La araña negra, t. 1. Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 1 - Blasco Ibáñez Vicente


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había querido organizar una guerrilla y de la campaña sólo había sacado escasa gloria, muchas penalidades y bastantes golpes; y su madre, a causa de los numerosos sustos que la habían producido las continuas fugas y ocultaciones para no caer en manos de los invasores.

      El condesito no tenía a los diez y seis años otro arrimo y amparo que el duque de Alagón, gran señor de la corte, con el que le unía un lejano parentesco; pero en esto le favoreció la suerte, pues llegó a Madrid en 1815, o sea cuando estaba en su período álgido la reacción, cuando el pueblo era feliz gritando: “¡Vivan las cadenas y la Inquisición!”, y España entera adoraba una trinidad tan respetable como la católica, compuesta por Fernando “el Deseado”, el exaguador Chamorro, bruto con suerte, que tenía el privilegio de provocar la carcajada real relatando chuscadas del Matadero, y el citado duque de Alagón, personaje respetable y necesario para la felicidad del Estado, cuyas funciones consistían en llevar la cuenta de los conventos de monjas que esperaban la visita de Su Majestad y acompañar al monarca en sus excursiones nocturnas a casa de Pepa “la Naranjera”, o alguna otra notabilidad manolesca que tenía el privilegio de distraer el fastidio de aquel a quien los predicadores de la época ponían en parangón con Dios.

      Bajo la poderosa protección de tan digno personaje hizo el joven conde sus estudios.

      Cerca de cuatro años invirtió en abrir un resquicio en su mollera a un escrúpulo de matemáticas y un poquillo de táctica y estrategia, pero como en aquel entonces tener un padrino como el duque de Alagón equivalía casi a ser pariente del Espíritu Santo, pronto ingresó en la Guardia Real con el grado de subteniente y fué presentado al rey y a las principales damas de la corte.

      No fué pequeño el efecto que causó en Palacio, atendida la insignificancia de su posición. El monarca, que a la sazón andaba muy preocupado con la Constitución que acababa de jurar y las crecientes pretensiones de los liberales, desarrugó, sin embargo, el entrecejo y le dispensó una sonrisa y algunas chuscadas de su repertorio, con las cuales demostraba conocer las aventuras del joven subteniente, y en cuanto a las damas de la corte, señoronas de carne hinchada, mascarilla de colorete y peinado de tres pisos, le dedicaron las más insinuantes sonrisas y recogieron sus pomposos vestidos para que se sentara a su lado aquel nuevo manjar sano y apetitoso que llevaba en su interior la energía vital de cien generaciones libres de la anemia de las capitales y fortalecidas por la vida del campo.

      En verdad que Baselga merecía tan afectuoso recibimiento.

      Era el más hermoso animal que en muchos años había entrado en la corte para satisfacción del capricho femenil de las grandes damas.

      Su esqueleto podía figurar, por su tamaño y fortaleza, en un museo, y sobre sus huesos de gigante llevaba un apretado tejido de músculos y nervios capaz de desarrollar la fuerza del atleta y refractario a la enfermedad y a la fatiga. Su rostro tenía una expresión ceñuda que al sonreír se convertía en maligna; llevaba con mucha gracia el recortado bigote y las patillas a la rusa, en moda entre los militares de entonces, y a tantos encantos físicos se unían los de una educación distinguida, pues manejaba el sable como un cosaco, bebía sin caer, como un arriero, miraba con desprecio a todo hombre que no llevaba uniforme y jugaba con privilegio de ganar siempre, ya que todas sus fullerías sabía sostenerlas después, como un matachín, con la punta de su espada.

      Los cuartos que le enviaba el cura, su corta paga, algún que otro socorro que le dispensaba su protector el de Alagón, y las trampas en el juego, le permitían vivir con más boato que muchos de sus compañeros de armas, y hasta se susurraba entre éstos que la duquesa madura cuidaba de su brillante aspecto, renovándole el uniforme cada tres meses, con el fin de que se presentara como el oficial más elegante y apuesto de la Guardia.

      Sus calaveradas y rasgos de carácter eran uno de los temas obligados en las tertulias elegantes, y hasta absolutistas tan ceñudos y malhumorados como el duque del Infantado y el padre Cirilo Alameda, reían a carcajadas al saber que Baselga se disfrazaba de majo e iba a las Cortes para tener el gusto de arrojar a los diputados cortezas de naranja, o se emboscaba al anochecer con algunos compañeros en la plaza de Palacio, embozado hasta los ojos y con el sable desnudo, para emprenderla a cintarazos con los mozuelos y mujeres que se colocaban bajo las ventanas del regio alcázar llamando a Fernando “feo narizotas, cara de pastel”.

      Todas estas hazañas las consumaba el joven subteniente como en muestra de agradecimiento al rey y al duque de Alagón, y para desahogar la rabia que sentía contra aquellos liberales que, con sus costumbres puritanas, impedían que fuera la corte lo que en los buenos tiempos y que en ella pudiera lucirse un descendiente de los héroes de la reconquista que se llamaba don Fernando de Baselga.

      La fama de los despropósitos que continuamente cometía el calavera subteniente fué haciéndose tan grande, que llegó a oídos de Fernando, y éste, que entonces se ocupaba en urdir la conspiración número mil y tantas contra la Constitución que voluntariamente había jurado, en uno de los conciliábulos que a altas horas de la noche celebraba en su alcoba con Alagón, Infantado y el joven Córdova, habló a éste de la necesidad de interesar en el plan a Baselga.

      – Señor – contestó Córdova con el desprecio que los hombres de genio guardan para los fatuos – ; ese hombre será útil para cuando demos el golpe; pero, entretanto, puede comprometernos.

      – No importa; háblale de mi parte. Es un bruto que sabrá animar a la gente y te evitará descender a ciertos trabajos.

      El joven subteniente, a quien el soberano había agraciado con tan hermosa calificación, recibió con el mayor placer las indicaciones de su compañero de armas, y estuvo a punto de desmayarse de satisfacción al saber que Su Majestad había pensado en él para tan delicada empresa.

      Desde aquel momento se olvidó de todo para dedicarse exclusivamente a la vida de conspirador.

      ¡Qué actividad la suya! ¡Con qué elocuencia sabía hablar a sus compañeros para decidirles a que desenvainaran su espada contra el Gobierno! A los amigotes de riñas y francachelas pintábales con arrebatada oratoria la necesidad que había de cortar a los liberales esto, aquello y lo de más allá; a los que sentían sus mismas aficiones entusiasmábalos describiendo lo que sería la corte así que la Guardia echara abajo la maldecida Constitución, y a los que se mostraban tímidos e irresolutos intentaba atemorizarles diciéndoles con aire de matoncillo que así que triunfase la buena causa se procuraría hacer en las horcas una buena cuelga de aquellos que en los momentos de peligro no querían defender los sagrados derechos del rey.

      Pronto tuvo Baselga terminados sus trabajos de preparación, y no debió hablar mal de ellos Córdova al rey, pues éste dirigía bondadosas sonrisas al subteniente siempre que lo veía en Palacio.

      Por fin, llegó el momento de dar el golpe.

      Con motivo de ciertas manifestaciones de desagrado que el pueblo hizo al rey, el 30 de junio, cuando se retiraba a Palacio, después de asistir a la clausura reglamentaria de las Cortes, hubo sablazos y culatazos entre la Guardia y la milicia nacional, con el consabido acompañamiento de corridas y cierre de puertas.

      Baselga comenzaba a estar en su elemento y varias veces propuso a sus compañeros el dar allí mismo el grito de “¡Viva el rey absoluto!”, y volviendo a las Cortes, fusilar a todos los diputados.

      Quería acelerar el movimiento con un acto disparatado, y ya que no pudo lograrlo en aquel momento, por la tarde lo consiguió, pues a las puertas del mismo Palacio Real, y por consejo suyo, unos cuantos soldados hicieron fuego por la espalda sobre don Mamerto Landaburu, capitán de la compañía de Baselga y a quien éste odiaba por sus ideas liberales.

      Después de un crimen de tal importancia realizado al grito de “¡Viva la monarquía absoluta!” ya no cabían vacilaciones.

      La milicia nacional, la guarnición de Madrid afecta al Gobierno, y el pueblo, caerían inmediatamente sobre los agresores y la conspiración quedaría desbaratada, lo que obligó a tomar a los conspiradores una resolución definitiva.

      Cuatro batallones de la Guardia Real salieron aquella misma noche de Madrid, mandados por oficiales jóvenes y de poca graduación, pues el que más, era capitán.

      El conde de Baselga iba al frente de medio batallón,


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