La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco

La araña negra, t. 2 - Ibanez Vicente  Blasco


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el conde me causó miedo. Las terribles impresiones y la dolorosa crisis que acababa de sufrir, habían cambiado su carácter y sus facultades hasta el punto de que yo quedé asombrado al oírle expresarse con una energía tan culta y un acento de tan dramática indignación, que me recordó a alguno de aquellos oradores liberales que alborotaba en las Cortes durante el maldecido período constitucional.

      – Eso es un milagro de Dios tratándose de un hombre tan rudo y poco ilustrado como lo es el señor conde.

      – El dolor y los terribles desengaños operan algunas veces en el hombre asombrosas transformaciones.

      – Realmente en el ánimo del conde debe de haberse efectuado una verdadera revolución.

      – Cuando yo comencé a dirigirle las primeras palabras de consuelo, Baselga pareció despertar. Cada una de mis expresiones fué desvaneciendo una parte de las nieblas que envolvían su cerebro y, al fin, como el ciego que de repente ve la luz, se pintó en su rostro una expresión de asombro y de sorpresa y dió un suspiro que tenía mucho de rugido. Acababa de darse cuenta exacta de su situación. Su figura nada tuvo de tranquilizadora cuando los recuerdos fueron agolpándose en su memoria. Paseábase furiosamente por la habitación y con voz entrecortada fué dando salida a los pensamientos que en tropel acudían a su memoria. ¡Cómo recordar yo ahora lo que allí dijo aquel infeliz para desahogar su furor! Habló hasta contra el mismo Dios; y al rey, a pesar de todas sus aficiones realistas, lo puso como un trapo, apurando todos los adjetivos malsonantes que había podido recoger en las cuadras de los cuarteles. Te digo que parecía un tribuno de aquella "Fontana de Oro", de triste memoria.

      – La verdad es que el señor conde tiene motivos sobrados para hablar mal de S. M.

      – Así es; pero si hubiera podido oírle Chaperón o cualquiera otro director del moderno Santo Oficio, te aseguro que Baselga, a pesar de todos sus servicios a la causa del absolutismo, estaría a estas horas en la cárcel y mañana patalearía en la horca de la plaza de la Cebada. Mira con qué calor hablaría, que hasta yo mismo me conmoví un poco. ¡Con qué acento tan lastimero declamaba contra el rey, en cuya defensa había derramado su sangre, y que correspondía a tan grandes servicios arrojando la deshonra sobre su cabeza! Dijo que los reyes eran todos iguales: bestias miserables que no reparaban en deshonrar a sus más fieles vasallos turbando la paz de sus hogares, y acabó en su furor hasta por decir que ya se iba convenciendo de que los revolucionarios tenían razón, y que los franceses del 93 habían obrado muy cuerdamente cortando las cabezas de los monarcas.

      – ¡Eso dijo! – exclamó el secretario con afectado asombro – . No cabe dudar de que el conde deliraba a impulsos del dolor. Esas palabras sólo se comprenden en un loco.

      – Has acertado; el conde estaba loco y aun me afirmo más en ello cuando recuerdo que habló de lo dispuesto que estaba a dar una puñalada al rey apenas lo viese, o al menos darle de latigazos así que encontrara ocasión.

      – Eso es horrible, padre Claudio.

      – Vamos, hermano Antonio. Finge un asombro menos vivo y con menos afectación. A ti, que estás enterado de los secretos de la Orden y sabes los medios de que ésta se vale a veces, no te cuadra el mostrarte escandalizado del mismo modo que un imbécil realista. Piensa que si algunas veces el rey don Fernando no quisiera obedecer nuestras indicaciones y se opusiera a nuestro desarrollo y esplendor, no nos vendría mal un conde de Baselga, que con su acero y su furor nos libraría de tan temible enemigo. Acuérdate de Juan Chatel y de Jacobo Clemente.

      Esta lección, dicha en tono severo, quitó al "socius" el deseo de seguir fingiendo dramáticos asombros, y el padre Claudio continuó hablando:

      – Por fin, el conde pareció calmarse, aunque sin abandonar por esto sus propósitos de venganza. Yo le hablé entonces con bastante acierto de lo necesario que era la resignación y la caridad cristiana en tales casos, y él no pareció conmoverse mucho con mis palabras.

      – Difícil situación, reverendo padre.

      – No desespero yo por tan poco. Tenía en mi bolsillo lo necesario para hacer que el conde desistiera de su hostilidad contra el rey, así como de su propósito de desafiar a sir Walace y darle muerte.

      – ¿Se refiere vuestra referencia al papel denunciador firmado por el conde?

      – Eso mismo. No necesité más que apuntar el recuerdo de que yo poseía pruebas comprometedoras, para que Baselga se mostrase dispuesto a obedecerme. Además, yo ejerzo gran ascendiente sobre su ánimo, y él está profundamente agradecido por el gran interés que me he tomado en ocultar su crimen. Le pinté el peligro que corría su persona tan sólo con que fuera a desafiar al "baronet" de la Embajada inglesa, y le convencí inmediatamente, haciéndole ver que todo el mundo se preocuparía de tal duelo, que el escándalo se encargaría de propalar que había sido motivado por las infidelidades de la condesa, y que esto podría ser causa de que muchos curiosos, con sucesivas averiguaciones, llegasen a adivinar todo lo ocurrido, haciendo pública la muerte violenta de la condesa.

      – ¿Y qué dijo el conde?

      – Se convenció, aunque tardando mucho; pero, al fin, prometió que nada intentaría contra el rey y contra el "baronet".

      – Según eso, seguirá formando parte de la alta servidumbre de Palacio como hasta el día.

      – No. Para un carácter violento como el de Baselga, es una prueba demasiado ruda ver a todas horas al hombre a quien odia y cuya muerte desea, teniendo que doblar en su presencia la cabeza.

      – ¿Pues qué piensa hacer?

      – Pedir licencia a SS. MM. por conducto mío, y se retirará a su casa solariega. Allí piensa vivir entre los recuerdos de una familia a la que apenas conoció, y espera que por este medio su dolor se disipe algún tanto.

      – ¿Entonces perderemos tan apreciable instrumento?

      – ¿Por qué le hemos de perder? Ese brazo de hierro lo tendremos como en reserva en un rincón de Castilla; pero el día en que le necesitemos para dar un golpe en secreto o que la Iglesia se vea precisada a hacer la guerra a la maldecida libertad, bastará un simple aviso en mi nombre para que inmediatamente venga a ponerse a las órdenes de la Compañía, a la que adora. El infeliz está tan abatido por las desgracias y tan desilusionado de la vida, que considera a la Orden como una segunda madre.

      – ¿Y la niña? ¿Y la hija de doña Pepita y el Rey?

      – El conde no ha querido verla. Cuando una camarera, al conducirla al salón para que contemplara por última vez el cuerpo de su madre, la pasó por frente al conde, éste volvió la cabeza, tanto por no mirarla, como por ocultar en su rostro una expresión poco tranquilizadora. Me temo que Baselga sería capaz de cometer otra barbaridad si quedara alguna vez a solas con la niña. Es demasiado vivo su deseo de vengarse del rey.

      – Entonces, ¿qué es lo que va a ser de la criatura?

      – Por encargo de su padre, la encerraré en un convento de confianza y adicto a nuestra Orden, donde se encargarán de su educación.

      – ¿Y cuándo es el entierro de la condesa?

      – Dentro de pocas horas. El cadáver va a ser conducido ahora mismo a la iglesia parroquial, donde se le dirá una misa con toda la solemnidad propia de una persona de tan elevada posición. No tardará mucho la tierra en ocultar para siempre en su misterioso seno el crimen de Baselga. Todo está en regla. El cura de la parroquia ha extendido el acta de defunción sin hacer preguntas impertinentes. Le ha bastado saber que el confesor de la finada y encargado de su entierro era el vicario general de la Compañía de Jesús en España, para que inmediatamente llenase todas las formalidades necesarias sin hacer la menor pregunta ni la más leve objeción. Mucho he trabajado, pero me ha servido de consuelo apreciar de cerca la gran influencia que ejerce nuestra Orden.

      El padre Claudio quedó algunos minutos silencioso, en la actitud de quien piensa en lo que todavía le queda por hacer, y dijo después con acento imperioso a su secretario:

      – Prepárate a tomar unas notas. Voy a ir inmediatamente a Palacio para hablar con el rey, y quiero que a la vuelta estén ya extendidas las comunicaciones


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