Obras escogidas. Bécquer Gustavo Adolfo

Obras escogidas - Bécquer Gustavo Adolfo


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crece la hiedra, que, agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de plumas.

      Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido é imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.

      Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan á ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construídas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillo, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos ó tres ajimeces abiertos á capricho en un paredón grieteado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece á ningún orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo acabado de un género especial y conocido, ó una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte.

      Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; la de más allá unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.

      El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se encuentra en esta calle: calle construída en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual al levantar su habitación tomaba una saliente, dejaba un rincón ó hacía un ángulo con arreglo á su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.

      Cuando por primera vez fuí á Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.

      Casi siempre la atravesaba de un extremo á otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta ó la rejilla de una ventana, viese ni aun por casualidad el arrugado rostro de una vieja curiosa ó los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.

      Una tarde, sin embargo, al pasar frente á un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres ó cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construído y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían á enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.

      Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó á que me fijase en ella, fué el notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver á caer, ocultando á mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.

      Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, ó mejor dicho, de la cortinilla, ó más claro todavía, de la mujer que la había levantado; porque indudablemente, á aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.

      Pasé otra tarde; pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos ó tres ecos; miré á la ventana, y la cortinilla se volvió á levantar.

      La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me pareció descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.

      Aquel día me distraje dos ó tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía á ella por última vez los ojos.

      Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes; en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.

      La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía de haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando en… ¿quién sabe?.. Acaso en mí; ¿qué digo acaso? en mí seguramente. ¡Oh! ¡cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!..

      Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.

      Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

      Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme á mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad á mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres, á la que yo llamo la fecha de la ventana.

II

      Al cabo de algunos meses volví á encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres ó cuatro días. Limpié el polvo á mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo, y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluída la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo á Madrid.

      Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué á visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

      Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas é impracticables.

      Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones á través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.

      La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían identificado, por decirlo así, con el terreno de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones, crecían á su sabor malvas


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