Episodios Nacionales: El Grande Oriente. Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós


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negras, que se perdían en la lontananza oscura de unos zapatos con más golfos y promontorios que puntadas y más puntadas que lustre; manos velludas, nervudas y flacas, que ora empuñaban crueles disciplinas, ora la atildada pluma de finos gavilanes, honra de la escuela de Iturzaeta; que unas veces nadaban en el bolsillo del chaleco para encontrar la caja de tabaco, y otras buceaban en la faltriquera del pantalón para buscar dinero y no hallarlo… Tal era la personalidad física del buen Sarmiento.

      – ¡A Palacio! – exclamó, viendo la mucha gente que bajaba hacia San Ginés por delante de su casa y la muchísima que seguía la calle Mayor hacia Platerías. – Hoy tendremos otra gresca. ¿A cuántos estamos?

      – A 5 de Febrero – repuso un joven que junto a D. Patricio apareció, con mandil de sastre, sosteniendo en la izquierda mano dos pedazos de tela y en la diestra una aguja. – Parece ser que Narices ha escrito un papel al Ayuntamiento quejándose de los insultos, y para que rabie más, hoy le van a dar más música.

      – Aparte de que no me gusta que se hable del Soberano con tan poco respeto – dijo el maestro, – lo que has dicho, querido Lucas, me parece muy bien. Pues que no quiere música, désele más música. Si no, que cumpla sus deberes de rey constitucional y marche francamente por la senda aquella de que nos habló el 10 de Marzo del año pasado… Va mucha gente. ¿Por qué no dejas la obra y corres allá? Tal vez ocurra algún acontecimiento digno de ser transmitido a la posteridad. Yo iré después a la Cruz de Malta, a ver qué se decide esta noche respecto a la exposición que se proyecta dirigir al Rey contra el Ministerio. Me parece admirable idea, querido Lucas, porque has de saber que yo combato a Argüelles.

      – Y yo también – replicó el sastre. – O nos dan un Ministerio liberalísimo, que de una vez acabe con todos los tunantes, o el pueblo soberano decidirá en su sabiduría… ¿Dejo el trabajo? ¿Cierro el puesto?

      – Deja el trabajo, dimitte laborem, y cierra el puesto, que tiempo hay de mover el paño. Día llegará en que la patria más necesite de bayonetas que de agujas. Si no tuviera que copiar esos pliegos, también husmearía un poco. Ponte el uniforme, hijo, que en estos sucesos públicos bueno es que cada cual se presente con los arreos de su jerarquía. Los uniformes dan respetabilidad. Procura que la muchedumbre no se desborde; amonéstala, que, al verte, ella respetará la gloriosa institución a que perteneces. No grites, no vociferes, que eso no es propio de quien representa la autoridad, la fuerza pública y la soberanía armada. Consérvate sereno en medio del tumulto, y si tocan a formar y hay lucha con los guardias y demás cohortes del absolutismo, despliega, querido hijo, todo el valor de tu pecho, todo el brío de tu raza, y sé cual indomable león, que no conoce riesgo y hace estremecer al cobarde lobo sólo con el rugido de su cólera.

      El joven sastre, mientras esto decía su venerable padre, vestíase a toda prisa en el mismo portal que era albergue de la sastrería. En el momento de abandonar la tienda para mezclarse al popular tumulto, un hombre llegó a la puerta y se detuvo en ella, saludando cariñosamente al señor Sarmiento.

      – ¡Hola, hola… Sr. Monsalud! – dijo éste. – ¿Tan pronto de vuelta? ¿No va usted a Palacio? Dicen que habrá tocata de trágalas y sinfonía de mueras y vivas.

      – ¿Ha salido mi madre? – preguntó el joven sin hacer caso de las observaciones de su amigo.

      – No he visto salir a la señora Doña Fermina – replicó Sarmiento. – Debe de estar arriba, acompañando a doña Solita y al Taciturno.

      – Subiré a decirle que no salga esta tarde.

      – Aguarde usted, D. Salvador. Si no va usted más que a eso, le mandaré un recado con Lucas. Quédese usted aquí. Vámonos a la esquina a ver pasar la gente y hablaremos un rato. ¿Qué me dice usted de estas cosas?

      – ¿Pero no tiene usted escuela?

      – He soltado al infantil rebaño. Si no lo hiciera, me alborotaría la escuela, y mis lecciones se perderían en la algazara como semilla que se arroja al viento. Es preciso transigir un poco con la inquietud bulliciosa y la precocidad patriótica de estos chiquillos que han de ser ciudadanos. De esta manera les voy educando sin tiranías, y mansamente les inculco sus deberes y les preparo para que ejerzan la soberanía en los venideros años venturosos, en los cuales nuestra Nación se ha de empingorotar por encima de todas las Naciones.

      El amigo y vecino de nuestro excelente D. Patricio sonrió.

      – No crea usted – continuó el maestro – que imitaré la conducta de ese pedante insoportable, émulo y antagonista mío, el maestro Naranjo, de la calle de las Veneras, el cual, cada vez que hay bullanga o revista de milicianos u otra cualquier función vistosa, encierra a los chicos y no les permite ver ni que regocijen sus tiernas almas con las emociones de la cosa pública. Pero bien sabe usted que Naranjo es un poco y un mucho servilón, hombre forrado en oscurantismo y encuadernado en intolerancias, amigo de los enemigos de la Constitución, indiferente en efigie, pero absolutista en esencia, con vislumbres de persa vergonzante y amagos de realista monacal. ¿Qué ha de hacer con los pobres chicos un hombre de estas cualidades? Tiranizarlos, ennegrecer su espíritu, imbuirles ideas despóticas, educarles en el desprecio de la Constitución y en el amor al servilismo. ¡Desgraciada nación la nuestra si prevalecieran en ella los alumnos de Naranjo! Vea usted, Sr. D. Salvador, una cosa de que el Ministerio debiera ocuparse sin levantar mano: extirpar esas infames cátedras, suprimiendo todos los maestros de escuela que con su conducta están sembrando la cizaña del servilismo, para que en lo venidero estorbe y ahogue la frondosa planta de la Constitución.

      – Sí, es preciso poner mano en eso-respondió distraídamente Monsalud. – Me parece que ya no pasa tanta gente.

      – Si no tuviera que barrer la escuela y copiar unos pliegos, señor D. Salvador, nos iríamos usted y yo a meter nuestro hocico en la plaza de Palacio y oír algo de la rechifla… pero ¡cómo ha de ser!… Primero es la obligación que la devoción.

      Diciendo esto, D. Patricio entró en el aula, y tomando la escoba que detrás de la puerta estaba, empezó su tarea.

      – Si usted me lo permite – dijo Salvador, siguiéndole también adentro, – escribiré una carta aquí en la mesa de usted.

      – Gran honor es para mí… Aquí tiene usted la pluma que he cortado hace poco; aquí, la tinta; aquí, el papel. Me callaré para que usted pueda escribir tranquilo… Pues, como iba diciendo, yo me alegro de que a Su Majestad, de quien siempre hablaré con mucho respeto, le den estas lecciones de constitucionalismo. Los reyes, amigo mío, no aprenden de otra manera. Les dice uno las cosas, y nada; se las repite, se las vuelve a repetir, y ni por ésas; es preciso gritar y manotear para que fijen la atención… ¡Ah!… Perdone usted. Estoy levantando mucho polvo. Regaré un poquito.

      Salvador Monsalud escribió lo siguiente:

      «A L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·.

      Pod.·. Sob.·. Gr.·. Com.·. y Secr.·. Gran Maest.·. del Gran Oriente de España.

      S.·. F.·. U.·.

      Aristogitón.·. gr.·. 18.

      (SALVADOR MONSALUD.)»

      Después se quedó un rato pensativo mordiendo las barbas de la pluma.

      – Cuidadito; retire usted un poco los pies, que mojo – dijo Don Patricio, agitando la regadera junto a la mesa. – Ahora se puede barrer sin cuidado… No de otra manera la benéfica lluvia de la libertad impide que se levante el sucio polvo de la tiranía… Vea usted, Sr. D. Salvador, qué poco aprenden los reyes. Como los chicos, no entienden sino a palos. Yo digo que la Constitución con sangre entra. En Octubre del año pasado, cuando Su Majestad no quería sancionar la reforma de monacales, por instigación de D. Víctor Sáez y del embajadorcillo de Su Santidad, el pueblo amenazó con una revolución y Fernando no] tuvo otro remedio que sancionar. ¿Pero sirviole de enseñanza este suceso? No, señor, porque en El Escorial conspiraba contra el Gobierno, y el nombramiento de Carvajal en decreto autógrafo era un proyecto de golpe de Estado. ¡Iniquidad funesta! Pero el pueblo no se duerme. Cuando Fernando entró en Madrid… ¡qué día, qué solemne día! ¡qué 21 de Noviembre! En vez de vítores y palmadas, galardón propio


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