Episodios Nacionales: El Grande Oriente. Benito Pérez Galdós
nada, y al entrar en su casa, dijo a Lucas:
– Insisto en que es absolutista, hijo; un infame persa que nos ahorcaría a todos si le dejáramos.
IV
Halló Monsalud al Sr. Gil de la Cuadra en un gabinete estrecho, donde tenía cama y mesa de escribir. Estaba el taciturno sentado en un viejo sillón, donde se hundía su flaco y miserable cuerpo, y todo en él revelaba perniciosa mezcla de abatimiento y exaltación, cual si su espíritu aumentase en actividad y la perdiera a toda prisa el cuerpo, reclamando el final descanso de la sepultura. Sus ojos brillaban, moviéndose en los irritados huecos, y con vaguedad calenturienta y voluble fijábanse en todos los objetos. Movía la cabeza y los brazos sin descanso, asemejándose su inquietud a tentativas de acciones concebidas rápidamente y desechadas antes de la realización. Cada segundo determinaba en aquella alma llena de zozobra un nuevo proyecto, un nuevo plan, un nuevo deseo. Las luchas de insomnio le conmovían, pugilato horrendo que el alma sostiene consigo misma creyéndose otra, y en el cual hay formidables encuentros, caídas y elevaciones, un espantoso temblor de congojas, contra las cuales no hay voluntad ni razón que prevalezcan.
El personaje que ahora nos ocupa no es desconocido para los lectores de estos libros. Apareció brevemente cuando describimos la retirada de los franceses en 1813. Entonces abandonaba el suelo patrio como adicto al Intruso, a quien había servido, desempeñando una plaza de oidor en la Chancillería de Valladolid. Estableciose con su esposa, doña Pepita Sanahúja, en un pueblecillo del Poitou, y poco después de estar allí hizo que le llevaran su única hija, Soledad, a quien, por no exponerla a los peligros de la retirada, dejó en el pueblo natal confiada a los parientes de su primera esposa. Gil de la Cuadra había sido casado dos veces, y Solita era hija del primer matrimonio, pues la señora que el lector conoció en los campos de Álava no tuvo prole. La emigración fue tristísima para el oidor de la Chancillería de Valladolid, a pesar de la dulce compañía de su adorada hija, porque después de haber perdido casi toda su fortuna en el gran conflicto de la monarquía extranjera, tuvo el dolor de ver expirar a su segunda mujer en el invierno del año 18.
De regreso a España, cuyas puertas abrió para los infelices renegados la revolución de 1820, se estableció con su hija en La Bañeza; pero circunstancias funestas que él mismo nos dará a conocer le obligaron a trasladarse a Madrid, donde la casualidad le llevó a la misma casa que habitaba Salvador Monsalud, cuya suerte tan unida estuvo después de la batalla de Vitoria a la del fugitivo matrimonio. A pesar de la amistad contraída en la fatal jornada del 21 de Junio y de las buenas relaciones que sostuvieron en la emigración, pues Salvador vivió también algunos meses en Poitiers, Gil de la Cuadra se mostraba en Madrid muy poco comunicativo y afectuoso con su vecino. Era su carácter en verdad inclinado a la reserva, a cierta aspereza misantrópica que entibiaba las amistades. Visitábanse, sí, con frecuencia, y Soledad pasaba algunos ratos acompañando a Doña Fermina; pero Gil de la Cuadra, en sus entrevistas con el antiguo jurado, mostraba el singular recato y la estudiada sobriedad de palabras que indican empeño de ocultar ocupaciones o designios. Por esta misma razón causó sorpresa al joven verse llamado tan a deshora y con tanto anhelo.
Indicándole con una seña que se sentara a su lado, Gil de la Cuadra le habló de este modo:
– Dispénseme usted si me he tomado la libertad de hacerle subir para confiarle un asunto grave. Sepa usted que yo soy muy desgraciado, el más desgraciado de los hombres… Necesito el amparo de un ser generoso, de un buen amigo, de una persona discreta y al mismo tiempo poderosa.
– Yo no puedo ni valgo nada – replicó Salvador, – pero lo que de mis escasas facultades dependa, está a disposición de usted.
– Revelaré todo y decidiremos – dijo Gil de la Cuadra con esforzada voz. – Mi estado nervioso, la furia y exaltación de mi cerebro son tales esta noche que creo moriré si no tomo una determinación salvadora… ¿Quiere usted que le hable con toda franqueza? Pues, amigo mío, yo soy muy cobarde.
Después de esta declaración, Monsalud creyó que el Sr. Gil iba a poner en su conocimiento cualquier contrariedad insignificante.
– Muy cobarde – añadió el extraño enfermo. – Verdad es que lo que me pasa es gravísimo. Si no tuviera una hija a quien adoro, a estas horas, Sr. Monsalud, ya me habría dado muerte. En un momento de exaltación, casi llegué a olvidarme de mi pobre Solita, y abrí esa ventana para arrojarme a la calle. Vivir así, no es vivir.
– Dígame usted con calma lo que tanto le mortifica, y resolveremos.
– Ante todo debo recordarle a usted una deuda que conmigo tiene – indicó el taciturno, fijando en su amigo los ojos con expresión patética. – Mi esposa, que en gloria esté, y yo le salvamos a usted la vida en aquellos aciagos días de Junio de 1813, que no puedo recordar sin espanto.
– Tampoco yo – dijo Monsalud palideciendo.
– Le salvamos a usted la vida – añadió Gil de la Cuadra complaciéndose en esta idea fundamental de su argumentación. – Después de ocultar a usted diferentes veces, yo autoricé a mi esposa para que, cediendo todas sus alhajas, que eran gran parte de nuestra fortuna, le rescatara a usted del poder de aquellos malvados guerrilleros que querían sacrificarle.
– ¡Es cierto! – murmuró Salvador con voz grave.
– ¿Cabe mayor abnegación tratándose de un desconocido?
– No, no cabe más. Cien vidas de agradecimiento no bastarían para pagar eso que usted llama deuda, y como tal, con todo mi corazón la reconozco.
– ¿De modo que usted, amigo mío, se halla dispuesto a hacer por mí, si me veo en un conflicto supremo, lo que mi esposa y yo hicimos por usted cuando peligraba su vida?
– Dispuesto con toda mi alma – afirmó el joven lleno de piedad y efusión. – Ordene usted lo que debo hacer. Cuanto tengo, cuanto valgo, mi vida y mi nombre están a disposición de usted. No es un sacrificio, es un deber; y si no recuerdo mal, no ha sido preciso que llegaran ocasiones supremas para hacer este ofrecimiento, porque desde nuestra primera entrevista en Madrid me declaré deudor eterno de usted.
– Es verdad; gracias, gracias – dijo el enfermo, estrechando con sus flacas y amarillas manos las de Monsalud. – Mucha atención a lo que voy a referir. Creo haber indicado a usted cuando estábamos en Francia que mis ideas han sido siempre favorables a los derechos absolutos de la Corona y a la monarquía pura tal como durante siglos la disfrutaron las más gloriosas naciones de la tierra. La ambición de mi segunda esposa y debilidades mías, que deploro amargamente, me indujeron a reconocer y servir al intruso Bonaparte. No necesito recordar la ignominiosa caída del partido afrancesado. Yo, que no pertenecí a él de corazón, sino por las sugestiones de mi mujer, tengo más derecho que los demás a quejarme de mi detestable suerte. Volví del destierro sin que mis ideas sufriesen mudanza alguna, y es singularísimo, y a la par muy triste, que los absolutistas del 14, con quienes mi corazón simpatizaba, me cerraran las puertas de la patria, y me las abriesen los liberales, a quienes tengo la desgracia de aborrecer. Esta contradicción real y molesta entre mi modo de pensar y mi gratitud, obligome el año pasado a huir prudentemente de las cosas políticas.
Retireme a mi pueblo natal, La Bañeza. Como allí conocían todos mis ideas, un día los liberales me acometieron con palos, ordenándome que diese vivas a la Constitución; negueme a tal vilipendio, y aquella deuda que para con ellos contrajeron mis honrados labios, pagáronla mis costillas con buenos cardenales. No obstante, tuve paciencia, señor y amigo mío, y seguí pacíficamente en mi casa, pidiéndole a Dios que ponga fin a esta insoportable tiranía del populacho, mas sin buscar venganza, resistiéndome a tomar parte en los trabajos que algunos realistas traían entre manos para levantar partidas. En estas andadas, organizose en La Bañeza la llamada Milicia Nacional, que yo llamaría Infernal hablando propiamente, y para dar pruebas de su existencia y hacer el estreno de su bárbaro poder, emprendiendo con brillo el camino de la gloria, creyó que lo mejor era adjudicarme una nueva paliza, como lo hizo el 3 de Septiembre del año pasado, pretextando que yo conspiraba.
– Ya van dos, Sr. Gil. En verdad que admiro la resignación y sufrimiento de usted.
– Mes y