierra fue dividida en parcelas que luego fueron zonificadas y tituladas en derechos de propiedad individuales listos para ser usados para la ganancia monetaria. Las tierras de los indios fueron convertidas en capital. M’Intosh fue anulado tiempo después, pero para entonces el destino de los pueblos indios de Estados Unidos ya estaba sellado. Una de las mayores “conquistas por la ley” se logró alterando la causa para reconocer un derecho superior: el descubrimiento y la mejora extinguieron las exigencias basadas en lo primero en el tiempo. El descubrimiento y el mejoramiento se convirtieron en los argumentos ganadores para los colonos que habían apostado desde un principio por que la captura agresiva eventualmente les daría la titularidad. Otras prácticas similares trajeron, tiempo después, el “segundo movimiento de cercado”, pero esta vez no de la tierra, sino del conocimiento.[43]
La defensa del botín
Tener derechos empodera a los individuos y a los grupos y el “derecho a tener derechos” está inextricablemente vinculado a la pertenencia a un orden legal respaldado por un Estado.[44] Con esa misma lógica, los derechos vienen atados a obligaciones y responsabilidades. Este quid pro quo está también en el corazón del argumento que sostiene que la propiedad privada es eficiente: se considera que solamente un propietario privado puede internalizar plenamente los costos de usar su activo y, por tanto, hacer el uso más eficiente del mismo;[45] después de todo, tendrá que cargar con las pérdidas de su uso excesivo. Claro, los dueños prefieren disfrutar de los beneficios de la propiedad sin lidiar con sus costos y han empleado abogados para ayudarles a gastarse el dinero sin romper el cochinito.
Después de haber obtenido títulos formales sobre la tierra, los terratenientes ingleses disfrutaron de derechos de uso exclusivos que fueron más tarde fortalecidos a través de leyes que hicieron que cazar, romper cercas y derribar árboles constituyeran delitos que se castigaban con la muerte, y sin el clero.[46] Los terratenientes eran ahora libres de usar sus tierras para obtener ganancias privadas, pastando a sus ovejas y vendiendo la lana con una utilidad o cultivando productos que podían ser vendidos a los habitantes de las ciudades. Para financiar estas nuevas iniciativas, y en ocasiones solamente para aumentar su consumo, hipotecaron sus tierras a acreedores. Esto les dio acceso al financiamiento, pero también puso sus nuevos derechos de propiedad en riesgo.
Como otras formas de garantías, una hipoteca da al acreedor una mayor seguridad en caso de que el deudor falle en sus pagos, en cuyo caso el acreedor puede tratar de buscar una compensación con el activo asegurado. En El mercader de Venecia, William Shakespeare inmortalizó la naturaleza de la garantía en forma más bien sangrienta. En la obra, Antonio pide a Shylock, el mercader, un crédito a corto plazo. Su propio capital está atorado en un barco que se acerca a Venecia, pero quiere ayudar a un amigo que necesita el dinero inmediatamente para atraer a Porcia, una rica heredera, y lograr que se case con él. Apenas llegue a puerto el barco, le pagará. Seguro de que la falta de liquidez que experimenta es solamente temporal, Antonio acepta la condición que Shylock le plantea: si no paga el préstamo en treinta días, Shylock podrá cortar del cuerpo de Antonio una libra de carne.
Contra todas las probabilidades, el barco de Antonio se vuelca y sus problemas de liquidez se convierten en problemas de insolvencia. Antonio no tiene más opción que fallar en sus pagos y Shylock insiste en obtener su garantía, en venganza por las constantes bromas antisemitas de Antonio en su contra. El dux se niega a intervenir: un trato es un trato. Es entonces cuando Porcia, disfrazada de doctor en leyes, aparece en escena y usa sus habilidades de interpretación legal para salvar la vida de Antonio.[47] “El trato no te otorga / ni una gota siquiera de su sangre. / Una libra de carne, dice el pliego”, pero nada más.[48]