El señorito Octavio. Armando Palacio Valdés
qué bien se conoce que viene usted de la corte! Señora condesa, no le deje usted mentir tan descaradamente. Señor conde, es usted un grandísimo tunante… sabe usted mucho para un pobre cura como yo… sabe usted mucho… sabe usted mucho.
Decía todo esto riendo y sin cerrar un momento la cueva de su boca. El conde le señaló un asiento y todos se sentaron. El cura se hizo cargo entonces de la presencia de nuestro héroe, y exclamó dirigiéndole una mirada y una sonrisa ambiguas:
– ¡Calle! ¿También el señorito Octavio está por aquí? El señorito Octavio es muy fino. ¿Y cómo siguen sus señores padres, señorito?
– Muy bien, señor cura, ¿y usted cómo sigue?
– ¿Cómo quiere usted que siga un cura en estos tiempos, señorito? Tirando… tirando por este cuerpo pecador… ¡Válate Dios por el señorito Octavio!… ¡Válate Dios!…
La risa persistente y las miradas del clérigo no despertaban en el joven una alegría muy íntima, aunque otra cosa quisiera aparentar.
– Vaya, vaya, vaya… lo que es ahora, señor conde, no se nos escapa usted tan pronto. Los madrileños se quedarán chupando el dedo por una temporada… ¿no es verdad, señora condesa?… ¿Dónde mejor que entre los suyos, señores?…
Y daba palmaditas afectuosas en la rodilla del conde, que le obligó á ponerse el sombrero.
– ¿Y qué tal, qué ocurre por la parroquia, señor cura?
– Pero, hombre de Dios, ¿qué quiere usted que pase en este miserable rincón? Déjese de miserias y cuéntenos algo de aquel Madrid, de aquel Madriiid… ¡Ay, qué Madrid de mis pecados! De allí á la gloria, señor conde. ¡Cuánto señorío!… ¡cuánto coche!… En los días que estuve allá con el chico no paré en casa un momento. Andaba por las calles con la boca abierta y no me cansaba de mirar para aquellos palacios tan magníficos y para aquellos señorotes que pasaban en coche con mucho ceño… Esto no es para nosotros, querido, le decía al chico… Vámonos, vámonos cada uno á nuestro rincón… Yo soy un pobre cura… tú un pobre estudiante… ¿Qué tenemos nosotros que partir con estas grandezas?…
– Vamos, señor cura, que no es precisamente entre el ruido donde más se divierte uno, y bien se quejaba usted de aquella bulla continua.
– Pero ¿quién se compara conmigo, señor conde? Yo soy un pobre cura que está más allá que acá. Yo no toco pito en ninguna parte más que en mi sacristía. Si hay todavía algunas personas como usted, señor conde, que me aprecian de veras, allá se las hayan… yo me lavo las manos. Me acuerdo de aquella tarde en que me dejó usted solo en su carruaje y ordenó al cochero que me llevase á un sitio que llaman la Castellana… ¡Santo Cristo del Amparo!… Señores, aquél era un cruzar de coches á un lado y á otro, lo mismo, lo mismo que cuando se tropieza con un hormiguero en la tierra… Aquellos señorotes y señorotas que iban muy arrellanados me miraban y se reían… Dirían, sin duda: ¿qué diablos vendrá á hacer aquí este pobre cura de aldea?… ¿Y á mí qué? Tenían mucha razón… Desengáñese usted, señor conde, los curas vamos de capa caída… caiiida… caiiida…
– Pues á pesar de todo, señor cura, le aseguro que me va fastidiando cada día mas la farsa y la frivolidad de la capital. No puedo soportar á tanto necio, á tanto advenedizo, á tanto sapo hinchado como ahora ha subido á la superficie al son del himno de Riego…
– Porque usted, señor conde, es muy raro, muy raro, muy raro… Siempre lo ha sido… siempre lo ha sido… ¿Á que no le pasa otro tanto al señorito Octavio? ¿no es verdad, señorito?… ¡Cuánto más vale aquel Madrid tan hermoso, tan suntuoso, que esta miserable aldea!
– Yo no estuve en Madrid, señor cura…
El joven pronunció estas palabras visiblemente turbado. La sonrisa del cura le inquietaba, le hacía subir los colores al rostro. ¡Era tan fina y maliciosa!
– Es verdad, señorito… es verdad… es verdad… No me acordaba… Pero no tiene usted más remedio que ir á Madrid, señorito… no hay más remedio… Aquí se aburre usted… necesita usted más campo. Los jóvenes de provecho no pueden estarse en las aldeas toda la vida.
– Oiga, señor cura— dijo el conde,– ¿qué noticias hay del chico?
– Tiene salud, gracias á Dios. El pobre, cuando me escribe, nunca deja de acordarse de usted, y me dice que siempre le tiene presente en sus oraciones, lo mismo que á su amada esposa y familia. No puede usted figurarse, señor conde, lo agradecido que le está. Si no fuese por la beca que ha tenido la bondad de sacarle, ¿cuándo hubiera podido yo darle carrera? Dentro de dos meses ¡loado sea Dios! cantará misa el pobre. Ayer le escribí precisamente y le decía: Desdichada ocurrencia es la tuya al ordenarte. Los tiempos están malos, malos, malos para la clerigalla. Mucho mejor te vendría meterte por alguno de los clubs que no dejará de haber por ahí y hacer carrera…
La risa del conde le interrumpió.
– ¡Siempre ha de ser usted el mismo, señor cura!
– Pues qué, ¿no digo la verdad? Y á propósito, señor conde: es fácil que necesite molestarle nuevamente. No sabe usted el trabajo que me cuesta decidirme á ello, por más que esté bien convencido de la proverbial bondad de usted y de la estimación que sin merecerlo me profesa… Pero de estas cosas ya hablaremos más tarde… ¡Qué gana va usted á tener ahora de escuchar recomendaciones!
– Adelante, señor cura.
– Nada, nada, no quiero molestar á usted ahora que acaba de llegar. Otro día será.
– Ya sabe usted que no me molesta nunca. Siga usted; ¿qué es ello?
– Ahora no, ahora no… tiempo tenemos… ¡no faltaba otra cosa!… Quiero, señor conde, que al menos hoy no pueda usted decir cuando me vaya: «Este cura de la Segada es un posma».
Celebró el conde la frase con mucha risa, y el clérigo contestó á sus metálicas carcajadas con otras sonoras y campestres, que produjeron algunos instantes de algazara en el comedor. La condesa sonreía dulcemente, mientras el señorito Octavio seguía ejecutando esfuerzos prodigiosos y titánicos para que los chistes del presbítero le desternillasen de alborozo.
Presentóse nuevamente el criado, y dijo que tres señores que acababan de llegar de Vegalora deseaban saludar á los condes.
– Hágales usted entrar.
Y á poco rato taparon el hueco de la puerta tres figuras provinciales, que es bien que describamos brevemente.
El primero es D. Marcelino, el mismo que cuatro horas antes había salido de su tienda y, con riesgo inminente de la vida, había detenido los caballos del carruaje en que iban los condes, tan sólo por el placer de ofrecerles una copa de Jerez y una rosquilla de Santa Clara. Es hombre ya entrado en días, grueso y bajo, muy moreno, con narices enormes y unos cabellos tiesos y erizados como los de un jabalí. No gasta pelos en la cara, pero se afeita de tarde en tarde, lo cual da mayor realce á su rostro, espléndidamente feo. Es castellano de nacimiento y toda la villa le había visto llegar de su país con una mano atrás y otra adelante, como acostumbraban á decir los particulares de Vegalora á la hora de la murmuración. No era verdad, sin embargo, porque D. Marcelino, cuando llegó de tierra de Campos hacia treinta años, traía las manos ocupadas con una porción de saquillos de lienzo crudo repletos de espliego, flor de malva, manzanilla, sanguinaria, flor de tila, anís y otras varias hierbas y simientes medicinales, que pregonaba con hermosa voz de barítono que á los vecinos de Vegalora les penetraba hasta lo más escondido de los sesos. Después, y sucesivamente, fué pasando por los estados de rematante de la carne, de los artículos de beber y arder, de tratante en paños y bayetas, recaudador de contribuciones, síndico del ayuntamiento, administrador de correos, alcalde y no recordamos si algún otro cargo más. Hemos dicho que había ido pasando, y no es verdad; D. Marcelino los había ido adquiriendo todos merced á una serie de trabajos más espantables que los de Hércules y librando en cada uno una batalla de suprema delicadeza y habilidad. Á la hora presente ejercía todos los que no eran incompatibles por la ley y algunos