Canas y barro. Vicente Blasco Ibanez
se habían ahorcado de la techumbre.
El tío Paloma se aburría. Gustábale hablar; en la taberna juraba a su gusto, maltrataba a los otros pescadores, los deslumbraba con el recuerdo de los grandes personajes que había conocido; pero en su casa no sabía qué decir, su conversación no merecía la menor réplica del hijo obediente y callado, perdiéndose sus palabras en un silencio respetuoso y abrumador. El barquero lo declaraba a gritos en la taberna con su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy bueno, pero no se le parecía; siempre silencioso y sumiso. La difunta debía haberle hecho alguna trampa.
Un día abordó a Toni con su expresión imperiosa de padre al uso latino, que considera a los hijos faltos de voluntad y dispone sin consulta de su porvenir y su vida.
Debía casarse; así no estaban bien: en la casa faltaba una mujer. Y Toni acogió esta orden como si le hubiera dicho que al día siguiente había de aparejar la barca grande para esperar en el Saler a un cazador de Valencia. Estaba bien. Procuraría cumplir cuanto antes la orden de su padre.
Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero comunicaba sus propósitos a todas las comadres del Palmar. Su Toni quería casarse. Todo lo suyo era del muchacho: la barraca, la barca grande con su vela nueva y otra vieja que aún era mejor; dos barquitos, no recordaba cuántas redes, y encima de esto, las condiciones del chico: trabajador serio, sin vicios y libre del servicio militar por un buen número en el sorteo. En fin, no era un gran partido, pero desnudo como un sapo de las acequias no estaba su Toni; ¡y para las muchachas que había en el Palmar…!
El viejo, con su desprecio a la mujer, escupía viendo las jóvenes, entre las cuales se ocultaba su futura nuera.
No; no eran gran cosa aquellas vírgenes del lago, con sus ropas lavadas en el agua pútrida de los canales, oliendo a barro y las manos impregnadas de una viscosidad que parecía penetrar hasta los huesos. El pelo, descolorido por el sol, blanquecino y pobre, apenas si sombreaba sus caras enjutas y rojizas, en las que los ojos brillaban con el fuego de una fiebre siempre renovada al beber las aguas del lago.
Su perfil anguloso, la sutilidad escurridiza de su cuerpo y el hedor de los zagalejos las daba cierta semejanza con las anguilas, como si una nutrición monótona e igual de muchas generaciones hubiera acabado por fijar en aquella gente los rasgos del animal que les servía de sustento.
Toni escogió una: cualquiera, la que menos obstáculos opuso a su timidez. Se verificó la boda, y el viejo tuvo en la barraca un ser más con quien hablar y a quien reñir.
Sentía cierta voluptuosidad al ver que sus palabras no quedaban en el vacío y que la nuera oponía protestas a sus exigencias de malhumorado.
Con esta satisfacción coincidió un disgusto. Su hijo parecía olvidar las tradiciones de la familia. Despreciaba el lago para buscar la vida en los campos, y en septiembre cuando recogían el arroz y los jornales se pagaban caros, abandonaba la barca, haciéndose segador, como muchos otros que excitaban la indignación del tío Paloma. Esta tarea de trabajar en el barro, de martirizar los campos, correspondía a los forasteros, a los que vivían lejos de la Albufera. Los hijos del lago estaban libres de tal esclavitud. Por algo les había puesto Dios junto a aquella agua que era una bendición. En su fondo estaba la comida, y era un disparate, una vergüenza, trabajar todo el día con barro a la cintura, las piernas comidas de sanguijuelas y la espalda tostada por el sol, para coger unas espigas que, finalmente, no eran para ellos. ¿Iba su hijo a hacerse «labrador»…? Y al formular esta pregunta, el viejo metía en sus palabras todo el asombro, la inmensa extrañeza de un eco inaudito, como si hablase de que algún día la Albufera podía quedarse en seco.
Toni, por primera vez en la vida, osaba oponerse a las palabras de su padre. Pescaría, como siempre, el resto del año. Pero ahora era casado, las atenciones de la casa resultaban mayores, y sería una imprudencia despreciar los magníficos jornales de la siega. A él le pagaban mejor que a los otros, por su fuerza y su asiduidad en el trabajo.
Los tiempos había que tomarlos como venían; cada vez se cultivaba más arroz en las orillas del lago, las antiguas charcas se cubrían de tierra, los pobres se hacían ricos, y él no era tan tonto que perdiese su parte en la nueva vida.
El barquero aceptaba refunfuñando esta transformación en las costumbres de la casa. La sensatez y la gravedad de su hijo le imponían cierto respeto, pero protestaba, apoyado en la percha, a orillas del canal, conversando con otros barqueros de su buena época. ¡Iban a transformar la Albufera! Dentro de pocos años nadie la conocería.
Por la parte de Sueca colocaban ciertos armatostes de hierro dentro de unas casitas con grandes chimeneas, y… ¡eche usted humo! Las antiguas norias,tranquilas y simpáticas, con su rueda de madera carcomida y sus arcaduces negros, iban a ser sustituidas por maquinarias infernales que moverían las aguas con un estrépito de mil demonios. ¡Milagro sería que toda la pesca no tomase el camino del mar, fastidiada por tales innovaciones! Iban a cultivarlo todo; echaban tierra y más tierra sobre el lago.
por poco que él viviese, aún había de ver cómo la última anguila, falta de espacio, se marchaba moviendo el rabo por la boca del Perelló, desapareciendo en el mar. ¡Y Toni metido en esta obra de piratas! ¡Habría que ver a un hijo suyo, a un Paloma, convertido en «labrador»…! Y el viejo reía, como si imaginase un suceso irrealizable.
Pasó el tiempo, y su nuera le dio un nieto, un Tonet, que el abuelo llevaba muchas tardes en brazos hasta la orilla del canal, ladeando la pipa en su boca desdentada para que el humo no molestase al pequeño. ¡Demonio de muchacho, y qué guapo era! La larguirucha y fea de su nuera era como todas las hembras de la familia; lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se parecían a sus progenitores. El abuelo, acariciando al pequeño, pensaba en el porvenir. Lo enseñaba a los camaradas de su juventud, cada vez más escasos, y vaticinaba el porvenir.
«Éste será de los nuestros: no tendrá más casa que la barca. Antes de que le salgan todos los dientes ya sabrá mover la percha…»
Pero antes de que le salieran los dientes, lo que ocurrió para el tío Paloma fue el hecho más inesperado de su vida. Le dijeron en la taberna que Toni había tomado en arriendo, cerca del Saler, ciertas tierras de arroz propiedad de una señora de Valencia; y cuando por la noche abordó a su hijo, quedó estupefacto viendo que no negaba el crimen.
¿Cuándo se había visto un Paloma con amo? La familia había vivido siempre libre, como deben vivir los hijos de Dios que en algo se estiman, buscándose el sustento en el aire o en el agua, cazando y pescando. Sus señores habían sido el rey o aquel guerrero franchute que era capitán general en Valencia, amos que vivían muy lejos, que no pesaban y podían tolerarse por su grandeza. ¿Pero un hijo suyo arrendatario de una lechuguina de la ciudad y llevándola todos los años en metal sonante una parte de su trabajo…? ¡Vamos, hombre! ¡Ya estaba tomando el camino para hablar con aquella señora y deshacer el compromiso! Los Palomas no servían a nadie mientras en el lago quedara algo que llevarse a la boca: aunque fuesen ranas.
Pero la sorpresa del viejo fue en aumento ante la inesperada resistencia de Toni. Había reflexionado bien sobre el asunto y estaba dispuesto a no arrepentirse. Pensaba en su mujer, en aquel chiquitín que llevaba en brazos, y se sentía ambicioso. ¿Qué eran ellos? Unos mendigos del lago, viviendo como salvajes en la barraca, sin más alimento que los animales de las acequias y teniendo que huir como criminales ante los guardas cuando mataban algún pájaro para dar mayor substancia al caldero. Unos parásitos de los cazadores, que sólo comian carne cuando los forasteros les permitían meter mano en sus provisiones.
¡Y esta miseria prolongándose de padres a hijos, como si viviesen amarrados para siempre al barro de la Albufera, sin más vida ni aspiraciones que las del sapo, que se cree feliz en el cañar porque encuentra insectos a flor de agua!
No; él se rebelaba; quería sacar a la familia de su miserable postración; trabajar, no sólo para comer, sino para el ahorro. Había que fijarse en las ventajas del cultivo del arroz: poco trabajo y gran provecho. Era una verdadera bendición del cielo; nada en el mundo daba más. Se planta en junio y se recolecta en septiembre; un poco de abono y otro poco de trabajo; total, tres meses; se coge la cosecha, las aguas del lago, hinchadas por las lluvias del invierno, cubren los campos, y ¡hasta el año siguiente! La ganancia se guarda,