La transformación de las razas en América. Agustin Alvarez
en las prisiones y el garrote en los hogares, esta idea matriz de la civilización contemporánea, derivada del principio de la igualdad de todos los hombres, es un concepto nuevo de la personalidad, procedente del derecho humano, en contraposición al derecho divino y netamente expresado por Jaurés el 11 de Febrero de 1895, en la cámara de diputados de Francia, en estos términos: "Si Dios apareciese delante de la multitud en forma palpable, el primer deber del hombre sería rehusarle obediencia, y considerarlo como un igual con quien las cosas han de ser discutidas, no como un amo a quien debemos someternos".
Hasta la edad moderna, los fieles penetraban compungidos y contritos en la casa de Dios para suplicarle de rodillas, confesando sus culpas, besando el suelo y golpeándose el pecho. Algunas sectas protestantes, poniendo asientos y suprimiendo genuflexiones, iniciaron la entrada de la dignidad humana en el templo, cuatro siglos antes de que fuese abandonada en España y en América la obligación tradicional y cotidiana del hijo, de pedir la bendición al padre con las manos en súplica y de rodillas en el suelo.
En algunas secciones rezagadas de esta América, todavía, cuando llevan a Dios con campanillas por las calles, para vendérselo a algún moribundo, los transeúntes y los vecinos, se prosternan de rodillas, como los súbditos de los potentados orientales al paso de su respectivo déspota.
En la época en que florecieron los primeros teólogos cristianos, el más abyecto servilismo, el servilismo oriental refinado por los sutiles griegos de la decadencia, estaba de moda en el mundo, que levantaba templos a los emperadores reinantes para rendirles culto, y para endiosar a Dios en las formas del tiempo, los cristianos llevaron el ceremonial del miedo a su señor celestial hasta los últimos límites de lo posible, hasta los últimos extremos de lo repugnante y de lo absurdo, como si Dios hubiera "hecho a los hombres a su imagen" para que fueran su antítesis; pera sacrificarlos en holocausto a sí mismo como Saturno a sus hijos; para degradarlos, levantando con su omnipotencia caprichosa más alto en la segunda vida a los que de "motu proprio" hubiesen caído más bajo y más sucio en la primera; como si los hombres hubiesen recibido en la existencia la carta del negro, no para que la disfrutasen, sino para que la padecieran como una sentencia de oprobio, por "el delito de haber nacido del pecado original".
Y a fuerza de achatarse y deprimirse para agrandar a Dios, los hombres se redujeron a cero, los comunes a cero a la izquierda, los "ungidos del Señor" a cero a la derecha del todopoderoso "fuente única de todo poder y de toda autoridad en el cielo y en la tierra", sólo accesibles a sus criaturas por la magia religiosa y por mediación de su Iglesia, que, trayendo así su razón de ser y de valer de la profesada omnipotencia de Dios y de la obsecuente impotencia del hombre, quedaba fatalmente necesitada de mantener esas condiciones de su existencia para subsistir: la superstición, la credulidad y la ignorancia, que son los tres componentes principales de la pobreza de espíritu, y predestinada a decaer desde el momento y en la medida en que sus pupilos encontrasen otras fuentes de poder y de valer diferentes de la suya y más eficaces que la suya, como es precisamente el caso de la ciencia y la civilización laicas, que, apenas surgidas, han levantado de improviso la capacidad natural del hombre para superar las dificultades de la vida, por medios derivados de la inteligencia humana, y reducido la fe en el poder de los muertos para ayudar a los vivos, a la mitad, la tercera o la décima parte de lo que fue.
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