La aldea perdita. Armando Palacio Valdés

La aldea perdita - Armando Palacio Valdés


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Si no os parecéis en la cara, os parecéis en la historia.

      La graciosa morenita hizo un gesto desdeñoso y se volvió hacia su amiga sin dignarse responder.

      – ¿Qué dice esa bruja?– le preguntó aquélla.

      – Que nos parecemos en la historia.

      – ¿Y por qué dice eso?

      – ¡Qué sé yo!– replicó con enfado Flora.

      El corro de mujerucas, mientras tanto, reía.

      D. Félix, que había entrado en su casa y había salido rápidamente con dos envoltorios de papel en las manos, se acercó á las jóvenes en aquel momento.

      – Vengo á ofreceros estos cartuchitos de caramelos y lo hago con cierto temor, porque no estoy seguro de que os gusten. ¡Es tan raro que á las niñas les agraden los dulces!

      Flora y Demetria tomaron riendo los cucuruchos que les ofrecía el capitán y le dieron las gracias.

      D. Félix las contempló un instante con admiración y exclamó sacudiendo la cabeza:

      – ¡Qué hermosas sois, hijas mías! ¡qué hermosas sois! ¡Quién se volviera á los veinte años!

      Las doncellas se ruborizaron.

      – ¿Y cómo es que estas rosas del valle, estas cerecitas maduras, no quieren bailar en una noche como esta?

      – Nos agrada más charlar un poco, ya que pocas veces tenemos el gusto de vernos reunidas— replicó Demetria apretando tiernamente la mano de su amiga.

      – Es dulce y agradable para una zagalita el contar á otra sus secretillos y aun las menudencias de su vida… «¿Has lavado ayer?… ¿Cuándo te has comprado esos corales?… ¿Estuvo aquél en tu casa el sábado?…» Pero es mucho más agradable bailar un rato con el galán preferido.

      – Hasta ahora es usted, D. Félix, el primer galán que se ha acercado á nosotras, y aunque nos ha regalado con caramelos, no he visto que nos convidase á bailar— replicó Flora con desenvoltura.

      – Quítame cuarenta años de encima de los hombros, querida, y hasta que el gallo cante me tendrás dando vueltas como un trompo alrededor de ti… Pero no me quites nada… Vas á ver si con los que tengo á cuestas todavía puedo moverme. ¡Andando, prenda!

      Y tomando de la mano á la desenvuelta morenita la llevó hasta la fila de los bailarines, en los cuales se produjo un movimiento de sorpresa y de gozo.

      – ¡Viva D. Félix!… ¡Viva el capitán!– exclamaron muchos.

      Y las viejas que estaban acurrucadas se pusieron en pie y los viejos que departían allá lejos se acercaron.

      El capitán se colocó en fila con los demás y se puso á bailar con tal primor y tan concertadamente que pocos entre los jóvenes pudieran competir con él. Y en verdad que era espectáculo raro y gozoso á la vez el contemplar á aquel anciano moverse con tal agilidad y donaire. Ninguno más suelto y elegante. La precisión y cadencia de sus pasos eran tan perfectas que en esto, ya que no en el brío, sacaba ventaja á los demás. Los jóvenes palmoteaban. Á algunos viejos se les saltaban las lágrimas recordando sus tiempos de juventud. El tío Goro decía sentenciosamente dando chupetones á su pipa:

      – ¡Éste es el baile antiguo, muchachos!… Así se bailaba en nuestro tiempo. Miradlo bien… Reparad los pasos… Eh, ¿qué tal?… ¿Pierde alguna vez el compás don Félix? La moda que habéis traído de Langreo será muy linda en verdad, pero á mí no me agrada porque con tanto salto y tanto taconeo más que bailando parece que estáis trillando la mies.

      Así habló el tío Goro de Canzana, y el coro de viejos y viejas que le escuchaba aplaudió calurosamente su discurso.

      Sin embargo, el anciano capitán sudaba ya por todos los poros del cuerpo. Sus fuerzas mermaban á ojos vistas. Mas antes que confesarlo hubiera caído exánime á los pies de su pareja. Ésta vino en su ayuda con gracioso disimulo.

      – D. Félix, ya no puedo más. Busque otra pareja porque he trajinado todo el día y mis pobres piernas se están llamando á engaño.

      El capitán agradeció la hipocresía y tomándola cariñosamente de la mano, la condujo otra vez al lado de Demetria. Entonces fué cuando acertó á ver entre la muchedumbre la negra silueta de D. Prisco, el cura de la parroquia. Se fué como un cohete hacia él.

      – ¡Pero estaba usted aquí y no me avisaba! Vamos allá.

      – Vamos allá— respondió sordamente el clérigo, que era un hombre de poca menos edad que él, bajo, rechoncho, nariz gorda y ojos saltones.

      Y sin decirse otra palabra, ambos se introdujeron en la morada del capitán, subieron á su gabinete, encendieron un gran velón de dos mecheros, cerraron cuidadosamente la puerta, se sentaron á una mesa cubierta con tapete verde y, poniendo sobre él una baraja, anudaron la partida de brisca que hacía ya más de veinte años tenían comenzada. Todo el mundo conocía aquella partida en el valle de Laviana. Antes dejaría el ganado de pacer sobre las verdes pradreras de Entralgo, antes las nubes de rodar sobre la cresta de la Peña-Mea que D. Prisco y D. Félix dejasen de ponerse el uno frente al otro con las cartas en la mano. No era, sin embargo, la avaricia lo que les empujaba, aunque ambos pecasen un poco por este lado. La cantidad que se cruzaba era insignificante: al cabo de unas cuantas horas las ganancias ó las pérdidas sumaban cuatro ó cinco pesetas. Pero ambos presumían de consumados jugadores y lo eran en efecto. Las fuerzas se hallaban tan equilibradas que si el militar ganaba un día era casi seguro que al siguiente el clérigo llevaría la ventaja. Tal igualdad en la destreza les desesperaba, les enardecía, constituía el verdadero incentivo de su incesante pelear.

      Mientras ellos batallaban á solas, nuestra vivaracha Flora se veía de nuevo expuesta á los ataques insidiosos de la vieja Rosenda.

      – Mucho te quiere el capitán, Florita— le decía aquélla con sonrisa ambigua; la misma sonrisa que se pintaba en el rostro de las otras tres mujeres que con ella estaban sentadas.

      – ¿Por qué me ha de aborrecer? Nunca le hice daño— respondió la joven con presteza.

      – Tampoco yo le he hecho daño, y no me quiere tanto.

      – Será porque no le ha caído usted en gracia. Como dicen que se ocupa usted en fisgar todo lo que sucede en su casa, quizá por eso no la quiera tanto.

      El dardo fué certero y lanzado con vigor. En efecto, el hórreo de la tía Rosenda, próximo á la morada de don Félix por la parte de atrás, era cómoda atalaya desde donde la vieja espiaba noche y día. Una verdadera pesadilla para el capitán. Más de cien veces había querido comprárselo: le ofreció un precio exorbitante; le ofreció construirle una casa. La bruja no consintió jamás en trasladarse. Aquel espionaje constituía el mayor, quizá el único atractivo de su vida.

      Se mordió los labios con ira y respondió:

      – Por eso, porque lo fisgo todo sin duda he sabido que te regala pendientes de perlas y te da palmaditas cariñosas en la cara.

      La morenita se revolvió como si la hubiese picado una avispa.

      – Mire usted lo que dice, tía bruja, porque si usted vuelve á insultarme, aunque tenga pacto con el demonio y salga los sábados á chupar la sangre de los niños, le juro por la mía que le arranco la lengua.

      Las mujeres se apresuraron á intervenir para calmarla. Demetria también hizo lo posible.

      – No lo tomes por donde quema, mujer— manifestó Elisa, la joven sabia que poseía el arte de persuadir.– Se pueden hacer regalos y caricias sin ninguna mala intención. Todos sabemos en Entralgo que D. Félix te quiere como una hija.

      La compostura no agradó á la irritada zagala, que iba á responder con acritud; pero en aquel momento dos mozos gallardos se aparecieron de improviso, dando cortésmente las buenas noches. Jacinto de Fresnedo estaba delante de ella y Nolo de la Braña frente á Demetria. Detrás se percibían esfumadas en la sombra las siluetas de quince ó veinte


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