El Cuarto Poder. Armando Palacio Valdés

El Cuarto Poder - Armando Palacio Valdés


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en voz, más alta, pensando que no le había oído.

      – Una sábana… ¡calla!– replicó la joven levantando un poco los ojos hacia las costureras y volviendo a abatirlos rápidamente.

      Al mismo tiempo, los de Gonzalo y Venturita se tropezaron por encima de la cabeza de Cecilia, y de ellos brotó una chispa.

      – Ya ven ustedes que hay para todas— decía Pablito mirando al mismo tiempo fijamente a Nieves, como diciendo: «No hagas caso, esto lo digo por cumplir».

      – ¿Qué es lo que hay para todas, don Pablo?– preguntó Valentina con tonillo irónico.

      – Flores, criatura.

      – Écheselas usted al Santísimo.

      – Y a las niñas guapas como tú.

      – Si no soy guapa, paso delante de las guapas y no les hago la venia, ¿sabe usted?

      – ¡Demonio! No hay que acercarse a esta Valentina; se levanta de atrás— exclamó el apuesto mancebo.

      El símil, aunque nada culto, y acaso por eso, hizo reir a las costureras.

      – A Valentina no le gustan los señoritos— manifestó Encarnación.

      – Hace bien; de los señoritos no se saca más que parola, tiempo perdido y a veces la desgracia para toda la vida— dijo sentenciosamente doña Paula sin acordarse de que ella había sacado la felicidad.– Tocante a eso, Sarrió está perdido. Apenas hay muchacha que se deje acompañar de uno de su igual. El mozo ha de traer por lo menos corbata y hongo, y ha de fumar con boquilla… aunque no tenga plato en que comer. Ninguna se oculta ya para ir al obscurecer acompañada de algún señorito, y a la vuelta de las romerías da grima verlas venir colgadas del brazo de ellos cantando al alta la lleva… ¡Pobrecillas! No sabéis lo que os espera. Porque el hijo de don Rudesindo se casó con la de Pepe la Esguila y el piloto de la Trinidad con la de Mechacan, se os figura que todo el monte es orégano. Al freir será el reir… Mirad, mirad a Benita la del señor Matías el sacristán. ¿Qué linda está y que compuestita, verdad?

      – Benita está escriturada— dijo Encarnación.

      – Escriturada, ¿eh? ¡Ya veréis de qué le vale la escritura!

      – Señora, el novio no puede dejarla; si la deja, va a presidio por toda la vida.

      – Calla, calla, bobalicona; ¿quién os ha metido esas bolas por la cabeza?

      – Eso se sabe… vamos. Benita está consultada.

      – Mire, señora— dijo Teresa, la morena sentimental,– la verdad en que nosotras corremos peligro; tiene usted razón… ¿Pero qué quiere que hagamos? Los artesanos de esta villa ¡están tan echados a perder! El que más y el que menos pasa el domingo y el lunes en la taberna, y algún día también por la semana. ¿Cuántos son los que traen el jornal a casa y lo entregan a su mujer, dígame por su vida? Si es marinero, se le ve una vez cada año; trae cuatro cuartos, y hala, otra vez para allá. Los cuartos se concluyen, y la infeliz mujer se ve arrastrada, trabajando para dar un pedazo de pan a sus hijos… Y luego, ¿qué saben ellos de dar estimación ni un poco de gracia a la mujer? Si salen con ella un domingo por la tarde, se van parando en todas las tabernas del camino, dejándola, si se tercia, a la pobrecilla a la puerta, o llamándola para que oiga alguna sandez, que la pone más colorada que una amapola… ¡Calle, calle, señora, si hay cada mostrenco que, como Dios me ha de juzgar, no vale el pan que come!… El otro día encontró a Tomasina… ya sabe, la del tío Rufo, que no hace tan siquiera un año que se casó con un oficial de Próspero… Pues iba en aquel mismo instante a por dos reales en casa de su padre para comprar un pan, porque en todo aquel día no había comido un bocado. Su marido se bebe casi todo el jornal, y a mitad de semana, ¡claro! tiene la infeliz que apretarse la barriga… ¡Válgate Dios! Y las más de las noches viene borracho perdido a casa, y le da cada sopimpa que la deja por muerta. ¡Cuántas veces se va la pobrecilla a la cama sin cenar y harta de palos!… Luego quieren que una, viendo estas cosas… ¡Vaya, más vale callar! Lo que yo digo, ¡caramba! ya que la lleve a una el diablo, que la lleve en coche.

      – Oye, tú— saltó Valentina levantando el rostro con su ceño habitual algo más pronunciado,– no te pongas tan fanfarrona. Di que te gustan los señoritos, bueno… yo no me meto en eso; pero no vengas quitando el crédito a los rapaces de tu igual… Se emborrachan, los que se emborrachan… Más de un señorito y mas de dos he visto yo venir como cabras para su casa… Y pegan a sus mujeres, también los que pegan… Si ellas no tuvieran la lengua larga, no las llevarían la mitad de las veces… Atiende; y don Ramón el maestro de música cuando llegaba a casa por la noche ¿daba bizcochos a su mujer? Tú lo debes de saber… bien cerca vivías.

      – Mujer, yo no hablo por todos— repuso Teresa amainando por el temor de que su díscola compañera le sacase a relucir el acompañamiento nocturno de Donato Rojo, el médico de la Sanidad,– sólo digo que los hay muy brutos…

      – Bueno, pues déjalos en paz y no te acuerdes de ellos, que ellos tampoco se acuerdan de ti. Cada una es cada una, y la que más y la que menos sabe por dónde corre el agua del molino.

      – Oyes, Valentina— dijo Elvira sonriendo maliciosamente,– cuando te cases, ¿piensas llevarlas de Cosme?

      – Si las merezco las llevaré… Más quiero llevar dos bofetadas de mi Cosme que el desprecio de un señorito, ¡alza!

      – Así me gusta; ¡aprended, aprended, chiquillas!– dijo Pablito.

      Gonzalo, después de un rato de conversación en voz baja con su novia, se levantó, dió tres o cuatro vueltas por la sala, y vino a sentarse al lado de Venturita, con la cual solía tener jarana. Gustaban ambos de embromarse y retozar después que había nacido la confianza. La niña estaba dibujando unas letras para bordar.

      – No vengas a hacer burla, Gonzalo. Ya sabemos que dibujo mal— dijo clavándole una mirada provocativa, relampagueante, que obligó al joven a bajar la suya.

      – No es cierto eso; no dibujas mal— respondió él en voz baja y levemente temblorosa, acercando el rostro al papel que Venturita tenía sobre el regazo.

      – Pura galantería. Convendrás en que podía estar mejor.

      – Mejor… mejor… todo puede estar mejor en el mundo. Está bastante bien.

      – Te vas haciendo muy adulador. Yo no quiero que te rías de mí, ¿lo oyes?

      – ¡Oh! yo no me río de nadie… pero mucho menos de ti…– repuso él sin levantar los ojos del papel, con voz cada vez más baja y visiblemente conmovido.

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