La araña negra, t. 5. Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 5 - Blasco Ibáñez Vicente


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áñez

      La araña negra, t. 5/9

      CUARTA PARTE

      EL CAPITAN ALVAREZ (CONTINUACIÓN)

      XXVIII

      Dúo de amor

      Desde las siete que el capitán Alvarez, fumando cigarrillo tras cigarrillo, estaba en su cuarto, ocupado en escribir a la luz de un mezquino quinqué.

      En fino papel de seda escribía con gran cuidado largas cartas que firmaba con un complicado garabato y que iban dirigidas a otros tantos nombres simbólicos, sacados en su mayoría de la antigua historia romana.

      Aquello olía a conspiración, y los párrafos numerados que formaban aquellas cartas, debían ser instrucciones dirigidas a los conjurados.

      Así era, efectivamente. Alvarez, que era el secretario de la Junta Militar Revolucionaria, había recibido del general Prim, aquella misma tarde, una minuta encargándole sacase copias en la forma acostumbrada, y las remitiera, por tal sistema de comunicación que los conspiradores habían establecido, a todos los compañeros de provincias que estaban dispuestos a desenvainar su espada contra la reacción imperante.

      Alvarez, cuando escribía, fumaba automáticamente, sin darse cuenta del prodigioso número de cigarros que consumía, y en torno de su persona formábase una espesa nube de humo, que empañaba la luz del quinqué y envolvía todos los objetos de la habitación en una vaguedad brumosa.

      Nada molestaba tanto al capitán como ejercer de amanuense, copiando un sinnúmero de veces las mismas palabras. Su imaginación se rebelaba contra aquella monótona y embrutecedora tarea, y como su memoria, a las pocas copias, retenía ya todo el contenido del original, podía entretenerse silbando y canturreando mientras la fina pluma corría diligente sobre el tenue papel.

      Tenía ya escritas el capitán cerca de la mitad de las copias encargadas, cuando en la cerrada puerta del cuarto sonaron los discretos golpes.

      Alvarez levantó la cabeza con cierta alarma, instintivamente puso su mano sobre los papeles, y gritó enérgicamente:

      – ¿Quién va?

      – Soy yo, mi capitán – contestó la voz algo bronca de Perico, su asistente – . Ahí fuera le buscan a usted.

      – ¿Quién es?

      – Una señora vestida de negro.

      – ¿La conoces?

      – No, mi capitán. Lleva el velo echado a la cara. Dice que le es muy urgente hablar con usted.

      – Déjala pasar.

      Y el capitán se levantó a abrir la puerta, volviendo después a su mesa para ocultar las copias bajo un montón de libros.

      – Pase usted, señora – dijo el asistente – . En esa habitación está el capitán.

      Cuando éste miró a la puerta vió en ella a una mujer de gallarda figura, con el rostro velado.

      El nebuloso ambiente de aquella habitación parecía turbarla y aparecía inmóvil en la puerta, sin atreverse a avanzar un paso.

      El capitán creía ver brillar bajo aquel velo unos ojos fijos en él.

      – Pase usted, señora – dijo con galante acento – . Pase usted y tome asiento. Dispense el desorden de esta habitación. Ya ve usted, en mi estado nadie es, por lo regular, un modelo de arreglo.

      Y Alvarez se esforzaba en aparecer galante y ofrecía a la desconocida un sillón viejo y descosido, que era el mejor asiento que tenía en su cuarto.

      Avanzó aquella mujer, y antes de sentarse, echó atrás su velo, diciendo con voz dulce y tímida:

      – Soy yo.

      El capitán Esteban Alvarez no supo hasta aquel momento lo que era experimentar una de esas sorpresas en que lo inverosímil se convierte en real.

      Retrocedió como si se encontrara en presencia de una visión, y mirando con ojos de espanto a Enriqueta, sólo supo decir:

      – ¡Tú!.. ¿pero eres tú?

      Reinó un largo silencio. Enriqueta estaba con la vista fija en el suelo, como avergonzada de su atrevimiento al llegar hasta allí, y el capitán la contemplaba con ansia. Después de una ausencia para él tan larga, sus ojos tenían hambre de contemplar al ser querido.

      Estaba hermosa como siempre, pero la expresión dolorosa impresa en su semblante y las huellas que en éste había dejado el llanto, daban a su belleza tan esplendorosa un tinte ideal.

      Los dos amantes permanecieron silenciosos. Enriqueta estaba avergonzada al verse en presencia del hombre amado, y el recuerdo de su injusto y cruel rompimiento la martirizaba ahora. El capitán se hallaba tan emocionado por aquella situación inesperada, que no sabía qué decir y parecía abstraído en la contemplación de Enriqueta.

      Esta fué la que por fin rompió aquella situación embarazosa, levantándose del sillón y dirigiéndose a la puerta.

      – Me voy – dijo con tímida voz.

      Aquello hizo que el capitán recobrara la serenidad.

      – ¡Eh! ¿Qué es esto? ¿Dónde vas, Enriqueta?

      Y avanzó hacia la joven, cogiendo con suavidad una de sus manos.

      – Me voy, sí – continuó diciendo Enriqueta – . Veo que te molesto y que mi presencia te es embarazosa. Tal vez me hayas olvidado. Haces bien; ¡fuí tan vil contigo cuando te escribí por última vez!..

      Y la joven, llevándose una mano a los ojos, pugnaba por desasir la otra, que cada vez oprimía más cariñosamente el capitán.

      – No, ángel mío, no te irás – decía éste – . Después de tanto tiempo sin verte, ¿crees que voy a dejarte marchar hoy que apareces aquí como llovida del cielo? Vamos, reina mía, sé razonable, siéntate otra vez, permanece tranquila. ¿Es posible que yo te olvide? ¡Si supieras cuánto he pensado en ti!..

      Y Esteban, turbado por la dulce emoción, sin saber apenas lo que decía, y dejando escapar palabras sin ilación, pero que respiraban profundo cariño, tiraba dulcemente de la mano de Enriqueta, conduciéndola al sillón en que la joven volvió a sentarse.

      El capitán colocóse junto a ella, y estrechando sus manos entre las suyas, sintióse como embriagado por la mirada triste de la joven.

      Otra vez no sabía qué decir; pero de pronto se le ocurrió pensar en lo extraña que era la aparición de Enriqueta, y se fijó en su semblante de aflicción.

      – ¿Pero qué te sucede, ángel mío? ¿Cómo es que has venido aquí? ¿Qué misterioso encanto es éste? Dí, ¿qué te ocurre? Yo soy tu amante, tu esclavo; dí lo que quieres, para qué me necesitas, e inmediatamente te obedeceré.

      Alvarez sentía un entusiasmo sin límites. Aquella inesperada aparición tenía mucho de novelesco, y él, creyendo adivinar una aventura prodigiosa, se sentía capaz de los mayores esfuerzos y adoptaba un tono caballeresco. Todo lo había olvidado: las órdenes del general, la conspiración y la tarea que todavía le quedaba por hacer.

      Enriqueta, al escuchar aquel ofrecimiento ingenuo, lanzó una dulce mirada de agradecimiento a su amante, y murmuró:

      – ¡Cuán bueno eres, Esteban!

      – Pero dí, ¿qué te sucede?

      Aquella pregunta sacó a la joven de la felicidad que sentía entregándose a la contemplación de su amado, y la arrojó en la horrible realidad. Una densa palidez veló su rostro, y, sollozando, dijo al capitán:

      – Mi padre ha muerto esta mañana.

      Alvarez experimentó una terrible impresión. Todo lo esperaba menos aquello, y su asombro subió de punto cuando la joven le fué relatando que el conde había sido conducido a un manicomio y cómo ella había oído horas antes la conversación de la baronesa con el padre Claudio.

      Aquella espantosa tragedia pasmaba al capitán, a pesar de ser hombre incapaz de impresionarse por el terror.

      Después la joven, siempre sollozando y con voz balbuciente, interrumpiéndose muchas veces y volviendo a hablar cuando el capitán se lo rogaba con cariñosas palabras, expuso la idea que la había arrastrado hasta


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