Obras escogidas. Bécquer Gustavo Adolfo

Obras escogidas - Bécquer Gustavo Adolfo


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nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel á la catedral esta noche. Tocad vos el órgano y tocadle sin desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad… pero… proseguís callando sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis?

      – Tengo… miedo – exclamó la joven con un acento profundamente conmovido.

      – ¡Miedo! ¿de qué?

      – No sé… de una cosa sobrenatural… Anoche, mirad, yo os había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la Misa, y ufana con esta distinción pensé arreglar sus registros y templarle, á fin de que hoy os sorprendiese… Vine al coro… sola… abrí la puerta que conduce á la tribuna… En el reloj de la catedral sonaba en aquel momento una hora… no sé cuál… Pero las campanadas eran tristísimas y muchas… muchas… estuvieron sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel, y aquel tiempo me pareció un siglo.

      La iglesia estaba desierta y oscura… Allá lejos, en el fondo, brillaba como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz moribunda… la luz de la lámpara que arde en el altar mayor… A sus reflejos debilísimos, que sólo contribuían á hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi… le vi, madre, no lo dudéis, vi un hombre que en silencio y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra á sus registros… y el órgano sonaba; pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba con el aire comprimido en su hueco, y reproducía el tono sordo, casi imperceptible, pero justo.

      Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.

      El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego… Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado… digo mal, no me había mirado, porque era ciego… ¡Era mi padre!

      – ¡Bah! hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo malo procura turbar las imaginaciones débiles… Rezad un Pater nóster y un Ave María al arcángel San Miguel, jefe de las milicias celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al cuello un escapulario tocado en la reliquia de San Pacomio, abogado contra las tentaciones, y marchad, marchad á ocupar la tribuna del órgano; la Misa va á comenzar, y ya esperan con impaciencia los fieles… Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que á daros sustos, bajará á inspirar á su hija en esta ceremonia solemne, para el objeto de tan especial devoción.

      La priora fué á ocupar su sillón en el coro en medio de la comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y comenzó la Misa.

      Comenzó la Misa y prosiguió sin que ocurriese nada de notable hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano, y al mismo tiempo que el órgano un grito de la hija de maese Pérez…

      La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron á la tribuna.

      – ¡Miradle, miradle! – decía la joven fijando sus desencajados ojos en el banquillo, de donde se había levantado asombrada para agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.

      Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo, y no obstante, el órgano seguía sonando… sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo.

      – ¡No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara, no os lo dije yo!.. ¡Aquí hay busilis!.. Oidlo; qué, ¿no estuvisteis anoche en la Misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa… El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia… Haber dejado de asistir á Santa Inés; no haber podido presenciar el portento… ¿y para qué? para oir una cencerrada; porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral, no fué otra cosa… Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira… aquí hay busilis, y el busilis, era, en efecto, el alma de maese Pérez.

      LOS OJOS VERDES

      Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título.

      Hoy, que se me ha presentado ocasión lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado á capricho volar la pluma.

      Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran, luminosos, trasparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

      – Herido va el ciervo… herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban… en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe… ¡Pero por San Saturio, patrón de Soria! cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle á los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos, y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

      Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más á propósito para cortarle el paso á la res.

      Pero todo fué inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó á las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía á la fuente.

      – ¡Alto!.. ¡Alto todo el mundo! – gritó Iñigo entonces; – estaba de Dios que había de marcharse.

      Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista á la voz de los cazadores.

      En aquel momento se reunía á la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

      – ¿Qué haces? – exclamó dirigiéndose á su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos. – ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya á morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido á matar ciervos para festines de lobos?

      – Señor – murmuró Iñigo entre dientes, – es imposible pasar de este punto.

      – ¡Imposible! ¿y por qué?

      – Porque esa trocha – prosiguió el montero, – conduce á la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

      – ¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?.. ¿lo ves?.. Aún se distingue á intervalos desde aquí… las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame… déjame… suelta esa brida, ó te revuelco en el polvo… ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue á la fuente? y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus! ¡Relámpago! ¡sus,


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