Obras escogidas. Bécquer Gustavo Adolfo
en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
– Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto á morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe á pasar el capellán con su hisopo.
– Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis á la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.
Ya no vais á los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Solo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros á la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose á su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
– Iñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo á las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez á su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?
– ¡Una mujer! – exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
– Sí – dijo el joven; – es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma á mi semblante. Voy, pues, á revelártelo… Tú me ayudarás á desvanecer el misterio que envuelve á esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:
– Desde el día en que á pesar de tus funestas predicciones llegué á la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota á gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reunen entre los céspedes, y susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen á su camino, y se repliegan sobre sí mismas y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco, á cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
Todo es allí grande. La soledad con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fué nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba á sentarme al borde de la fuente, á buscar en sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña… muy extraña… los ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas… no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos.
En su busca fuí un día y otro á aquel sitio.
Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño… pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo á ti ahora… una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto… sí; porque los ojos de aquella mujer, eran los ojos que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color imposible; unos ojos…
– ¡Verdes! – exclamó Iñigo con un acento de profundo terror, é incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró á su vez como asombrado de que concluyese lo que iba á decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
– ¿La conoces?
– ¡Oh, no! – dijo el montero. – ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio ó mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, á no volver á la fuente de los Álamos. Un día ú otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.
– ¡Por lo que más amo!.. – murmuró el joven con una triste sonrisa.
– Sí – prosiguió el anciano; – por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer…
– ¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dió la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: – ¡Cúmplase la voluntad del cielo!
– ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae á estos lugares, ni á los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble ó villana, seré tuyo, tuyo siempre…
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban á grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco á poco de la superficie del lago, comenzaba á envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima á desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas á los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente,