La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco
el padre Claudio, de vuelta de casa de los condes de Baselga, sentado a la gran mesa de su despacho y manejando un sinnúmero de papelotes con una atención posible únicamente en un hombre como él, para quien la vida sólo era un eterno y enrevesado negocio.
Cuando su reverencia papeleaba, ya se sabía en la casa que quedaba como aislado del mundo, y el portero o cualquiera de los novicios escogidos que servían en la casa en calidad de ayudantes, se guardaban muy bien de entrar a estorbarle, aunque fuera para darle un recado del Papa o del mismo general de la Compañía, que es como si dijéramos del vicepresidente del cielo.
El hermano Antonio era el único que, por ser como el "alter ego" de su reverencia, tenía el privilegio de entrar en el despacho estando el padre ocupado, aunque con la condición de no hacer ruido ni dirigirle pregunta alguna.
Justamente, aquella mañana el "socius" del padre Claudio faltó a la consigna escandalosamente, pues entró en el despacho sin recatarse de hacer ruido, y arrojando furiosamente su sombrero de teja sobre una silla, fué audazmente a colocarse junto a la mesa, donde, respirando jadeante, comenzó a limpiarse, con un sucio pañuelo de hierbas, el sudor, que, a pesar de la fría estación, corría por sus mejillas, más arreboladas que de costumbre.
El padre Claudio, al notar la sombra que sobre los papeles proyectaba el cuerpo del recién llegado, levantó rápidamente la cabeza y, con las cejas fruncidas y el gesto avinagrado, dijo al irreverente secretario:
– ¿Qué hay? ¿Por qué entras de un modo tan impetuoso?
El hermano Antonio fué a hablar, y tantas cosas parecía querer decir de una vez, que no sabía por dónde iniciar su discurso; pero al fin exclamó, con voz trémula:
– Reverendo padre: todo se ha perdido.
– ¿Qué se ha perdido?
– El asunto de la condesa de Baselga.
El jesuíta irguió su cuerpo nerviosamente al oír esto. La zozobra, que le era cosa casi desconocida, se pintó en su rostro y dijo, lanzando al secretario una mirada terrible:
– ¿Has visto a tu madre, como te encargué?
– De ello vengo, y he podido saber que la duquesa de León nos ha ganado la mano y que el conde de Baselga lo sabe todo ya.
El padre Claudio quedóse por algunos instantes fatalmente impresionado, y dijo al azorado Antonio:
– Calma, hermano. Te desconozco al verte tan impresionado por una mala noticia. Recobra la calma y dime, clara y brevemente, el resultado de tu comisión.
– Cuando fuí a casa de mi madre, ésta había salido ya hacía más de dos horas, según me dijeron unas vecinas. Por los informes de éstas comprendí que había ido a casa de la duquesa de León y allí me dirigí apresuradamente. A la misma puerta la encontré cuando ella salía, y juzgue vuestra reverencia cuál sería mi sorpresa y mi irritación al ver que comenzaba a llorar apenas le indiqué la necesidad de que no dijera una palabra de lo mucho que sabía sobre el parto de la condesa de Baselga. Entre lágrimas y suspiros me contó la escena que había ocurrido momentos antes en las habitaciones de la duquesa, y yo quedé tan irritado como sorprendido de la habilidad y paciencia con que esta mujer sabe preparar sus venganzas. Figúrese vuestra paternidad que, para convencer al conde de las infidelidades de su mujer, no sólo se ha valido de mi madre (de la que ahora me convenzo que puede disponer a su antojo), sino que durante mucho tiempo, por medio de su mayordomo, ha estado conquistando a uno de los negros que doña Pepita trajo de Méjico, incorregible borrachín que, por dinero y por convites, ha consentido en huir de su casa para ir a la de la duquesa y allí servir de testigo a las afirmaciones de ésta. El conde ha ido hace pocas horas a casa de la duquesa…
– ¿El conde?.. – interrumpió con extrañeza el jesuíta.
– Sí, reverendo padre. El conde ha acudido obedeciendo un aviso que le envió la duquesa, de buena mañana.
– ¡Parece imposible! – murmuró el padre Claudio – . ¡Y yo, que creía ser dueño de su voluntad!
– Los celos, reverendo padre, cambian mucho a los hombres. El le prometió a usted, anoche, permanecer impasible, dejando a vuestra reverencia el encargo de averiguar la conducta de su esposa; pero han sobrevenido las pérfidas insinuaciones de la duquesa, y ésta ha podido más que los consejos del director espiritual.
– Continúa, hermano Antonio.
– La duquesa, con gran abundancia de detalles, ha relatado a Baselga todas las aventuras de su esposa, y para evitar toda duda ha empleado como testigos a mi madre y al negro. El conde ha sabido que doña Pepita era la querida del rey antes de casarse, y que después ha seguido siéndolo, y la duquesa no ha querido tampoco que ignorara las relaciones con el frailecito y con el "baronet" de la Embajada inglesa. La paternidad de la niña tampoco ha quedado en el misterio, y ésta es la más cruel puñalada que ha sufrido el conde, pues hay que confesar que amaba a la niña con delirio. Para demostrar que ésta es hija del rey, y que nació dos meses después de lo que Baselga creía, la duquesa se valió de mi madre, que declaró el día y la hora en que asistió a doña Pepita en el parto, diciendo que si la partida de bautismo aparecía escrita en abril o sea dos meses antes, era por obra de la influencia de la condesa, que compró al cura de la parroquia. Ha sido una suerte que ni mi madre ni la duquesa, que son dos imprudentes, hayan mezclado para nada el nombre de nuestra Orden en las revelaciones, ni hayan dicho que fué vuestra reverencia quien arregló todo lo referente al bautizo. En cuanto a las actuales relaciones con sir Walace, el negrazo se ha encargado de decir la verdad. Primero tuvo cierto reparo de hablar ante su amo, al que teme con razón; pero esa duquesa, de tal modo se ha apoderado de su ánimo, que al fin le hizo hablar; y el muy villano, deseoso de vengarse de su antigua ama, que, como a todos los criados, lo trataba a latigazos, ha contado, con todos sus pelos y señales, cómo, siempre que el conde estaba de guardia o de servicio en Palacio, entraba en la casa el arrogante "baronet", y hasta le ha entregado una carta lacónica, pero comprometedora, que la condesa le había dado para que la llevase a la Embajada inglesa.
– ¿Y el conde? – preguntó, con encubierta ansiedad, el padre Claudio – . ¿No sabes lo que hizo el conde al convencerse de su deshonra?
– Mi madre, cuando habló conmigo, estaba todavía asustada por la terrible explosión de cólera de Baselga. Cuando el conde se convenció de que su esposa le hacía traición, salió corriendo de casa de la duquesa, murmurando maldiciones y amenazas, con todo el aspecto de un loco.
– ¡Esto es grave! – murmuró el padre Claudio y, presa de nerviosa agitación, levantóse del asiento y comenzó a pasear con aire meditabundo.
– ¿Cuánto tiempo hace – preguntó al hermano Antonio – que el conde salió de casa de la duquesa?
– No lo sé ciertamente; pero calculo que pronto hará una hora.
– No hay tiempo que perder. ¿Está enganchado el coche?
– Sí, reverendo padre. Es ya la hora en que vuestra reverencia acostumbra a ir a Palacio.
– No se trata de eso. Voy inmediatamente a casa de Pepita. El conde es un bárbaro, como ya te dije, capaz de toda clase de violencias cuando se encuentra furioso. ¿Quién sabe si a estas horas estará haciendo alguna de las suyas?
– Malos celos tiene el señor Baselga, pero creo que no haría mal vuestra reverencia en dejar a doña Pepita completamente sola en manos de su esposo. Es una rebelde que, desde que está en lo alto, desprecia a la Orden, que tanto la ha favorecido, y se niega a obedecerla.
– ¿Quién te mete a ti a dar consejos? Pepita ha vuelto al redil, y nos conviene defenderla para que siga prestándonos buenos servicios. Además, en sus tormentosas explicaciones con el conde puede ser que para sincerarse, delate nuestra complicidad en sus relaciones con el rey, con lo que cesaríamos de dirigir la voluntad del conde. Es preciso que yo vaya pronto allá, y el Corazón de Jesús quiera que no llegue tarde.
VIII
La cólera de Baselga
No era operación trivial el peinado