Transfusion. Enrique de Vedia

Transfusion - Enrique de Vedia


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los he visto!… Yo suelo visitar a nuestras relaciones— y tú las conoces, Lorenzo,– sin encontrar jamás, así: ¡jamás! nada que no sea un «poker armado» o una acalorada discusión, entre damas y caballeros, sobre el costo del sombrero de fulanita; ¡pero, hombre! sin ir más lejos: la otra noche fui a lo de Méndez, ¿sabes? a lo de misia Edelmira, porque era día de recibir. Estaba Pereyra con su mujer, el doctor Gener con la suya, el diputado Targe, el senador Ramírez con la señora— y ¡qué linda estaba!…– Eguina… las dos muchachas de Gori— ¡dos bagres!…– y no me acuerdo quiénes más, ¡pues no se habló más que de sombreros y de yeguas!

      – ¿De yeguas?…

      – ¡De yeguas, ché! porque, según pude entender, la «Nona», que es la señora de «Pepito», había vendido a «Toto», que es el marido de la «Beba», una yegua del coche, en cuatrocientos pesos, que había invertido en comprar un «modelo».

      – ¿Qué es lo que dices?

      – ¡Lo que oyes, Lorenzo!, porque has de haber observado que hoy es moda en sociedad designar a las personas por el apodo o por el nombre, y no por el apellido, y menos por el título; y así es de mal gusto hablar del «doctor García» cuando se le puede designar por su nombre de pila: Claudio, o por el sobrenombre, lo que es más distinguido: el «Nene», por ejemplo.

      – ¡Qué ridiculez!

      – ¡Y cuando el «Nene» resulta un hombre del alto de esa puerta, y con varios nenes de verdad a la cola!

      – ¿Y lo del modelo?

      – ¿Pero cómo?… ¿Qué, no sabes, Lorenzo?… ¡Ah!… yo aquella noche aprendí eso y mucho más: un «modelo» es un sombrero de señora traído de París para hacer otros iguales; pero que jamás valen lo que aquél y según parece la «Nona» estaba loca por comprar uno que había visto; y como «Pepito» (¡Pepito es decano de la Facultad!) no le daba los cuatrocientos pesos que costaba, la «Nona» le vendió a «Toto», con permiso de la «Beba», una de las yeguas del coche.

      – ¡Cuánto disparate!…

      – Pues esos disparates fueron el tema de conversación durante toda la reunión, siendo de advertir que los más eruditos mantenedores fueron los caballeros… y esto es lo común… tratar temas de esa clase… o jugar un «pocarcito»…

      – Ese juego se ha divulgado mucho realmente— dijo Lorenzo.

      – ¡Y entre qué gente! Casi no hay casa donde no se jueguen partiditas familiares, ché… a cinco pesos la caja, no más; ¡pero… con cada «metejón»!…

      – ¿Qué ciudad es esta a que vamos llegando?

      – ¿Esto?… esto… es Mercedes— repuso Melchor,– aquí podremos bajar un momento para estirar las piernas.

* * *

      – Y en serio, Melchor, ¿habrías ido en la máquina?

      – ¡Ya lo creo!… No sólo porque en ella se goza de un espectáculo mil veces más hermoso que desde esta ventanilla, sino porque habría conversado con el maquinista, en grande.

      – ¡Yo no me explico, che, Lorenzo, estos gustos de Melchor!… ¡estas excentricidades!… ¡Conversar con el maquinista!…

      – Asómbrate cuanto quieras; pero confiesa que sin motivo fundado.

      – ¿Cómo sin motivo?… ¿De qué te puede servir semejante compañía?

      – Es claro que el maquinista no me informará sobre el estado de relaciones entre el Japón y los Estados Unidos, en las que, por otra parte, no me intereso, porque no me importa; pero a mí me complace mucho estar con los tipos que me son simpáticos y de todos los hombres de trabajo ninguno lo es tanto para mí como el maquinista de ferrocarril.

      – ¡Puede ser!…

      – Sí, Ricardo, lo es. Tú, como muchos, no concibes que haya interés más que en tus iguales: para ti los del Jockey o los del Círculo… fuera de eso… nadie vale nada.

      – Por lo pronto, hace más de un año que no voy al club.

      – No irás, Ricardo, por cualquier razón; pero no por frecuentar a gente de otra clase.

      – ¿Y qué? ¿Supones que deje de ir al Círculo por visitar a los señores maquinistas?…

      – No digo eso, pero aun asimismo… si fuéramos a compulsar enseñanzas acaso los maquinistas— ¡y como ellos tantos otros!– no sacaran la peor parte…

      – ¡No digas barbaridades!…

      – ¡Si no las digo!… Las mejores enseñanzas que yo he recogido no las recibí frecuentando a esas personas de que hablamos hace un momento y que sólo tramitan chismografía social, sino de buenas gentes que ignoran todo eso, pero que viven la vida intensamente. En la estancia van a conocer ustedes a Baldomero, el capataz, un tipo genuinamente criollo, que ha tenido sus contrastes y sus desgracias, pero que es amable y jovial en todos los casos y que al preguntarle una vez: «¿Cómo le va, Baldomero?…» me contestó así: «Aquí vamos, don Melchor, tragando amargo y escupiendo dulce.»

      – ¡Qué hermoso!– dijo Lorenzo.

      – ¡Admirable! ché: fíjate bien en toda la filosofía de esa fórmula tan sencilla puesta en boca de un hombre de campo que en medio de sus contrariedades comprende que debe ser amable con quienes no tienen la culpa de ellas y lo expresa así: «¡tragando amargo y escupiendo dulce!»

      – Es en bruto el concepto de Víctor Hugo… ¿te acuerdas?… en la «Oración por todos»…– dijo Lorenzo,– cuando al hablarle de la madre dice a su hija; más o menos, no me acuerdo bien: «que haciendo dos porciones de la vida, bebió el acíbar y te dio la miel».

      – ¡Eso es!… Con una diferencia para mí: que en un caso hay un verso de «Víctor Hugo»… y en el otro la expresión sincera de un hombre de corazón.

      – ¿Y qué tiene que ver todo eso con los señores maquinistas?– dijo Ricardo burlescamente.

      – ¡Que es frecuente encontrar en gente de baja condición social conceptos y formas que impresionan más que el mejor precepto editado por el más campanudo moralista!

      – También con una diferencia, Melchor.

      – ¿Cuál?

      – Que esos tipos dan, si acaso, un buen consejo cada cien años, mientras que en un buen texto de moral encuentras cien preceptos por página.

      – La razón está en que esos tratadistas son acopiadores de máximas que reeditan modernizándolas, mientras que nadie se ocupa en coleccionar las que a millares circulan entre nuestra gente de pueblo.

      – ¡A millares!…

      – Como suena, y si no, fíjate en la forma con que el maquinista que nos lleva contestó a mi saludo cuando le pregunté: «¿cómo le va, amigo?»… «Bien, por lo conforme»– me dijo.

      – ¡No veo motivo para maravillarse por eso!

      – ¡Cómo lo has de ver, Ricardo, si tú has demostrado mil veces que eres incapaz de conformarte con tu suerte y hasta has pensado en que tu vida debía concluir el día en que una tontuela casquivana te dijo que no le daba la gana de quererte. A eso conduce el desprecio por todo lo que no esté a la altura de nuestro nivel circunvecino; a eso conduce la fiel observancia de ideas que nos inculca la vanidad, la petulancia y el espejismo social, tras del que vamos como locos, fascinados por ideales quiméricos o absurdos, mientras la verdadera filosofía, la del pueblo, la del buen pueblo manso, trabajador y resignado, ¡es despreciada por su origen «bajo»! ¡ése es el resultado de los que prefieren el libro con lujosa encuademación!… por ahí se empieza o por ahí se acaba— lo que es peor,– porque suele marcar el último tramo de una verdadera perversión en las ideas que regulan nuestra manera de ser— y en oposición al criterio con que se le enseñó al maquinista a sentirse bien, «por lo conforme», se te ha taladrado los oídos con un grito ruin y perverso que me parece estar oyendo: «es necesario


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