Canas y barro. Vicente Blasco Ibanez
la suerte de aquellos a quienes había entrado el salitre en las tierras, matándoles el arroz.
Deslizábase la barca por canales tranquilos, de un agua amarillenta, con los dorados reflejos del té. En el fondo, las hierbas acuáticas inclinaban sus cabelleras con el roce de la quilla. El silencio y la tersura del agua aumentaban los sonidos. En los momentos en que cesaban las conversaciones, se oía claramente la quejumbrosa respiracíón del enfermo tendido bajo un banco y el gruñido tenaz de Cañamél al respirar, con la barba hundida en el pecho. De las barcas lejanas y casi invisibles llegaban, agrandados por la calma, el choque de una percha al caer sobre la cubierta, el chirrido de un mástil, las voces de los barqueros avisándose para no tropezar en las revueltas de los canales.
El conductor desorejado abandonó la percha, y saltando sobre las rodillas de los pasajeros fue de un extremo a otro de la embarcación arreglando la vela para aprovechar la débil brisa de la tarde.
Habían entrado en el lago, en la parte de la Albufera obstruida de carrizales e islas, donde había que navegar con cierto cuidado. El horizonte se ensanchaba. A un lado, la línea obscura y ondulada de los pinos de la Dehesa, que separa la Albufera del mar; la selva casi virgen, que se extiende leguas y leguas, donde pastan los toros feroces y viven en la sombra los grandes reptiles, que muy pocos ven, pero de los que se habla con terror durante las veladas. Al lado opuesto, la inmensa llanura de los arrozales perdiéndose en el horizonte por la parte de Sollana y Sueca, confundiéndose con las lejanas montañas. Al frente, los carrizales e isletas que ocultaban el lago libre, y por entre los cuales deslizábase la barca, hundiendo con la proa las plantas acuáticas, rozando su vela con las cañas que avanzaban de las orillas. Marañas de hierbas obscuras y gelatinosas como viscosos tentáculos subían hasta la superficie, enredándose en la percha del barquero, y la vista sondeaba inútilmente la vegetación sombría e infecta, en cuyo seno pululaban las bestias del barro. Todos los ojos expresaban el mismo pensamiento: el que cayera allí, difícilmente saldría.
Un rebaño de toros pastaba en la playa de juncos y charcas lindante con la Dehesa. Algunos de ellos habían pasado a nado a las islas inmediatas, y hundidos en el fango hasta el vientre rumiaban entre los carrizales, moviendo con fuerte chapoteo sus pesadas patas. Eran unos animales grandes, sucios, con el lomo cubierto de costras, los cuernos enormes y el hocico siempre babeante. Miraban fieramente la cargada barca que se deslizaba entre ellos, y al mover su cabeza esparcían en torno una nube de gruesos mosquitos que volvía a caer sobre el rizado testuz.
A poca distancia, en un ribazo que no era más que una estrecha lengua de barro entre dos aguas, vieron los de la barca un hombre en cuclillas. Los del Palmar le conocieron.
– ¡Es Sangonera! – gritaron. – ¡El borracho Sangonera!
Y agitando sus sombreros, le preguntaban a gritos dónde la había «pillado» por la mañana y si pensaba dormirla allí. Sangonera seguía inmóvil; pero cansado de las risas y gritos de los de la barca, púsose en pie, y girando en una ligera pirueta, se dio unas cuantas palmadas en el dorso de su cuerpo con expresión de desprecio, volviendo a agacharse gravemente.
Al verle de pie redoblaron las risas, excitadas por su bizarro aspecto. Llevaba el sombrero adornado con un alto penacho de flores de la Dehesa y sobre él pecho y en torno de su faja se enroscaban algunas bandas de campanillas silvestres de las que crecían entre las cañas de los ribazos.
Todos hablaban de él. ¡Famoso Sangonera! No había otro igual en los pueblos del lago. Tenía el firme propósito de no trabajar como los demás hombres, diciendo que el trabajo era un insulto a Dios, y se pasaba el día buscando quien le convidase a beber. Se emborrachaba en el Perelló para dormir en el Palmar; bebía en el Palmar para despertar al día siguiente en el Saler; y si había fiesta en los pueblos de tierra firme, se le veía en Silla o en Catarroja buscando entre la gente que cultivaba campos en la Albufera una buena alma que le invitase. Era milagroso que no apareciera su cadáver en el fondo de un canal después de tantos viajes a pie por el lago, en plena embriaguez, siguiendo las lindes de los arrozales, estrechas como un filo de hacha, atravesando los portillos de las acequias con agua al pecho y pasando por lugares de barro movedizo donde nadie osaba aventurarse como no fuese en barca. La Albufera era su casa. Su instinto de hijo del lago le sacaba del peligro, y muchas noches, al presentarse en la taberna de Cañamél para mendigar un vaso, tenía el contacto viscoso y el hedor de fango de una verdadera anguila.
El tabernero murmuraba entre gruñidos al oír la conversación. ¡Sangonera! ¡Valiente sinvergüenza! ¡Mil veces le había prohibido la entrada en su casa…! Y la gente reía recordando los extraños adornos del vagabundo, su manía de cubrirse de flores y ceñirse coronas como un salvaje apenas comenzaba en su hambriento estómago la fermentación del vino.
La barca penetraba en el lago. Por entre dos masas de carrizales, semejantes a las escolleras de un puerto, se veía una gran extensión de agua tersa, reluciente, de un azul blanquecino. Era el Iluent, la verdadera Albufera, el lago libre, con sus bosquecillos de cañas esparcidos a grandes distancias, donde se refugiaban las aves del lago, tan perseguidas por los cazadores de la ciudad. La barca costeaba el lado de la Dehesa, donde ciertos barrizales cubiertos de agua se iban convirtiendo lentamente en campos de arroz.
En una pequeña laguna cerrada por ribazos de fango, un hombre de musculatura recia arrojaba capazos de tierra desde su barca. Los pasajeros le admiraban. Era el tío Toni, hijo del tío Paloma, y padre a su vez de Tonet el Cubano. Y al nombrar a este último, muchos miraron maliciosamente a Cañamél, que seguía gruñendo como si no oyese nada.
No había en toda la Albufera hombre más trabajador que el tío Toni. Se había metido entre ceja y ceja ser propietario, tener sus campos de arroz, no vivir de la pesca como el tío Paloma, que era el barquero más viejo de la Albufera; y solo – pues su familia únicamente le ayudaba a temporadas, cansándose ante la grandeza del trabajo-, iba rellenando de tierra, traída de muy lejos, la charca profunda cedida por una señora rica que no sabía qué hacer de ella.
Era empresa de años, tal vez de toda la vida, para un hombre solo. El tío Paloma se burlaba de él; su hijo le ayudaba de vez en cuando, para declararse cansado a los pocos días; y el tío Toni, con una fe inquebrantable, seguía adelante, auxiliado únicamente por la Borda, una pobrecilla que su difunta mujer sacó de los expósitos, tímida con todos y tenaz para el trabajo lo mismo que él.
¡Salud, tío Toni, y no cansarse! ¡Que cogiera pronto arroz de su campo! Y la barca se alejó, sin que el testarudo trabajador levantase la cabeza más que un momento para contestar a los irónicos saludos.
Un poco más allá, en una barquichuela pequeña como un ataúd, vieron al tío Paloma junto a una fila de estacas, calando sus redes para recogerlas al día siguiente.
En la barca discutían si el viejo tenía noventa años o estaba próximo a los cien. ¡Lo que aquel hombre había visto sin salir de la Albufera! ¡Los personajes que tenía tratados…! Y agrandadas por la credulidad popular, repetían sus insolencias familiares con el general Prim, al que servía de barquero en sus cacerías por el lago; su rudeza con grandes señoras y hasta con reinas. El viejo, como si adivinase estos comentarios y se sintiera ahíto de gloria, permanecía encorvado, examinando las redes, mostrando su espalda cubierta por una blusa de anchos cuadros y el gorro negro calado hasta las acartonadas orejas, que parecían despegársele del cráneo. Cuando el correo pasó junto a él, levantó la cabeza, mostrando el abismo negro de su boca desdentada y los círculos de arrugas rojizas que convergían en torno de los ojos profundos, animados por una punta de irónico resplandor.
El viento comenzaba a refrescar. La vela se hinchó con nuevas sacudidas y la cargada barca inclinóse hasta mojar las espaldas de los que se sentaban en la borda. En torno de la proa, las aguas, partidas con violencia, cantaban un gluglú cada vez más fuerte. Ya estaban en la verdadera Albufera, en el inmenso Iluent, azul y terso como un espejo veneciano, que retrataba invertidos los barcos y las lejanas orillas con el contorno ligeramente serpenteado. Las nubes parecían rodar por el fondo del lago como vedijas de blanca lana: en la playa de la Dehesa, unos cazadores seguidos de perros duplicaban su imagen en el agua, andando cabeza abajo. En la parte de tierra firme, los grandes pueblos de la Ribera, con sus tierras ocultas por la distancia, parecían flotar sobre el lago.
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