Transfusion. Enrique de Vedia

Transfusion - Enrique de Vedia


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y los más de los crímenes; de cada mil robos uno se hará por necesidad, los demás, ¡por ambiciones incontenibles!

      – ¡Qué buena marcha llevamos!

      – Ya ves, Lorenzo, con esta velocidad vamos doscientos o trescientos pasajeros, más o menos acaudalados… felices… de alta posición social… de gran porvenir muchos… en manos del maquinista, que actúa bajo una sola y tenaz preocupación: velar por nuestra vida. Un movimiento de despecho, de envidia ruin— si cupiera en su alma fuerte y sana,– bastaría para concluir con todos nosotros.

      – ¡Y con él!– interrumpió Ricardo.

      – A él le bastaría con bajarse y dejar a la máquina en libertad. Seguramente iríamos a darnos cuenta al otro mundo, si no se repetía el caso de un maquinista que en esta misma vía y sabiendo que se había escapado un tren de pasajeros, lo esperó subido al depósito de agua de la estación en que se encontraba, «con licencia», y al pasar el tren se arrojó al ténder, en el que por la violencia del choque se rompió las dos piernas y así, arrastrándose penosamente, llegó hasta la palanca de la máquina, paró al tren y salvó la vida de todos los pasajeros.

      – ¡Lo haría pensando en la recompensa!– dijo Ricardo.

      – ¡Vaya un elogio!… Lo hizo porque era maquinista de ferrocarril… ¡y nada más! Con ese criterio la acción más noble y generosa resulta despreciable y lo mismo podrías pensar de otro maquinista que, al entrar con un tren rápido entre las quintas de Flores, vio un pequeño bulto en la vía, que a la distancia le pareció un perro; pero cuando estuvo casi encima, a pocos metros, vio que era una criatura, y sin tiempo material para parar la máquina pasó en dos brincos hasta el miriñaque y al llegar a la niñita, la levantó en alto con una mano, salvándola de una muerte segura.

      – Ché, Lorenzo: ¿qué te parece la imaginación de Melchor?…

      – ¡Imaginación!… En los archivos de esta empresa están los antecedentes de estos dos casos y de muchos análogos. Si dudas, anda a preguntar.

      – ¡No me da tan fuerte!

      – Te lo aconsejo, porque dudas; no porque me importe que no creas, desde que es verdad.

      – ¡Es cuando fastidia más no ser creído!

      – ¡Estás equivocadísimo! El que se fastidia de que no le crean, es, generalmente, el que miente. El que dice la verdad no se encona con quien no le cree; cuando más, lo compadece…

* * *

      – Por lo que se ve, Chivilcoy debe ser una de las ciudades más importantes de la provincia— dijo Ricardo.

      – Así es— contestó Lorenzo,– y ha prosperado extraordinariamente.

      – ¿Qué población tiene?

      – Cerca de treinta mil habitantes.

      – ¿Tanto, eh?… Y Melchor, ¿dónde está?

      – Me dijo que ya venía… Aquí viene.

      – Fui a hacer un telegrama— dijo Melchor, respondiendo a Ricardo.

      – ¿Un telegrama?… ¿a quién?

      – Menos averigua Dios, y perdona… ¿Subamos?

      Instalados en sus asientos y de nuevo en marcha, Ricardo no pudo reprimir su curiosidad e insistió en su pregunta:

      – Y al fin, ¿a quién telegrafiaste?

      – ¡Qué curiosidad!

      – ¿Es un secreto tan grande?

      – ¡No, hombre!… Hice un telegrama que había prometido a Clota.

      La fisonomía de Ricardo se nubló intensamente, y aun cuando las sombras de su espíritu no hubieran asomado al semblante, su repentino silencio las habría delatado.

      Los tres amigos permanecieron callados un largo rato, en aparente observación del paisaje, pero, en realidad, absortos en pensamientos más o menos torcedores.

      Melchor había advertido el cambio brusco producido en Ricardo, al mismo tiempo que observaba en Lorenzo uno de esos aplanamientos propios de su estado de ánimo y que tan hondamente lo preocupaban; en el espíritu de Ricardo, como en la naturaleza, las sombras se habían ennegrecido ante la luz, y la idea de aquel telegrama, de aquel mensaje de amor y de felicidad, irradiaba en su imaginación como un lampo de luz obnubilante.

      Por su parte, Lorenzo pretendía meditar sobre su estado mental, luchando sin éxito con la incoherencia de sus ideas, en uno de esos curiosos estados de conciencia en que la voluntad parece desmayar a cada impulso y en que sólo se destaca nítido y claro el falso convencimiento de una enfermedad imaginaria.

      Él quería pensar en las ulterioridades del viaje que realizaba, en la posibilidad de reaccionar sobre un estado enfermizo, que, en realidad, no existía; pero vagas visiones de la infancia se superponían confusamente en su imaginación y al considerarlas fijadas en su memoria, el recuerdo de sus íntimos surgía mezclado con extravagancias de carácter sociológico o con problemas de política internacional, para concluir pensando que todo su mal radicaba en el estómago, y que si pudiera respirar bien, la circulación se haría cumplidamente y su cerebro volvería a la plenitud de su perdida energía mental.

      En estas situaciones Lorenzo arribaba al convencimiento de ser víctima de un mal incurable, a cuyo lento trabajo de destrucción debía asistir resignadamente «hasta que me llegue la hora de morir del todo», pensaba.

      Bajo el imperio de esta obsesión había leído mucho y preguntado más, para confirmar el convencimiento de poseer en cada caso el cuadro sintomatológico de toda enfermedad, y era, entretanto, un organismo sano y preparado para vivir a base de una discreta metodización de las energías físicas e intelectuales, que había disipado con la incontinencia propia de la edad y del enorme caudal que poseía.

      Melchor veía en el semblante de Lorenzo y en la vaguedad melancólica de su mirada, el reflejo de lo que pasaba por su espíritu; pero esta vez le atribulaba menos, porque el asentimiento obtenido de él para hacer el viaje que realizaban y permanecer en el campo algún tiempo, lo había considerado fundadamente como un gran paso hacia su curación, en la que estaba leal, sincera, hondamente interesado.

      – ¿En qué piensas?– le preguntó, golpeándole afablemente con la palma de la mano en la rodilla.

      – ¡Psh!… ¡En tantas cosas!…

      – ¿En muchas?…

      – En muchas…

      – ¿Alegres?

      – Si fuera como tú…

      – ¡Qué modelito! ¿eh? pues imitarlo: ¡no vayas a creer que con las personas ocurre lo que con los sombreros de señora!… ¡no!

      – Precisamente, Melchor; tú eres un modelo que todos estimamos en lo que vale; pero si yo pretendiera imitarte resultaría un mamarracho.

      – ¡Modestia… ché… modestia! Los hombres podemos y debemos imitarnos. Yo podría ser igual a ti o a Ricardo, pero no me conviene… en cambio, ¿a ti te conviene ser como yo?… ¡pues me imitas!

      – Eso equivale a poner un changador fornido frente a un ser enteco y decir a éste: ¡imítalo!… levanta los pesos que aquél…

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