La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco

La araña negra, t. 2 - Ibanez Vicente  Blasco


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mismo de esta casa.

      Con tal imperio dijo Baselga estas palabras que la condesa se vió forzada a obedecer, y a paso lento se dirigió hacia la puerta; pero al llegar a ésta se detuvo, y adoptando una actitud resuelta, volvió al centro de la habitación.

      Baselga la miró con cierto asombro.

      – Yo no puedo permitir que tú te vayas – dijo, mirando a su esposo con la misma expresión incitante que horas antes había empleado con el padre Claudio.

      – ¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso?

      – He dicho que no te vas, y no te irás.

      – ¿Y quién puede impedir que yo te abandone?

      – ¡Yo!, o mejor dicho, mi amor.

      – ¡Tu amor! – exclamó Baselga con extrañeza, e inmediatamente rompió a reir con lúgubres carcajadas.

      – ¡Con que me amas, Pepita mía! – dijo con acento sarcástico – . No es mala la treta para abusar una vez más del marido bonachón, del bestia ridículo de quien tantas veces te has reído. Sin duda, temes las consecuencias del castigo con que te he amenazado, y te propones evitarlas intentando resucitar en mi pecho el ascendiente que hasta hace poco tuviste.

      – Di lo que quieras; insúltame cuanto gustes, llámame perdida, golpéame como a un perro, que todo esto no impedirá que te ame tanto como el primer día que nos conocimos.

      Aquella mujer era una actriz tan perfecta, que su marido llegó a dudar de la falsedad de sus palabras.

      Tal pasión se retrataba en sus ojos y con tanta ingenuidad hablaba, que Baselga, atrepellando la lógica de los hechos y lo decisivas que eran las pruebas que tenía para considerar a Pepita como a una mujer malvada y viciosa, creyó por un momento que ésta había ido al deshonor arrastrada por su carácter caprichoso y que todavía le amaba, por lo que él casi se sentía dispuesto a perdonarla.

      Tanto adoraba a su esposa aquel hombre tan brutal como sencillo.

      Pepita, como de costumbre, adivinaba el efecto que sus pérfidas palabras producían en el ánimo del conde, y no queriendo desaprovechar tan favorable ocasión, apeló a todos sus recursos escénicos, y dijo con la entonación melancólica de una mujer que ve sus ilusiones próximas a desvanecerse:

      – Yo, Fernando mío, te amo y te he amado siempre. Reconozco, si así lo quieres, que he sido traidora, que he faltado a la fe jurada; pero esto no me impide el considerar como la mayor de las desgracias verme alejada de ti, que eres mi mayor ilusión. ¿Qué ganará tu honor con que nos separemos públicamente y el mundo sepa mis faltas y tu deshonra? Quedaremos los dos solos, abandonados, como si estuviéramos en el centro de un desierto; yo seré muy desgraciada porque te amo, y tú sufrirás gran pena porque me adoras, Fernando; yo así lo reconozco, a pesar de que tú haces cuanto puedes por ocultar tu pasión. El tiempo es un buen remedio para borrar de la memoria los recuerdos penosos, y no pasarán muchos meses sin que, dando al olvido el pasado, volvamos a amarnos como en más felices tiempos. ¿Qué ganas con huir de esta casa?

      – Lo que tú temes – dijo el conde con expresión sarcástica – es el escándalo y el desprecio público que caerán sobre ti apenas publique yo tu deshonra.

      – No, esposo mío; lo que yo temo es verme alejada de ti. Si tal sucediera, cree que la vida sería para mí terrible carga.

      Dió la condesa tal acento de sencillez a estas palabras, que Baselga se sintió ya casi desarmado. Una infame y deshonrosa conformidad comenzaba a apoderarse de su ánimo.

      Los primeros impulsos de su terrible furor se habían desvanecido ya, y casi se sentía inclinado a transigir con su deshonra. Amaba a Pepita como a nadie, y comenzaba ya a pensar en lo pesada y monótona que sería para él la vida así que se viera alejado de su esposa y tuviera que mirarla en la calle como una mujer extraña y de posesión imposible.

      La astuta condesa, que sabía la mágica influencia que ejercían sus gracias corporales sobre aquel gigante, que en su corpachón encerraba los insaciables apetitos de un sátiro, apeló a las seducciones de obra para reforzar sus cariñosas palabras, y reclinándose en el diván dejó que algo más que sus lindos pies asomara por bajo la desordenada falda, al mismo tiempo que hacía ondular su incitante pecho al impulso de una respiración agitada y angustiosa.

      No tardó Baselga en fijarse en tan seductores detalles, y mientras parecía reflexionar, fijos sus ojos en los encantos de Pepita, ésta le decía con el tonillo zalamero que tanto efecto causaba en sus adoradores:

      – ¿Qué ganarías, hijo mío, con huir de mí? Yo comprendo que he sido muy malvada y debes castigarme. Lo deseo, lo exijo y me consideraré feliz si extremas conmigo tu venganza hasta el punto de que quedes tranquilo y vuelvas a ser el mismo de antes. Estando junto a mí podrás desahogar tu justa rabia, tratándome como un ser odioso, mirándome con completa indiferencia. Este, Fernando mío, será mi mayor castigo, porque yo te amaba antes mucho; pero ahora te quiero hasta el delirio. Eres soberbio y sublime como un león cuando te enfadas, y te aseguro que hace un instante, cuando me abofeteabas, sentía tentaciones de besarte. Ninguna mujer hubiera dejado de adorarte al verte amenazante y magnífico como un dios. Pégame cuanto quieras, condéname a los mayores castigos que puedas imaginar; pero ámame, pues de lo contrario yo misma me daré muerte.

      Sólo le faltaba aquello al sencillo Baselga para que inmediatamente su terrible furor viniera al suelo como un castillo de naipes.

      Quería permanecer algún tiempo afectando un odio irreconciliable; pero en su interior estaba ya resuelto a perdonar, y por eso, instintivamente y sin darse exacta cuenta, avanzó algunos pasos hacia su esposa sin poder ocultar en su rostro la impresión que sentía favorable para Pepita.

      Esta, que fingiéndose distraída por su apasionamiento se fijaba en cuanto hacía su esposo, comprendió que había ya ganado su afecto, y continuó hablando para asegurarse por completo su tranquila pasividad.

      – No dudes en permanecer unido a tu esposa. Tú amas la gloria, aspiras a ser un personaje en el Ejército, cosa muy justa y nada te perjudicaría tanto en tu causa como un escándalo que redundara en desprestigio de las personas reales. Piensa que si permanecieras como hasta hoy cumpliendo tus deberes y no haciendo nada que pudiera desagradar al rey, llegarías a general dentro de pocos años.

      Detúvose Pepita algunos momentos como para estudiar el efecto que sus palabras causaban en el conde, y creyendo que la promesa de un porvenir glorioso en su carrera le deslumbraba, acabando de desvanecer todos sus escrúpulos, continuó:

      – Además, ¿por qué has de ser tú de diferente carácter que la mayor parte de los que contigo se codean en los salones de Palacio? Tú dices que conoces bien a las gentes palaciegas; pero ni con mucho tienes formado un exacto concepto de su carácter y sus costumbres. ¡Si supieras cuántos ciegos voluntarios hay entre los cortesanos! ¡Si vieras los muchos que ven más de lo que les conviene y, sin embargo callan! Es porque saben vivir y comprenden que a la sombra de un trono hay que pasar por muchas cosas para poder medrar. Imítalos tú, Fernando mío, y no te empeñes en diferenciarte de los demás a título de algunas preocupaciones que sólo alcanzan crédito entre la canalla popular. Permanece al lado de tu esposa y no te opongas a los caprichos del rey, que yo me encargo de que dentro de pocos años seas general. Nada puede costarte este pequeño sacrificio. Cuando eras soltero, ¿no consentías que ese vejestorio que lleva el título de duquesa de León atendiera a todas tus necesidades, a pesar de ser esto deshonroso? Pues confórmate ahora a ser un poco complaciente y algo ciego, y piensa que, a pesar de lo que diga la gente, ser querida de un rey es honor que no todas alcanzan. Debes pensar en que podemos encumbrarnos bajo la protección del monarca y en que muchos envidiarán tu suerte, pues quisieran tener una esposa que manejase a su gusto la voluntad del amo de España.

      La condesa no pudo seguir. Había avanzado demasiado haciendo a su esposo tal proposición, y no tardó en sufrir las consecuencias.

      Aquellas cínicas palabras causaron a Baselga el efecto de otros tantos latigazos.

      Quedóse como asombrado por la audacia de su esposa, y pareció dudar de la realidad de lo que oía.

      La


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