La aldea perdita. Armando Palacio Valdés

La aldea perdita - Armando Palacio Valdés


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labios. Terminado el aseo principió el de Manolín, que se llevó á cabo con el mismo silencio. Y después que los hubo vestido se bajó á la cocina de nuevo, tomó la leche que había quedado de la noche anterior, la vertió en el odre y salió de casa dirigiéndose á la fuente para mazarla[3].

      Estaba la fuente un poco apartada del pueblo. Se iba á ella por estrechos caminos sombreados de avellanos. Al aproximarse hay que subir un senderito labrado en el césped por los pasos de los vecinos. Al pie de una gran peña que la cobija, rodeada por todas partes de zarzas y espinos y madreselva, menos por la estrecha abertura que sirve de entrada, brota de la piedra un chorro de agua límpida, se desparrama sobre ella en hilos de plata, cae formando burbujas en un recipiente de granito, se trasvierte luego y fluye en menudos cristales y resbala por el césped. Cúbrela á modo de bóveda el ramaje que sale de la peña, al cual se enreda la madreselva del suelo formando toldo espeso. Los rayos del sol se filtran por él con trabajo bañándola de una claridad suave y misteriosa.

      Demetria se sentó en uno de los bancos de piedra que allí había, aplicó la boca á la abertura del odre y lo infló; lo amarró luego velozmente y lo dejó caer en la taza de la fuente para que la leche se enfriase. Con las manos cruzadas sobre las rodillas y la cabeza inclinada sobre el pecho aguardó. Una tristeza profunda oprimía su corazón. Debajo de aquella frente alta y pura de estatua helénica batallaban la duda, el temor, la esperanza, el despecho. Escrutó con ansia su pasado, recordó algunas insinuaciones malévolas, bastantes palabras sueltas, muchas sonrisas que á ella le indignaban más aún que las palabras. ¡Virgen María! ¿sería cierto aquello? Pero si era efectivamente de la Inclusa y los que tenía por padres no lo eran, ¿por qué la amaban más aún que á los dos niños? No, no podía ser. Todo era una calumnia. Las chicas del pueblo la envidiaban porque sus padres la regalaban y la vestían mejor que á ellas. Habían inventado esta mentira para humillarla… Mas… ¿cómo se les había ocurrido semejante cuento?… ¿Por qué había recaído sobre ella y no sobre alguna otra?

      Sacó el odre del agua y se puso á zarandearlo. El ruido de la leche dentro hizo coro al glu glu de la fuente.

      ¡Dios mío, del hospicio!… Era horrible pensarlo. ¡Y ella que adoraba á aquellos padres!… ¡Y ella que era tan orgullosa!… ¿Qué diría Nolo cuando llegase á saberlo? Por supuesto la dejaría, porque un mozo tan galán y tan rico no podía en ley de Dios casarse con una pobrecita hospiciana…

      Aquí los sollozos ahogaron á la cándida doncella. Dejó caer de nuevo el odre, y con la cara entre las manos estuvo llorando largo rato. Al cabo prosiguió su tarea; pero las lágrimas no dejaban de resbalar por sus mejillas escaldándolas. El aleteo y el piar de unos pajaritos la distrajeron un momento. Eran dos jilgueros que tenían allí su nido. Apenas se le veía como un punto negro en la espesura del follaje, pero se oía el débil piar de los polluelos cuando sus padres con agitación iban y venían para cebarlos. ¡Qué alegría la de aquellos animalitos al verles llegar con un mosquito en el pico! ¡Qué gozo triunfal expresaba el trino de los padres luego que depositaban el alimento en la boca de sus pequeños!

      Cuando los hubo contemplado un rato, bajó de nuevo los ojos al cristal de la fuente y se dijo llorando otra vez copiosamente: «Ellos tienen padres: yo no los tengo. ¡Yo fuí criada por lástima!»

      Al cabo la leche quedó mazada: la pelota de manteca batía ya con fuerza las paredes del odre. Lo desató, extrajo el aire y anudándolo otra vez y lavándose después los ojos para borrar las huellas del llanto, emprendió la vuelta de su casa.

      Ya estaba en pie Felicia cuando llegó á ella.

      – ¿Por qué no me has llamado como siempre, picarona?– le preguntó, dándole una palmadita cariñosa en la mejilla.

      – Porque ayer se ha acostado usted tarde y quería que descansase— respondió Demetria besándole la mano.

      – ¡Has mazado también, hija mía! ¿Para qué te has tomado ese trabajo? Yo lo hubiera hecho mientras te arreglabas.

      La tía Felicia, que era una mujer gruesa, mofletuda, sonrosada y tersa como si tuviese veinte años, creyó advertir algo extraño en el rostro de su hija. La miró con fijeza y profirió asustada:

      – ¡Tú has llorado!

      – Llorar, ¿por qué?

      Felicia la tomó por la mano, la condujo hasta el corredor y repitió con más fuerza:

      – Sí, sí: tú has llorado.

      – No, madre, no: se engaña usted— respondió Demetria sonriendo.

      – No me lo niegues, hija. ¿Te ha regañado tu padre?

      – ¿Mi padre?– replicó la zagala con asombro.– Mi padre no me regaña nunca.

      – Es verdad… Pues tú has llorado… Algo te pasó entonces en la calle… Cuéntamelo, hija mía… ¿No tienes confianza en tu madre?

      Y al mismo tiempo le pasó los brazos al cuello y la besó con efusión. Demetria se sintió enternecida y rompió á llorar perdidamente.

      Felicia quedó estupefacta.

      – ¿Cómo? ¿Qué es esto?… ¿Qué te pasa, hija querida?

      Y la buena mujer, con el rostro contraído por el asombro y el dolor, le sacudía la mano para instarla á que hablase. Al fin, con voz entrecortada por los sollozos, Demetria habló:

      – Me han dicho que no soy… que no soy hija de usted… que soy del hospicio.

      Lo mismo que le había pasado á su hija poco antes, toda la sangre de la buena Felicia fluyó al corazón. Quedó igualmente pálida y sin poder articular palabra.

      – ¿Quién te ha dicho eso?– logró proferir al cabo.

      – Pepín.

      – ¡Ah pícaro!… ¡Le voy á arrancar las orejas!– exclamó cambiando súbito su emoción en furor. Y ya se disponía á ir en busca del criminal, pero Demetria la retuvo.

      – No, madre, no salió de él… Fué Tomás el de la tía Colasa quien se lo dijo y por eso se pegaron.

      – ¿El hijo de Colasa?… ¡Esa bruja había de ser! Desde que Goro la quitó de pacer su vaca en el castañedo del Regueral no nos puede ver más que al diablo. Ya sabes cómo para vengarse metió sus cerdos entre nuestro maíz. Goro quería llevarla al juzgado y que pagase el daño, pero yo conseguí calmarlo y que la perdonase porque me daba lástima… Pues en vez de agradecerlo la picarona el otro día en la fuente me tiró unas indirectas tan picantes… ¡Qué indirectas, hija mía!… Que si yo era una holgazana, una comedora, que hacía trabajar á mi marido como á un burro, que echaba sobre ti el peso de la casa… que os mataba de hambre mientras yo me comía á solas magras de jamón y torta… ¡No sé cómo me contuve y no la arranqué los pocos pelos que tiene en el moño! Y todo porque uno defiende lo que es suyo. Por mí hubiera pacido su vaca toda la vida en el castañedo, pero Goro me dijo: «Mujer, eso no puede permitirse. Si la vaca se comiera sólo los yerbajos y la maleza, anda con Dios; por un poco más ó un poco menos de rozo no habíamos de reñir; pero se come también la cría de los árboles… ¡ya ves tú, mujer, la cría! La cría hasta los criminales la respetan, cuanto que más los hombres». ¿Yo qué le iba á decir entonces? Entonces le dije: «Goro, tienes razón…»

      Trazas llevaba la buena mujer de no terminar en toda la mañana su alegato, pero advirtió que Demetria no parecía escucharla: sollozaba cada vez con más desesperación.

      – ¿Por qué lloras de ese modo, hija? ¿Por un dicho, por una niñería?… ¡Deja á esa deslenguada que la coma la envidia!

      – Es que yo, madre— profirió la niña con trabajo,– yo quisiera saber… si ese dicho era cierto… porque ya lo he oído otras veces, aunque nunca se lo dije hasta ahora.

      Felicia en vez de responder rompió á llorar hilo á hilo como su hija, de tal modo que ésta se vió al cabo necesitada á consolarla.

      – ¡Nunca pensara, Demetria, que me habías de


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<p>3</p>

Golpear la leche para separar la manteca.