El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés


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el rico mantón de la China floreado, anudándolo a la cintura por detrás? ¿Quién deja caer con más gracia, ni siquiera con tanta, los rizos del pelo por la frente en estudiado desgaire? ¿Quién se mueve con más garbo dentro de la giraldilla ni da con más elegancia un rempujón al señorito que se desmanda, diciendo al mismo tiempo entre risueña y enojada?– «¿Cristiano, usted es tonto, o se hace? ¡Mire que se va a pinchar!» ¿Quién es capaz de cantar con más sentimiento y menos oído a la vuelta de una romería aquello de

      Aben-Hamet al partir de Granada

      el corazón traspasado sintió?

      No hay que dudarlo. Las artesanas de Sarrió, cuyos arraigados principios estéticos son la admiración de propios y extraños, hoy sobre todo en que van desapareciendo los caracteres, hacen bien en mantener su independencia y en levantar la cabeza delante de las señoritas encopetadas de la villa. Porque (digámoslo bajo para que éstas no se enteren) la verdad es que son mucho más hermosas. Esto, sin ofender a nadie en particular; líbreme Dios. No hay viajero peninsular que al recordarle a Sarrió no afirme lo mismo con más o menos energía, según la índole de su temperamento. No hay inglesote de aquellos que atracan por unos días a la punta del Peón que al hablar allá en Cardiff o Bristol a sus amigos de este spanish town, no comience por levantar mucho las cejas, abrir la boca en forma de círculo perfecto extendiendo hacia afuera los labios, y echándose hacia atrás en la silla no exclame:– ¡Oh, oh, oh! Sarrió the yeung girls very, very, very beautiful!

      Y cuando los ingleses lo dicen, ¡qué no diremos los españoles, y en particular aquellos que hemos vivido tanto tiempo bajo su influencia bienhechora!

      Las cuatro oficialas, y Nieves también, aunque ésta picaba más alto, pertenecían, pues, a esta famosísima casta de mujeres por cuya conservación y prosperidad hago votos al cielo todos los días y aconsejo a todo buen católico que los haga. En los días de trabajo vestían de percal, mantoncito de lana atado atrás y pañuelo de seda al cuello, dejando al descubierto, por supuesto, la cabeza. Nieves, por excepción, traía al diario mantón de la China negro con fleco.

      Acaban de ponerse al trabajo después de comer. El sol penetra por los dos balcones de la sala al través de los visillos. Para que no les moleste, las costureras se agrupan en uno de los rincones. Teresa, la más filarmónica de ellas, entona con voz suave y tímida un canto romántico de cadencias tristes y prolongadas, a propósito para ser acompañado en terceras. Y en efecto, Nieves no tardó en hacerle el dúo, como allí se decía. Las demás la siguen cantando, unas en primera y otras en segunda voz. De todo lo cual resulta una armonía asaz melancólica, de sabor romántico muy marcado. El romanticismo podrá huir de las costumbres y ser arrojado de la novela y el teatro; más siempre hallará un nido tibio y delicioso donde guarecerse en el corazón de las jóvenes artesanas de Sarrió. Aquella armonía dura hasta que Pablito se encarga de desbaratarla lanzando repentinamente en medio de ella su vozarrón de carnero. Las costureras suspenden el canto y levantan asustadas la cabeza. Después se echan a reir.

      El bello Pablito, recostado en su butaca allá en otro rincón, se ríe también con fuertes carcajadas de su gracia.

      Desde que había comenzado a coserse el equipo de su Hermana, Pablito manifestaba cierto gusto por la vida sedentaria que hasta entonces jamás se había observado en él. ¿Quién le había visto en los días de la vida detenerse un minuto en casa después de comer? ¿Quién pudiera imaginar que se pasaba la mañana sentado en aquella butaca dando parola a las costureras? Nada más cierto, sin embargo. Hacía ya cerca de un mes que no salía a caballo ni en coche, y no pasaba en la cuadra más de una hora todos los días.

      Piscis se hallaba consternado. Venía diariamente a buscarlo, pero en vano.

      – Mira, Piscis, hoy tengo que limpiar los estribos de plata, no puedo salir.– Mira, Piscis, tengo que ir a cobrar una letra por encargo de papá.– Mira, Piscis, la Linda está con torozón y no se la puede montar.

      – Ya está buena— gruñía Piscis.

      – ¿Vienes de la cuadra?

      – Sí.

      – Bien… pues de todos modos hoy no puedo salir… Tengo una rozadura aquí… salva sea la parte…

      Algunos días Piscis entraba en la sala de costura, y sin decir nada aguardaba sentado un rato, no muy largo casi nunca, porque abrigaba vehementes sospechas de que las costureras se reían de él, y esto le tenía sobresaltado y en brasas. Cuando le parecía llegado el momento oportuno, o porque observase síntomas de cansancio en Pablo o por cualquier otra circunstancia que no está a nuestro alcance, se levantaba del asiento y hacía una seña con la mano a su amigo silbando al mismo tiempo. Y esto porque se entendían mucho mejor con silbidos que con palabras. Ambos sentían aversión por el sonido articulado, sobre todo Piscis, y escatimaban su empleo. Mas a Pablito lo mismo le daban ya pitos que flautas.

      – Hombre, Piscis… ¡tengo una pereza!… ¿Quieres hacerme el favor de ir a la cuadra y decirle a Pepe que le dé otra untura de aceite al Romero?

      – Yo se la daré— respondía con semblante fosco Piscis.

      – Bueno, Piscis, muchas gracias… Adiós… No dejes de venir mañana, ¿eh?… Puede que salga a caballo.

      Decía esto con gran dulzura y amabilidad, para desagraviarle. Piscis mascullaba unas «buenas tardes» sin volverse hacia los circunstantes, y salía con los ojos torcidos, más feo y endemoniado que nunca. Al día siguiente lo mismo. A pesar de la veneración que Pablito le inspiraba Piscis llegó a presumir que le gustaba una de las costureras. ¿Cuál? Su perspicacia no llegaba a resolverlo.

      Comenzaron de nuevo su cántico las jóvenes, pero al llegar a aquello de

      Sólo tú, mujer divina,

      rezarás una plegaria

      en mi tumba solitaria, etc.

      Pablito soltó otro berrido estridente y atronador. Vuelta a la risa. Venturita se puso seria.

      – Mira, Pablo, si has de seguir haciendo payasadas, más vale que te vayas con Piscis.

      A su vez Pablito se pone fosco.

      – Me iré cuando se me antoje. ¡Siempre has de ser tú la que todo lo eche a perder!

      Quería decir con esto el joven Belinchón, que sólo su hermana Ventura se empeñaba en desconocer el ingenio con que el cielo le había dotado. Y así era la verdad. Todas las demás reían alborozadas, como si en vez de un berrido acabasen de escuchar un pasaje de Rabelais. Doña Paula, que sentía por su hijo primogénito admiración idolátrica, y al mismo tiempo guardaba cierto rencor a su hija por sus contestaciones, aunque se hallase grandemente pagada de su hermosura, vino en ayuda de aquél.

      – Tiene razón Pablo. ¡Siempre has de aguar todas las fiestas!… ¡Jesús qué criatura!… Lo que es el hombre que te lleve, algún pecado gordo tiene que purgar.

      En aquel momento apareció en la puerta de la estancia Gonzalo, quien se dobló como un arco para dar la mano a su futura suegra, a Ventura y a Cecilia. Esta se puso seria. Sin volver hacia ellas la cabeza, advertía que todas las costureras la miraban con el rabillo del ojo. Veía con el pensamiento el esbozo de sonrisa que se formaba en sus rostros.

      Todos los días pasaba igual. Antes de llegar Gonzalo, las costureras se complacían en dirigir, siempre que venía a cuento, alguna pulla a la novia.

      – Cecilia, ¿cuál de estas camisas te vas a poner el día de la boda?

      Hay que advertir que algunas de ellas la tuteaban por haberse conocido de niñas. Es muy frecuente en los pueblos.

      – Señorita, en estas sábanas tan finas se va usted a resbalar.

      – No será ella sola la que resbale. ¿Verdad, Cecilia?

      – ¡Anda, picarona, que buen mozo te llevas!

      – No lo llevará tan guapo Venturita.

      – ¡Quién sabe!– replicaba ésta.

      Cecilia escuchaba estos dichos con la sonrisa, en los


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