La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco
del reinado de Fernando VII, la tiránica moda llevó el peinado a la más estupenda exageración en punto a complicado y gigantesco.
Pepita estaba ante el espejo de su gabinete, ocupada en arreglar sus cabellos con el mejor arte posible, cuando oyó agitados pasos en la habitación vecina, y, poco después, la puerta de la estancia, que estaba entornada, tembló al recibir un fuerte empujón, y, girando rápidamente, fué a chocar contra la pared, con atronadora violencia.
Volvió la bella Condesa la cabeza, asustada por tal estrépito, y vió, parado en medio de la puerta, al gigantesco Baselga, que tenía un aspecto poco tranquilizador.
Pepita estaba tan acostumbrada a tratar despectivamente a su esposo, y tan grande era su conocimiento del dominio que ejercía sobre su voluntad, que no se inmutó al notar la expresión horrible de aquel rostro ceñudo, en el cual destacábanse horriblemente los ojos centellantes, sanguinolentos y que parecían próximos a salirse de sus órbitas.
Hizo la hermosa un mohín que lo mismo podía expresar sorpresa que desprecio y volviendo a mirarse en el espejo, dijo, con su tono meloso e indolente:
– Pero, hijo mío, ¿qué te sucede para que tan descortésmente penetres en el gabinete de tu mujer? Las costumbres del cuartel te roban tu antigua buena crianza, y será preciso que tu esposa te eduque como si fueras un niño.
El conde pareció no oir estas palabras. Tal seducción ejercía aquella mujer sobre su ánimo, que, a pesar de la indignación que le dominaba y de los terribles proyectos de venganza que se había forjado desde casa de la duquesa a la suya, se detuvo, como asombrado, cual si por primera vez viera a su esposa y quedara subyugado por el incentivo de sus gracias.
Baselga, a pesar de su carácter enérgico, por no decir brutal, carecía de una voluntad firmísima, y la indecisión se apoderaba continuamente de su ánimo.
Algunos momentos antes pensaba en asombrosas venganzas, y se sentía con ímpetu para exterminar, no ya a Pepita, sino a todo el género humano: pero desde el momento que contempló a su esposa sintióse de nuevo víctima de aquel predominio que ésta sabía ejercer sobre su carácter, y permaneció un buen rato como atontado, mientras que la hermosa mejicana seguía peinándose tranquilamente.
La calma de su esposa y el desdén que ésta manifestaba sacaron a Baselga de su contemplación de idiota, y, avanzando al centro del gabinete, dejóse caer sobre un diván, diciendo con voz cavernosa:
– Pepita, tenemos mucho que hablar. Siéntate aquí y mirémonos frente a frente.
– Habla cuanto quieras – contestó la hermosa, con su tonillo indolente – ; habla, que ya te oigo y no es necesario que deje de peinarme para escucharte.
– ¡A sentarte… y pronto! Yo lo mando.
Volvió su cabeza la mujer con aire de asombro al ver que el antiguo esclavo se rebelaba demostrando tener voluntad; pero fué para ella tan extraña la impresión que vió en su rostro que, obedeciendo a un impulso de conservación, abandonó su peinado y fué a sentarse en el extremo del diván que le indicaba Baselga.
– Ahora – dijo éste con terrible calma – que los dos nos encontramos frente a frente, vamos a repasar nuestra pasada vida para que yo me convenza mejor de que he sido un imbécil y usted, señora, una tremenda…
Y Baselga dió a su esposa un calificativo tan justo como duro, cuya crudeza disculpaba su inmensa indignación.
Pepita estaba asombrada y no sabía dónde aquello iría a parar; pero como sobre su conciencia pesaban motivos suficientes para tener miedo a su esposo, y como éste se mostraba por primera vez con voluntad propia y en toda la plenitud de su carácter feroz, de aquí que la alegre condesita, a pesar de su despreocupación y su descoco, comenzara a perder la serenidad.
– Señora: lo sé todo. No son ya un misterio para mí los deshonrosos amoríos que usted ha sostenido antes y después de nuestro casamiento, y aun los que hoy tiene con cierto individuo de la Embajada inglesa, al que muy pronto ajustaré las cuentas.
La condesa, a pesar del imperio que tenía sobre sí misma, no pudo menos de estremecerse, detalle que no pasó desapercibido para Baselga.
– Hace usted bien en temblar. A un hombre como yo no se le engaña impunemente, pues antes quiero morir o matar, que ser objeto de burla para nadie.
– Te han engañado, Fernando mío – dijo Pepita con tono zalamero – . Todo eso que dices de amantes y de deshonra son tremendas mentiras que sin duda te han imbuído personas que desean mi perdición.
– ¿Me han engañado, infame? ¿Vas a llevar tu cinismo hasta el punto de negar lo que he visto casi por mis propios ojos? Bien sabes tú que mientes. Para demostrarme lo contrario, sería preciso que me convencieses de que no existe un "baronet" llamado sir Walace, agregado a la Embajada inglesa, y de que es falsa esta carta escrita de tu letra y en la cual le das una cita para esta misma noche, en que he de entrar de guardia en Palacio.
Y al decir esto, Baselga arrojó en el regazo de su esposa el papel que poco antes le había entregado el negro en casa de la duquesa.
Pepita no lo miró. ¡Para qué! Demasiado lo conocía ella, y estaba convencida desde el primer instante de aquella escena de que su esposo lo sabía todo.
– ¿No contestas? Atrévete ahora, infame, a negar que eres la querida de Walace, así como también de la persona a quien hasta hace poco respetaba tanto como a Dios, y que ahora no sé si mirar con desvío o con odio. ¡Ah, mujer miserable! ¡Ah, infame ramera! ¡Cómo te habrás reído con el rey, con ese inglés, y aun con cierto joven fraile, de la mansedumbre de tu ignorante esposo! ¡Ira de Dios! ¡Qué de burlas habréis dirigido contra el imbécil marido que tan ciego estaba!
El conde, diciendo esto, se había levantado y se paseaba como una fiera enjaulada por el reducido gabinete. Sus mejillas, a fuerza de palidecer, tomaban un tinte cadavérico, y en cambio sus ojos estaban inflamados y ribeteados de rojo, cual si fuesen de cristal y transparentasen dos grandes coágulos de sangre.
Recordando el infeliz Baselga su deshonra, e imaginándose el ridículo papel que por tanto tiempo había desempeñado, él, que dos años antes se batía por una mala mirada, indignóse hasta el punto de parecer un loco; sus dientes rechinaron, una oleada de densa sombra pasó rápidamente ante su vista, y sintió una necesidad tan imperiosa de desahogar su furor, que alargó instintivamente su fuerte diestra, y al pronunciar las últimas palabras, descargó un tremendo bofetón sobre Pepita.
La fresca mejilla se amorató bajo tan fuerte golpe, la huella de la mano quedó marcada en la tersa tez, y la condesa, a pesar de ser fuerte y robusta, vaciló, llegando casi a doblarse sobre el asiento.
Pepita, llevándose las manos a la parte dolorida, púsose a llorar silenciosamente, y el conde pareció que despertaba de un horrible sueño.
Nunca Baselga se hubiese creído capaz de golpear a una mujer, y, al contemplar su obra, sintió tal desesperación que casi estuvo tentado de pedir mil perdones a aquella misma mujer que tanto le había ofendido.
En uno de sus brutales arranques llevóse la diestra a la boca para morderla furiosamente, como en castigo a su desacato, y siguió paseando por el gabinete, mientras que la condesa lloraba con aire resignado, sin perjuicio de pensar en su interior que una bofetada era poca cosa si con ella sola lograba salir de tan tremenda situación.
Por mucho tiempo permanecieron callados los dos esposos y paseando el conde agitadamente; fué borrándose poco a poco de su cerebro la expresión de lástima que le había producido su propio desacato, y nuevamente los celos y la indignación excitaron su carácter violento, hasta el punto de que volvió a reanudar el penoso diálogo con su esposa.
– No llore usted. Las mujeres que faltan a sus deberes deben tener el suficiente valor para sufrir las consecuencias de sus crímenes, y, ya que son malvadas, que lo sean de veras sosteniendo toda la responsabilidad que sobre su conciencia se han echado.
Luego añadió, riendo sarcásticamente:
– Yo la creía a usted de más valor. Hasta hace poco estaba sometido a su voluntad, teniéndola por una mujer