Episodios Nacionales: El Grande Oriente. Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós


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no fue así. Precisamente por la razón de que yo sufría y callaba, debieron aplacarse en ellos la feroz intolerancia y salvajismo; pero no fue así, sino que mi humildad les hacía más bravos cada vez; y alegando conspiraciones que sólo en su obtusa mente existían, me atacaron de nuevo…

      – ¿Otra vez?

      – Sí, señor, y se lo digo a usted francamente. A la tercera paliza ya no pude aguantar más, y lo que no había hecho hasta entonces, lo hice desde aquel día.

      – ¿Conspirar?

      – Justamente. Ellos se empeñaron en que conspirara, y conspiré. Aquí tiene usted la sabiduría de los liberales. Con su imbécil sistema de apalear a los que no piensan como ellos, van poco a poco convirtiendo en enemigos a todos los españoles. Yo, que había hecho propósito firme de no mezclarme en la política activa, ni contribuir al levantamiento de partidas, ni conspirar, salí de mi casa decidido a todo, a todo absolutamente; vine a Madrid, y mi mala suerte deparome aquí el encuentro con un amigo de mi juventud, D. Matías Vinuesa, cura que fue de Tamajón, y a quien Su Majestad, en premio de los méritos que contrajo durante la guerra, hizo capellán de honor y arcediano de Tarazona.

      – Ya sé a dónde va usted a parar – dijo Monsalud con benevolencia. – Vinuesa le indujo a usted a intervenir en esa descabellada conspiración que le ha llevado a la cárcel y que probablemente le llevará también al patíbulo.

      Al oír esto, el enfermo palideció y sus labios pronunciaron algunas palabras a guisa de oración.

      – Puesto que todo se lo he de confesar a usted – añadió, exhalando un suspiro, – diré que, en efecto, he sido confidente y amigo de D. Matías Vinuesa. Obra de muchos es el célebre plan, cuyo descubrimiento ha ocasionado la prisión de ese bendito, y que, con perdón de usted, no es descabellado ni mucho menos, y nos habría conducido al glorioso objeto que anhelamos los buenos españoles, si la imprudencia, el soborno o la traición no lo hubieran descubierto. Presumo yo que alrededor del Trono, donde tanto se trabaja por derrotar al Gobierno y a los liberales, existen la venalidad y la corrupción más que en parte alguna, y que de los mismos que nos han incitado a conspirar partió la infame denuncia, fundada en móviles que no comprendo. Ya estoy aburrido, desengañado de la mala fe de todos, convencido de que tan pícaro es Juan como Pedro, y de que no es posible tomar parte activa en la cosa pública sin meterse en el fango hasta el cuello.

      – Es lamentable que no lo conociera usted antes de pringarse en la desdichada conjuración palaciega de Vinuesa, que es, según he oído, una de las mayores aberraciones que puede concebir la imaginación.

      – Siento que usted califique tan duramente un plan que no conoce – repuso Gil de la Cuadra en el tono del amor propio herido. – Y como no puede conocerlo si yo no se lo revelo, lo haré, porque después de la prisión de mi amigo, no hay en ello inconveniente. La primera condición de nuestro plan era el secreto. Sólo debían tener noticia de él Su Majestad, el infante D. Carlos, el duque del Infantado y el marqués de Castelar, como los únicos encargados de ponerlo en ejecución. Llegado el momento del golpe, Su Majestad debía llamar a los ministros, al Capitán general y al Consejo de Estado, y una vez que los tuviera a todos bien agazapados en la real cámara, debía entrar una partida de guardias de Corps, mandada por el serenísimo señor Infante, y prenderlos a todos, luego que el Rey saliese de la estancia. Vea usted qué ardid tan sencillo y al mismo tiempo tan fácil.

      – Sí; todo es fácil y sencillo en las cabezas de los conspiradores. Prosiga usted.

      – Inmediatamente después el mismo señor infante D. Carlos debía pasar al cuartel de guardias y mandar arrestar a todos los individuos poco afectos a Su Majestad y a nuestras ideas.

      – ¿También es eso fácil y sencillo?

      – Déjeme usted seguir. Al mismo tiempo el señor duque del Infantado… bien le conoce usted ¡qué imponente figura, qué aire marcial! Sólo con presentarse inclina los ánimos a la obediencia… Pues digo que el señor Duque debía marchar en el mismo momento a Leganés a ponerse al frente del batallón de guardias que hay allí.

      – Suponga usted que los guardias de Leganés le recibieran a tiros, que también puede ser…

      – No es probable que a tan grande prócer y cumplido caballero le faltaran de ese modo… Pero aún resta algo… Excuso decirle a usted que todo debía hacerse en el mismo momento.

      – Es natural, y en un mismo momento dado también debía hundirse todo. Adelante.

      – Se sobrentiende que lo referido había de acontecer por la noche – continuó el anciano. – Dado el primer golpe, veamos ahora su desarrollo. A las doce en punto, ni minuto más ni minuto menos, debía ponerse en camino para Madrid el batallón de Leganés, entrando en esta Corte a las dos. A las tres en punto, el regimiento del Príncipe, con cuyo coronel se contaba, debía ocupar todas las puertas de la villa, y a las cinco y media, ni minuto más ni minuto menos, debían las tropas y el pueblo empezar a dar vivas a la Religión, al Rey, a la patria, y mueras a la Constitución y a los ministros… Luego, el plan contenía una multitud de determinaciones, consecuencia natural del triunfo. Debían ordenarse varias cosas, verbigracia: que se celebrase un Concilio nacional… que los cabildos se encargaran otra vez de la administración del Noveno… que hubiese tres días de rogativas… que se rebajase la tercera parte de la contribución… que los gastos de iluminaciones y festejos fueran muy moderados… que los milicianos sirvieran en el ejército ocho años o pagaran veinte mil reales de redención… que se trasladara al obispo de Mallorca… que se imprimieran por cuenta del Estado las cartas del padre Rancio… que el obispo auxiliar, portador del libro de la Constitución el año 20, lo llevase también ahora, y con su propia mano se lo diese al verdugo para quemarlo… en fin, ya ve usted que nada faltaba.

      – Nada faltaba, a no ser sentido común. ¿Son también obra de usted los papeles El Grito de un Español y La Papeleta de León?

      – En esta misma mesa he escrito parte de ellos – repuso el enfermo con disgusto. – Pero no disputemos ahora sobre la ruindad o excelencia del plan. Yo sigo creyendo que sin los infames sobornos y traiciones que han mediado, nuestra obra nos habría proporcionado un verdadero triunfo. No es posible formar juicio de lo que no ha podido pasar del pensamiento a la irrecusable prueba de los hechos. Lo real, lo positivo, lo que vemos y tocamos, amigo mío, es que yo me encuentro comprometido, expuesto a perder la libertad y quizás la vida, si no hallo un hombre discreto, astuto, hábil y poderoso que me ampare en trance tan aflictivo.

      – Pero la Corte, esa Corte que es la que alienta, paga y sostiene las conspiraciones realistas, no le abandonará a usted…

      – ¡Ah! Sr. Monsalud de mis pecados – exclamó Gil de la Cuadra con amarga tristeza, – la Corte, o no puede nada, o teme comprometerse dándome el amparo que de ella he solicitado. Preso D. Matías, sin que ni Rey ni Roque lo hayan podido evitar, hecha pública la conjuración, no hay ningún prócer ni potentado de Palacio que no proteste de su adhesión al liberalismo. ¡Pecador de mí! ¡Mil veces pecador! La circunstancia de haber sido afrancesado me hace sospechoso a los absolutistas. Ésa es mi fatalidad; ésa es mi estrella negra; ésa es la funesta herencia que me dejó mi esposa. ¡Si viera usted cuántas puertas se han cerrado hoy ante mí! Es particular: de la noche a la mañana ya nadie me conoce. Soy un extraño, un importuno; creen, sin duda, que les voy a pedir un socorro pecuniario, y me reciben de malísimo talante. La única muestra de benevolencia que he recibido es muy triste, señor Monsalud. Diomela un caballero de Palacio, avisándome hoy el peligro que corro, porque halladas varias cartas y notas mías entre los papeles de Vinuesa, no han de tardar en venir por mí para embaularme en la cárcel, donde, si Dios no lo remedia, nos pudriremos el cura y yo, a no ser que nos cuelguen en la plazuela de la Cebada. ¿No es verdad, Sr. Monsalud, que debí preferir el tratamiento de los milicianos de La Bañeza?

      – ¿Usted espera que le prendan? ¿Lo sabe usted?

      – Lo sé.

      – Pues en tal caso – dijo Salvador con asombro, – ¿por qué no huye usted? ¿Por qué no se oculta al menos?

      – Precisamente


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