La araña negra, t. 1. Blasco Ibáñez Vicente
revolucionario quería desenvainar la espada vengadora contra los pretorianos del 3 de enero.
Aquellos honrados patriotas demostraban en su palabra defectuosa, pero firme, una completa confianza. Aún no era tarde; la reacción había triunfado en Madrid, pero todavía podía desvanecer tal victoria una protesta armada en las provincias, y para ello nada mejor que iniciarla en una capital de importancia.
Don Esteban oía con agrado aquellas valientes proposiciones, y por única contestación decía con triste acento:
– No puede ser; es ya muy tarde. Juzgamos por nuestro entusiasmo al país y éste se halla frío e indiferente.
Cuando los revolucionarios agotaron todos sus argumentos para convencer a don Esteban, éste les dijo:
– Es inútil que ustedes insistan. Saben hace ya mucho tiempo que estoy dispuesto a todas horas a dar mi vida por las doctrinas que profeso; pero en esta circunstancia no me arriesgaré a nada porque conozco perfectamente la situación. Nuestra República ha caído en medio de la mayor indiferencia del país; triste es confesarlo, pero entre nosotros debemos guiarnos ante todo por la verdad. Nació cuando menos lo esperábamos, y más por las desavenencias de nuestros enemigos los progresistas que por nuestro propio esfuerzo; se implantó sin ser precedida de esas tremendas, pero saludables convulsiones revolucionarias, y ha sido semejante a esas criaturas exiguas y débiles que al venir al mundo no producen a sus madres los dolores de un laborioso parto, pero que en cambio carecen de vida y llevan en su sangre la más espantosa anemia. Creedme, ciudadanos, no nos empeñemos en dar vida a un feto abortado. La República vino cuando la nación estaba ya cansada por las repetidas e infructuosas agitaciones de los partidos, y lo que hoy desea el país es paz, y por esto se irá, indudablemente, con aquel que se la dé. ¿Quién sabe si, guiado por tal deseo, aceptará dentro de poco la restauración monárquica? Afortunadamente, el espíritu republicano y federal existe cada vez más arraigado en el pueblo español, y algún día fructificará dando resultados más firmes y duraderos. En resumen, amigos míos, guarden ustedes su energía sin límites para el porvenir, y no expongan en el presente, sin esperanza alguna, unas vidas que son preciosas y de las que necesita nuestro partido.
Los tres revolucionarios, si no convencidos, mostráronse anonadados por la certeza de tales observaciones, y se despidieron de don Esteban tristes por no poder realizar sus nobles deseos.
Algunas horas después don Esteban Alvarez y su fiel acompañante salían de la fonda en un carruaje cerrado, dirigiéndose al puerto donde se preparaba a levar anclas el vapor que semanalmente salía para Marsella.
III
– ¡Qué escándalo, padre mío!
Estas fueron las primeras palabras que, elevando los ojos al cielo y poniendo las manos juntas en dulce actitud, pronunció la directora del colegio apenas don Esteban salió de su despacho, y la niña fué internada nuevamente en el colegio.
– Efectivamente, reverenda madre – contestó el cura – ; ese hombre es un pecador empedernido que para atacar a los representantes de Dios no vacila en insultar al rey de cielos y tierra.
– Decir que Dios… Vamos, que el cielo me libre de repetir, ni aun de recordar tanta blasfemia.
– ¡Y atacar tan calumniosamente a nuestra Compañía!
– A la Compañía de Jesús, reverendo padre; a esa inmortal institución del más grande de los santos; del glorioso Loyola, que supo crear con su Orden la más firme columna del catolicismo y del Santo Padre.
– Es abominable. Ese infeliz tiene a Satanás en el cuerpo…
– Y a Voltaire en la lengua.
El reverendo padre acogió con una amable sonrisa este rasgo de erudición de la religiosa, y tras esto quedaron ambos silenciosos como pensando en un asunto importante, pero que ninguno de los dos quería ser el primero en exponer.
– Ese hombre – dijo por fin la superiora, no pudiendo resistir más tiempo el silencio – es un ser peligroso que algún día puede introducirse en la noble familia de Baselga, como ya lo hizo en otros tiempos, y matar la santa influencia que sobre ella ejerce la Compañía.
– Eso no puede ser, reverenda madre; don Esteban Alvarez no volverá nunca a España.
– Padre mío las amnistías políticas son frecuentes en este país, y aunque ahora se vea perseguido ese hereje, pronto podrá volver a España.
– Eso sucedería si nuestro hombre sólo fuera culpable de delitos políticos; pero ya arreglaremos las cosas de modo que aparezca complicado en delitos comunes para los que no haya indultos y que forzosamente conduzcan a un presidio. Esto le mantendrá alejado de España mientras viva.
– No es eso fácil, padre.
– ¡Santa mujer! Para la Compañía no hay nada difícil. Don Esteban Alvarez, meses antes de la caída de don Amadeo, mandó partidas republicanas en los montes de Cataluña, y ya sabemos que en España esa guerra irregular de guerrillas siempre es causa de atropellos, de los que bien pueden sacarse responsabilidades criminales para hacerlas caer sobre quien convenga. Nosotros tenemos en todas las esferas buenos amigos que nos sirven bien, y además, los sucesos políticos no pueden marchar mejor. Esto se va, reverenda madre, y pronto quedará desvanecido el andrajo de revolución que aun nos cubre. Dentro de poco, o triunfan los carlistas, cada vez más poderosos en el Norte, o surge victoriosa la restauración borbónica en la persona de don Alfonso. Nosotros jugamos en ambas partes, ayudamos a las dos causas, y resulte quienquiera victoriosa, los amos seremos siempre nosotros; ved pues, si podremos lograr que ese hombre peligroso no vuelva a España.
– Admiro vuestro talento, padre.
– No, hija: entusiasmaos ante la grandeza de la Institución de que formamos parte. Deseando extender la gloria de Dios, trabajamos sin descanso con el santo propósito de que el mundo entero adore su poderío tomándonos a nosotros por intermediarios. Grande es la empresa, inmensos medios se necesitan para ella y por esto no hay misión más noble ni meritoria a los ojos de la divinidad que la que ahora os toca desempeñar dando a Dios el alma tierna de una joven y al tesoro de la Compañía una respetable fortuna que nos pertenece y que hace tiempo vamos persiguiendo.
– Padre mío: humilde sierva soy del Señor, pero haré cuanto pueda por dirigir las aficiones de esa niña a la más santa de las vidas y que su fortuna venga a aumentar el tesoro de la gran empresa… para la mayor gloria de Dios.
– El os lo premiará, hija mía. Mucho tenemos que batallar para alcanzar la conquista del mundo y que en él se inaugure el verdadero reino de Dios: pero lo lograremos, reverenda madre, lo lograremos, porque nuestro ejército es invencible; los años pasan sobre él sin hacerle mella; los huecos que la muerte causa en sus filas se llenan inmediatamente y camina sin descanso, lentamente, a la sordina, siempre con el mismo derrotero y a la conquista de idéntico fin. La impiedad nos impone obstáculos y los saltamos; escudados en nuestros fines no reparamos en los medios; nuestras armas invulnerables son el oro, cebo eterno de los mortales, y la persuasión dulce y embriagadora, cuyo secreto poseemos; todo cuanto el diablo inventó para halagar las pasiones de los hombres lo empleamos para la mayor gloria de Dios, y seguimos adelante tranquilos y confiados, más que en nuestro propio valer, en los estatutos de la Orden, que la hacen inmortal. ¿Qué importa que nosotros, soldados de Cristo y del Papa pasemos rápidamente por la esfera de la vida sin darnos cuenta exacta de las conquistas que realizamos, si sobre nuestras tumbas queda siempre ese ejército invencible, esa sublime Compañía, eterno fénix que renace sobre las cenizas y que no descansará hasta el día del triunfo?
– ¡Oh! Seguid, padre mío, seguid – dijo la superiora, a través de cuyas gafas se escapaba el brillo del entusiasmo – . Decidme esas palabras, que me llenan de vida.
– Tened fe en el porvenir de nuestra Orden y cumplid con entusiasmo la misión que ella os confíe. El mundo será nuestro. Las primeras fortunas de la tierra irán entrando poco a poco en nuestro tesoro. La confesión, el continuo consejo en el seno de las familias y la dirección espiritual realizarán tales milagros. Poco a poco nos apoderamos en todos los países de las principales fuentes