La araña negra, t. 5. Blasco Ibáñez Vicente
¡Oh! El no hacía la delación únicamente por ser recompensado, sino que le impulsaban sus principios políticos y religiosos, su afecto inmenso a la virtuosa Reina, su adhesión incondicional al Gobierno, su amor a la causa del orden y del catolicismo, puesta en peligro por los pícaros revolucionarios, su…
Y así siguió el hipócrita agente de los jesuítas, enjaretando mentiras y lugares comunes. Después de dejar sobre la mesa ministerial el papel en que estaban las señas del capitán Alvarez y el domicilio donde se reunían los conspiradores, salió Quirós del despacho, y aún pudo oír, antes de atravesar la sala, cómo el ministro daba órdenes para que fuesen llamados con urgencia su colega en la cantera de la Guerra y el gobernador de Madrid.
Cuando Quirós, pisando la gran acera de la Puerta del Sol, miró el reloj del Ministerio y vió que eran más de las diez, púsose a pensar cómo pasaría la noche.
No estaba de humor para asistir a ninguna reunión aristocrática, pues le faltaba fuerza para vestirse, y prefería pasar la noche de un modo más divertido que bailando con señoritas insufribles, que al fin y al cabo no habían de casarse con un pobre como él, o entreteniendo a las devotas mamás, que le consideraban como un juguete entretenido, con sus puntas y ribetes de preceptor moral.
Ya estaba decidido lo que haría. Hasta media noche se entretendría en un teatrillo por horas, donde se representaban piezas bufas, con gran exhibición de pantorrillas, algunas de las cuales había manoseado con intimidad el escritor católico, y después iría a charlar hasta las primeras horas de la madrugada con los redactores de “La Voz del Catolicismo”, diario en el que publicaba de vez en cuando artículos críticos, y en los cuales magullaba a todos los grandes hombres revolucionarios, aun cuando éstos nunca llegaban a enterarse.
Cuando a media noche salió Quirós del teatro, iba pensativo y malhumorado.
Aquel género escénico, punzante afrodisíaco, que conmovía de lujuria a todo el público culto, sensato y conservador que ocupaba las butacas, no había conseguido divertirle, como en otras noches.
Le preocupaba la idea de que a aquellas horas la autoridad estaba preparando la red para apresar al capitán objeto de su denuncia. Y no es que él experimentase compasión alguna. Lo único que le interesaba era la recompensa que le daría el Gobierno, y le era indiferente que aquel desgraciado militar fuese fusilado, o, cuando menos, saliera para los presidios de Africa; pero no dejaba de causarle cierto escozor la idea de que había contribuído a la eterna ruina de un joven que, como él, era pobre y trabajaba por conquistarse una posición.
El aventurero aristocrático no podía evitar cierta simpatía a favor de aquel desconocido que, audazmente y con riesgo de su vida, buscaba el engrandecerse. Quirós no se sentía capaz de buscar la fortuna de un modo tan franco y peligroso.
Aquella preocupación era, pues, producto del espíritu de clase y de la admiración que le inspiraba el valeroso desconocido.
Absorto en tales pensamientos caminaba Quirós, hasta que una sensación de frío le hizo volver en sí. Soplaba un vientecillo helado que punzaba la cara, y el joven levantóse el cuello del gabán, al mismo tiempo que pensaba en la conveniencia de entrar en el café Suizo, ya que se encontraba frente a él.
Con aquel frío no vendrían mal unas copitas de ron. Además, en aquel café siempre se encontraban algunas tertulias de compañeros, jóvenes periodistas, que, aunque liberales y poco afectos a la hipocresía, eran buenos muchachos, y hacían pasar agradablemente el rato con sus chistes.
Quirós entró en el café, y allí permaneció hasta las dos de la madrugada, hora en que se disolvió la tertulia. Aquella noche no estaban en el Suizo más que unos cuantos escritores de perversas ideas, mordaces hasta la crueldad, que se recrearon “tomándole el pelo” al publicista católico, cuyas verdaderas costumbres conocían al dedillo.
El joven abandonó el café con un humor endiablado. El fastidio le perseguía, y se encaminó a su querida Redacción con la esperanza de pasar allí mejor el rato.
Cuando después de subir casi a tientas la mal alumbrada escalera, tropezando con un aprendiz de la imprenta, que se llevaba el último original, entró en la sala común de la Redacción, vió a sus compañeros enfrascados en una discusión que debía ser violenta, a juzgar por el calor con que se expresaban.
– Aquí está Joaquín – dijo con alegría uno de los redactores, al verle entrar – . Es el amigo de la casa, y podrá ilustrarnos con su opinión mejor que nadie.
– ¿De qué se trata? – preguntó con tono indiferente Quirós, que esperaba ser consultado sobre alguna murmuración del gran mundo.
– Vas a hablarnos con franqueza – continuó el periodista – .¿Cuál es tu opinión verdadera sobre lo del conde de Baselga?
El joven hizo un gesto de extrañeza.
– ¿Y qué es lo que le ha ocurrido al conde?
– Vamos, hombre, no te hagas el lila y contesta. Estos dicen que Baselga se ha matado en un momento de locura, y yo aseguro que ese suicidio ha sido preparado hábilmente por alguien. Es muy raro entrar en un manicomio y matarse inmediatamente.
– ¿Pero el conde de Baselga se ha suicidado?
Quirós dijo esto con tal expresión de sorpresa, que los periodistas se convencieron de que recibía por primera vez la fatal noticia.
¿Conque no lo sabía Joaquín, a pesar de ser íntimo de la familia?
Pues, sí, señor; el conde se había suicidado aún no hacía diez y seis horas, y su hija, la baronesa de Carrillo, había enviado la esquela mortuoria para que la publicasen al día siguiente en la primera plana del periódico, y al mismo tiempo rogaba al director, con una conmovedora cartita, que se ocupara con gran prudencia del suceso y defendiera el honor de la familia, si algún diario indiscreto, a pesar de sus súplicas, se atrevía a decir que el conde habíase suicidado.
Quirós escuchaba con el mayor asombro aquellas noticias que le comunicaban sus amigos.
Su sorpresa no tenía límites, y en su interior surgía una sospecha que, poco a poco, iba adquiriendo certidumbre.
El no quería mediar en la discusión de los periodistas, y se negaba a decir si el suicidio había sido por voluntad propia y espontáneo, o hábilmente preparado por enemigos; pero, en su interior tenía ya la opinión formada, y sentía cierto respetuoso temor al pensar en el padre Claudio. ¡Oh, gigantesco maestro! ¡Y con qué limpieza sabía barrer a un hombre del mundo, cuando le estorbaba!
A Quirós no le cabía duda de que en aquella tragedia había intervenido el diabólico talento del padre Claudio. El no podía precisar la verdadera causa de aquel hábil crimen y los procedimientos de que se había valido el poderoso jesuíta, pero presentía la verdad del hecho y veía el invisible brazo del padre Claudio moviendo la mano del conde, que empuñaba la pistola suicida.
Las sospechas que le habían acometido al saber que a Baselga lo declaraban loco y que iba a ser conducido a un manicomio, volvían a reproducirse ya en su imaginación, como hechos indiscutibles. El tenía la solución del obscuro problema. La Compañía deseaba los millones de los hijos de Baselga, y era capaz el padre Claudio de suprimir a cuantos se interpusieran en su camino.
Sentado junto a la gran mesa de la Redacción, con la cabeza entre las manos, bajo la mancha de amarillenta luz de gas que arrojaba una gran lámpara con colgantes de percalina verde, y dejando vagar su mirada por el montón de periódicos de provincias revueltos con tinteros y plumas, permaneció Quirós mucho tiempo, entregado a sus pensamientos y arrullado por aquella discusión interminable que excitaba la bilis de los periodistas.
¿Qué haría él? Esto era lo que se ocupaba en reflexionar Quirós, pronto siempre a pensar en sus negocios, aun en los momentos más difíciles.
El había tenido ciertos planes en otro tiempo, que después desechó por imposibles. Viviendo el conde, resultaba absurdo abrigar, un pobre como él, ciertas pretensiones acerca de Enriqueta; mas ahora, libre ya de tal estorbo, y quedando la joven bajo la dirección de su hermana, tal vez pudiera lograr algo. El se tenía por el hombre de confianza de la