Obras escogidas. Bécquer Gustavo Adolfo

Obras escogidas - Bécquer Gustavo Adolfo


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sabe!

      ¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?

      LA CORZA BLANCA

I

      En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual, después de haber servido á su rey en la guerra contra infieles, descansaba á la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

      Aconteció una vez á este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que como se les entrase á más andar el día engolfados en perseguir á una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, á una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

      Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama á la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos á otros las aventuras más ó menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y á través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó á percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante á la del guión de un rebaño.

      En efecto, era así, pues á poco de haberse oído la esquililla, empezaron á saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y á descender á la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos, blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.

      – A propósito de aventuras extraordinarias – exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose á su señor: – ahí tenéis á Esteban el zagal, que de algún tiempo á esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

      – ¿Pues qué le acontece á ese pobre diablo? – exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.

      – ¡Friolera! – añadió el montero en tono de zumba: – es el caso, que sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, á lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, á no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

      – ¿Y á qué se refiere esa facultad maravillosa?

      – Se refiere – prosiguió el montero – á que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso, que en más de una ocasión les ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado á término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.

      Mientras esto decía el montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de estos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber á su ganado, y le condujo á presencia de su señor, que para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró á saludarle por su nombre, acompañando el saludo con una bondadosa sonrisa.

      Era Esteban un muchacho de diecinueve á veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes á las crines de un rocín colorado.

      Esto, sobre poco más ó menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto á su moral, podía asegurarse sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.

      Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso á que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, á las que Esteban comenzó á contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.

      Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa é interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidióse éste á hablar, mas no sin que antes dirigiese á su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres ó cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos ó hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera:

      – Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones á San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar; que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá á todo.

      Firme en esta idea, había decidido no volver á decir palabra sobre el asunto á nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y á fe á fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna á molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos á la pellica, y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.

      – Pero, vamos – exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que amenazaba no concluir nunca; – déjate de rodeos y ve derecho al asunto.

      – A él voy – contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos, que no perdía de vista y comenzaban á desparramarse por el monte, tornó á rascarse la cabeza y prosiguió así:

      – Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa ó con ballesta no dejan res á vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.

      Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:

      – Pues, hombre, no sé en qué consista el que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez á las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres ó cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que á juzgar por las huellas debía de componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.

      – ¿Y hacia qué sitio seguía el rastro? – pregunté á los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.

      – Hacia la cañada de los cantuesos – me contestaron.

      No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fuí á apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos á otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje á mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguir á ninguno.

      No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, á la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni á la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré


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