Canas y barro. Vicente Blasco Ibanez
que se abriesen las cataratas del cielo; que viniera de orilla a orilla aquel barranco de Torrente que desaguaba en la Albufera alimentándola; que se desbordase el lago sobre los campos, como ocurría algunas veces, quedando bajo el agua las espigas próximas a la siega.
Morirían de hambre los labradores; pero no por esto le faltaría a él la pesca en el lago, y tendría el gusto de ver a su hijo royéndose los codos e implorando su protección.
Por fortuna para Toni, no se cumplían los deseos del maligno viejo. Los años volvían a ser buenos; en la barraca reinaba cierto bienestar, se comía, y el animoso trabajador soñaba, como una dicha irrealizable, con la posibilidad de cultivar algún día tierras que fuesen suyas, que no impusieran la obligación de ir una vez por año a la ciudad para entregar el producto de casi toda la cosecha.
En la vida de la familia hubo un acontecimiento. Tonet crecía y su madre estaba triste. El muchacho iba al lago con su abuelo; después, cuando fuese mayor, acompañaría a su padre a los campos; y la pobre mujer pasaba el día sola en la barraca.
Pensaba en su porvenir, y el aislamiento futuro la daba miedo. ¡Ay, si tuviese otros hijos…! Una hija era lo que con más fervor pedía a Dios. Pero la hija no venía; no podía venir, según afirmaba el tío Paloma. Su nuera estaba descompuesta; cosas de mujeres. La habían asistido en su parto las vecinas del Palmar, dejándola de modo que, según el viejo, cada cosa andaba por su lado. Por esto parecía siempre enferma, con un color pálido, de papel mascado, no pudiendo permanecer mucho tiempo de pie sin quejarse, andando ciertos días como si se arrastrara, con quejidos que se sorbía entre lágrimas para no molestar a los hombres.
Toni ansiaba cumplir los deseos de su mujer. No le disgustaba una niña en la casa; servíría de ayuda a la enferma. Y los dos hicieron un viaje a la ciudad, trayendo de allá una niña de seis años, una bestezuela tímida, arisca y fea, que sacaron de la casa de expósitos. Se llamaba Visanteta, pero todos, para que no olvidase su origen, con esa crueldad inconsciente de la incultura popular, la llamaron la Borda.
El barquero refunfuñó indignado. ¡Una boca más…!
El pequeño Tonet, que tenía diez años, encontró muy de su gusto aquella chiquilla para hacerla sufrir sus caprichos y exigencias de hijo mimado y único.
La Borda no encontró en la barraca otro cariño que el de aquella mujer enferma, cada vez más débil y dolorida. La infeliz se forjaba la ilusión de que tenía una hija, y por las tardes, haciéndola sentar en la puerta de la barraca, cara al sol, peinaba los rabillos rojos de su cabeza, bien untados de aceite.
Era como un perrillo vivaracho y obediente que alegraba la barraca con sus trotecitos, resignada a las fatigas, sumisa a todas las maldades de Tonet. Con un supremo esfuerzo de sus bracitos arrastraba un cántaro tan grande como ella, lleno de agua de la Dehesa, desde el canal hasta la casa. Corría al pueblo a todas horas cumpliendo los encargos de su nueva madre, y en la mesa comía con los ojos bajos, no atreviéndose a meter la cuchara hasta que todos estaban a mitad de la comida. El tío Paloma, con su mutismo y sus feroces ojeadas, le inspiraba gran miedo.
Por la noche, como los dos cuartos estaban ocupados, uno por el matrimonio y el otro por Tonet y su abuelo, dormía junto al fogón, en medio de la barraca, sobre el barro que rezumaba a través de las lonas que le servían de lecho, tapándose con las redes de las corrientes de aire que entraban por la chimenea y por la puerta desvencijada, roída por las ratas.
Sus únicas horas de placer eran las de la tarde, cuando, en calma todo el pueblo y los hombres en la laguna o en los campos, se sentaba ella con su madre a coser velas o tejer redes a la puerta de la barraca. Las dos hablaban con las vecinas, en el gran silencio de la calle solitaria e irregular, cubierta de hierba, por entre la cual correteaban las gallinas y cloqueaban los ánades extendiendo al sol sus dos mangas de húmeda blancura.
Tonet ya no iba a la escuela del pueblo, casucha húmeda pagada por el Ayuntamiento de la ciudad, donde niños y niñas, en maloliente revoltijo, pasaban el día gangueando las tablas del abecedario o entonando oraciones.
Era todo un hombre, según decía su abuelo, que le tentaba los brazos para apreciar su dureza y le golpeaba con la mano el pecho. A su edad, el tío Paloma podía comer de lo que pescaba y había disparado sobre todas las clases de pájaros que existen en la Albufera.
El muchacho siguió con gusto al abuelo en sus expediciones por tierra y agua. Aprendió a manejar la percha, pasaba como una exhalación por los canales sobre uno de los barquitos pequeños del tío Paloma, y cuando llegaban cazadores de Valencia se agazapaba en la proa de la barca o ayudaba a su abuelo a manejar la vela, saltando al ribazo en los pasos difíciles para agarrar la cuerda, remolcando la embarcación.
Después vino el amaestrarse en la caza. La escopeta del abuelo, un verdadero arcabuz, que por su estampido se distinguía de todas las armas de la Albufera, llegó a manejarla él con relativa facilidad. El tío Paloma cargaba fuerte, y los primeros tiros hicieron tambalearse al muchacho, faltando poco para que cayese de espaldas en el fondo de la barca. Poco a poco fue dominando a la vieja bestia y lograba abatir las fúlícas, con gran contento del abuelo.
Así se debía educar a los muchachos. Por su gusto, Tonet no comería otra cosa que lo que matase con la escopeta o pescase con sus manos.
Pero al año de esta ruda educación, el tío Paloma notó una gran flojedad en su discípulo. Le gustaba disparar tiros y sentía placer por la pesca. Lo que no parecía complacerle tanto era levantarse antes del amanecer, pasar todo el día con los brazos estirados moviendo la percha y tirar de la cuerda del remolque como un caballo.
El barquero vio claro: lo que su nieto odiaba, con una repulsión instintiva que ponía de pie su voluntad, era el trabajo. En vano el tío Paloma le hablaba de la gran pesca que harían al día siguiente en el Recatí, el Rincón de la olla o cualquier otro punto de la Albufera. Apenas el barquero se descuidaba, su nieto había desaparecido. Prefería corretear por la Dehesa con los chicuelos de la vecindad, tenderse al pie de un pino y pasar las horas oyendo el canto de los gorriones en las redondas copas, o contemplando el aleteo de las mariposas blancas y los abejorros bronceados sobre las flores silvestres.
El abuelo le amenazaba sin resultado. Intentó pegarle y Tonet, como una bestiecilla feroz, se puso en salvo, buscando piedras en el suelo para defenderse. El viejo se resignó a seguir en el lago solo como antes.
Había pasado su vida trabajando; su¡ hijo Toni, aunque descarriado por las aficiones agrícolas, era más fuerte que él para la faena. ¿A quién se parecía, pues, aquel arrapíezo? ¡Señor! ¿De dónde había salido, con su resistencia invencible a toda fatiga, con su deseo de permanecer inmóvil, descansando horas enteras al sol como un sapo al borde de la acequia…?
Todo cambiaba en aquel mundo del que jamás había salido el viejo. La Albufera la transformaban los hombres con sus cultivos y desfigurábanse las familias, como si las tradiciones del lago se perdiesen para siempre. Los hijos de los barqueros se hacían siervos de la tierra; los nietos levantaban el brazo armado de piedras contra sus abuelos; en el lago se veían barcazas cargadas de carbón; los campos de arroz se extendían por todas partes, avanzaban en el lago, tragándose el agua, y roían la selva, trazando grandes claros en ella. ¡Ay, Señor! ¡Para ver todo aquello, para presenciar la destrucción de un mundo que él consideraba eterno, más valía morirse!
Aislado de los suyos, sin otro afecto que el amor profundo que sentía por su madre la Albufera, la inspeccionaba, la pasaba revista diariamente, como si en sus ojos vivos y astutos de viejo fuerte guardase toda el agua del lago y los innumerables árboles de la Dehesa. No derribaban un pino en la selva sin que inmediatamente lo notase a gran distancia, desde el centro de la laguna. ¡Uno más…! El claro que dejaba el caído entre la frondosidad de los árboles inmediatos le causaba un efecto doloroso, como si contemplase el vacío de una tumba.
Maldecía a los arrendatarios de la Albufera, ladrones insaciables. La gente del Palmar robaba leña en la selva; no ardían en sus hogares otras ramas que las de la Dehesa, pero se contentaba con los matorrales, con los troncos caídos y secos; y aquellos señores invisibles, que sólo se mostraban por medio de la carabina del guarda y los trampantojos de la ley, abatían con la mayor tranquilidad los abuelos del bosque, unos gigantes que le habían