La transformación de las razas en América. Agustin Alvarez

La transformación de las razas en América - Agustin  Alvarez


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todo "South America", "Manual de patología política" y "Ensayo sobre Educación".

IV. – La cuestión religiosa

      La cuestión religiosa ha preocupado constantemente a Álvarez. Estuvo repicando con sin igual persistencia sobre ello; exhortando a sus conciudadanos al estudio de la ciencia, que ponía frente a frente del precepto religioso. Fue "un San Pablo del liberalismo", ha dicho Joaquín V. González con sobrado acierto. Se le ha reprochado y repróchasele como un rasgo de mal gusto esa insistencia; mas, Álvarez estaba en lo cierto. En nuestro país la religión toma formas curiosísimas; se infiltra por todos los rincones de la vida social: en la escuela, en el hogar, en el gobierno, en la administración, en la ley. Y atisba con ojo avizor el momento propicio para reconquistar la posición perdida.

      Afírmase a menudo que la cuestión religiosa no es de actualidad, que ella ha sido resuelta en nuestro país, que en el mundo ya no se discute. Nada más falso ni antojadizo que esta aseveración. La cuestión religiosa es de actualidad en el mundo hoy más que nunca, y se habla por ahí de un renacimiento místico o religioso en la humanidad… Pero lo innegable es que la guerra ha puesto en discusión las viejas normas éticas que rigen la humanidad actual, y, en primer plano, las normas religiosas.

      En nuestro país el problema religioso es de actualidad, de Sarmiento a esta parte, sobre todo, en su faz práctica. El registro civil con el matrimonio civil, y la ley laica de educación, son conquistas del espíritu laico sobre el poder religioso. Todo hace suponer que la lucha – que ruge sordamente en los distintos grupos sociales – entre el precepto religioso y los ideales laicos ha de acentuarse cada vez más.

      Ni siquiera, pues, puede con justicia tachársele a Álvarez de inactual. A propósito de esto, se le acusa de "materialista", de haber formado opinión en lecturas extremadamente de esa índole – las "únicas" fuentes de su cultura, dice un crítico – con criterio viejo, atrasado, y que vio a través de este prisma el problema religioso.

      Creemos que Ingenieros ha contestado esa inculpación de una manera definitiva: "Nada hay en efecto – dice – más falso que la pretendida identidad de la superstición con el idealismo, no hay nada más torpe que sugerir al vulgo que todos los moralistas laicos son "materialistas" y carecen de ideales", y luego agrega: "Nada hay moralmente más materialista que las prácticas externas de todos los cultos conocidos y el aforo escrupuloso con que establecen sus tarifas para interceder ante la divinidad; nada más idealista que practicar la virtud y predicar la verdad como hicieron los más de los filósofos que murieron en la hoguera acusados de herejía. En este sentido moral – y no cabe otro para apreciar un sembrador de ideales – Agustín Álvarez fue idealista toda su vida, no adhiriendo jamás al materialismo de ninguna religión conocida"8.

V. – El educador

      Álvarez fue un maestro en el amplio sentido de la palabra. Su temperamento de educador y su vocación por la enseñanza se manifestó en múltiples formas. Puede decirse que fue en él una preocupación constante.

      En la cátedra universitaria enseñaba – dicen sus alumnos – con verdadero fervor. En la conferencia pública, en el folleto y el libro pone esa misma unción pedagógica.

      "Nuestra enfermedad es la ignorancia; su causa el fanatismo" – escribe – . "El remedio es la escuela; el médico es el maestro". Advierte que la América vive encendiendo "velas a los santos para que vean a quienes deben hacer milagros, y no enciende luces en la inteligencia de los niños para alumbrar el camino de la existencia". Confía en la escuela como el remedio de todos nuestros males; pero la escuela que da la educación científica, basada en la observación de la naturaleza, la educación laica, pues la escuela, en su buen entender, debe educar para la libertad y el trabajo y no para la sumisión y el abandono. De su preocupación sobre la materia hablan bien claro las sustanciosas páginas que dejó al morir.

      De su "Ensayo sobre educación", aparecido en momentos de mayor confusión de planes y programas, ha dicho Máximo Victoria: "El campanero de estos tres repiques llamaba a misa mayor cuando los escribió".

Arturo E. de la Mota.

      LA EVOLUCIÓN DEL ESPÍRITU HUMANO

      LA MADRE DE LOS BORREGOS

      La necesidad específica del entendimiento es la explicación, como la necesidad específica del estómago es el alimento. El hambre y la curiosidad son, pues, los dos factores primitivos y fundamentales del ser humano: el uno para asegurar el crecimiento físico, el otro para asegurar el crecimiento mental, igualmente necesario para la conservación del individuo y de la especie.

      Sin alas, sin cola, sin trompa, sin garras, sin colmillos, sin veneno, sin púas, sin cuernos, sin caparazón, sin agilidad, sólo por la inteligencia podía el hombre sobreponerse a las demás especies animales en la lucha por la vida; pero, en cambio, la inteligencia era de suyo un arma o un poder susceptible de desarrollarse indefinidamente, de levantarse más alto que los pájaros y de caer más bajo que los reptiles.

      Es necesario obrar para vivir, y es necesario saber para obrar. Saber al derecho o al revés, saber bien o saber mal, da lo mismo para determinarse a la acción o la inacción y conducirse en ellas, y sólo es diferente para el resultado.

      Para orientarse en el mundo, más allá del hábito heredado en el instinto, es necesario tener un concepto, una idea, una explicación del mundo, muy burda en un principio, y de más en más elaborada después, porque solamente las explicaciones burdas pueden satisfacer a los entendimientos burdos, y solamente las explicaciones refinadas pueden satisfacer a los espíritus refinados.

      Así, para la credulidad fundamental del niño, del salvaje y del ignorante, las explicaciones son tanto más creíbles cuanto son más disparatadas, más extraordinarias, más fantásticas, que es decir, más atrayentes, más impresionantes sobre la imaginación predominante en ellos.

      Los sistemas de explicación del universo, las creencias a priori sobre lo desconocido, eran tan necesarias al hombre para rumbear y desempeñarse en la maraña de bienes y de males en que se desenvuelve la vida, como las sendas y los caminos para transitar sobre el suelo, y en ambos terrenos el ensanche del tráfico tenía que producir necesariamente el ensanche de la vía.

      Descubrir el modo y la razón de ser propias de los hechos y de las cosas era imposible. Imaginárselos, era fácil e inevitable, pues cercados en todas direcciones por el misterio, urgidos por la necesidad de saber para obrar y aguijoneados por la curiosidad de saber para saber, los hombres tenían que recurrir fatalmente a la cavilación para descifrar los enigmas del universo y de la vida, a fin de orientarse en el mundo y en la vida, y la loca de la casa tuvo que ser la encargada de amueblar y pertrechar la casa.

      Para los primeros hombres, el antecedente conocido de sus acciones, el porqué de sus actos, fue ese misterio interior que llamamos la voluntad, y en función de este primer factor de los hechos propios se explicaron, naturalmente, los hechos ajenos como efectos de otras voluntades en las otras personas, en los animales y en las cosas, como el niño que se enoja con los juguetes indóciles a sus caprichos y los rompe, porque los cree culpables, que es decir, voluntarios; como los baqueanos de la cordillera que creen que la montaña desconoce a los forasteros y desencadena en seguida la tormenta para manifestar su disgusto; como los napolitanos supersticiosos que creen que las diligencias no gustan de los curas y se vuelcan de rabia cuando va alguno entre los pasajeros.

      Tomando esta primera cosa conocida – el yo – como base o punto de referencia para la explicación de las demás cosas, el hombre llegó necesariamente a la personificación de todas las cosas del mundo real, desde luego, y a la de todas las del mundo imaginario después, suplicando en un principio directamente al sol para que enviase la luz y el calor y evitase los nublados y los eclipses, y después a Horo, a Dionisios, a Febo Apollo, a Jehová, a Dios, a San Antonio o a San Francisco.

      Empezando por suponer una voluntad dentro o detrás de las cosas para explicarse las particularidades de las cosas, el hombre llegó, por refinamientos sucesivos, a imaginarse los poderes invisibles como productores de los hechos incomprensibles, encarnándolos después en los fetiches para rendirles miedo, vale decir, culto.

      Y una vez concebidos los factores imaginarios de los


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"Un moralista argentino". Revista de Filosofía. Año II. Núm. 6.