La araña negra, t. 5. Blasco Ibáñez Vicente
que su hermana no estaba en el cuarto. Corrió a éste, y al verlo vacío se lanzó con presteza por toda la casa, llamando a gritos a Enriqueta.
Nada; el silencio más completo en todas partes; no había ya duda: Enriqueta habíase fugado de la casa paterna.
Cuando la baronesa se convenció de aquella terrible verdad, su indignación no tuvo límites, y deseosa, sin duda, de hacer responsable a alguien de aquel suceso, fijó sus ojos en Tomasa, cuya inesperada aparición ya le resultaba muy extraña.
Aquella mujer tenía, sin duda, su parte en la fuga, y por evitar responsabilidades había ido allí a hacer una comedia, lamentándose de un suceso que con anterioridad conocía.
Doña Fernanda, presa de una terrible indignación, dirigióse contra Tomasa, insultándola con soeces palabras; pero procuró no irse con ella a las manos, como en otras ocasiones había hecho, pues recordaba aún los golpes que recibió el día en que el difunto conde hubo de separarlas a viva fuerza, cuando se tiraban de los pelos por cuestión de los amoríos de Enriqueta.
Tomasa apenas si contestó a los insultos de la baronesa.
La muerte del conde y la fuga de su hija eran terribles noticias que la habían dejado atolondrada, y por esto apenas si desmintió con algunas palabras a la procaz doña Fernanda.
La suerte de Enriqueta era lo que a ella le preocupaba, y únicamente pensaba en encontrarla, aunque para ello tuviera que correr medio Madrid.
De pronto, y cuando la baronesa más recrudecía sus injurias, Tomasa sonrió, como si hubiese visto el cielo abierto. ¡Qué torpe era! ¡No habérsele ocurrido antes dónde podría estar Enriqueta!
Y apenas apareció en su imaginación la figura del amo de su sobrino, salió corriendo para su casa. Era entonces la una de la madrugada.
La baronesa, ante tan rápida fuga, se convenció más aún de que la vieja sirvienta tenía participación en aquel suceso, que ella calificaba de rapto.
Deseosa de vengarse y de evitar el escándalo que produciría la fuga de Enriqueta al hacerse pública, quiso adoptar alguna resolución que hiciera volver a la fugitiva a su hogar antes que amaneciera.
Para doña Fernanda no había duda sobre el lugar donde estaba su hermana. Desde el primer momento había pensado en aquel odiado capitán, cuya correspondencia amorosa tan grande indignación le había producido, y la precipitada fuga de Tomasa había ratificado sus sospechas. Acudir a la policía en demanda de auxilio era el medio más apropiado para que el suceso se hiciera público, y por esto la baronesa pensó en sus amigos más íntimos, para encargarlos de la delicada misión de volver la joven a su casa.
Al principio pensó en el padre Claudio, pero hacer que despertasen a éste a altas horas de la noche, era empresa difícil, pues el poderoso jesuíta daba a los suyos severas órdenes para que no turbasen su descanso, y, al fin, la baronesa pensó que sería mejor llamar en su auxilio al amable Quirós, y envió un criado a su casa.
– Mucho ha tardado usted, Joaquinito – siguió diciendo la baronesa con precipitación – ; pero aún es tiempo. Sobre todo, no se entretenga usted. Piense que la honra de mi hermana va en ello. ¡Dios mío! ¡Cuánto agradeceré a usted cuanto haga en esta ocasión!
Quirós, que aún se sentía turbado por aquella inesperada noticia, no pudo menos de fijarse en lo mucho que aumentaría la simpatía de la baronesa hacia él si lograba devolverle a su hermana.
Además, por egoísmo, le interesaba mezclarse en aquel asunto. Si Enriqueta era de otro, todos sus más hermosos planes, que le hacían entrever un porvenir de grandezas, caerían inmediatamente, faltos de base.
El joven estaba resuelto a hacer cuanto le mandara la baronesa, y así se lo manifestó, con entusiasmo teatral.
– Pues bien – dijo doña Fernanda – , corra usted inmediatamente a casa de ese capitán, donde indudablemente se encuentra mi hermana, y tráigala usted, sin reparar en medios. No vacile usted si ha de emplear la fuerza; ya sabe usted que tenemos buenos amigos.
– Está bien, baronesa. Voy allá inmediatamente. Pero, ¿dónde vive ese capitán?
Doña Fernanda hizo un cómico gesto de admiración.
– ¡Dios mío! ¡Cuán loca soy!.. Pues no lo sé. Olvidaba que ignoro dónde vive el tal capitán.
– Esto no fuera obstáculo si el asunto no fuese tan urgente y tuviéramos más tiempo; pero conviene encontrar a Enriqueta antes del nuevo día, y esto es imposible, no sabiendo el lugar donde se encuentra. ¡Si usted pudiera proporcionarme algún otro detalle! Por ejemplo, ¿cuál es el nombre de ese capitán?
– ¡Oh, eso sí que lo sé! Permítame que lo recuerde. Le llaman… ¡ah!, ya me acuerdo. Le llaman Esteban Alvarez.
Unicamente por su gran fuerza de voluntad pudo evitar Quirós hacer un movimiento de sorpresa; pero, a pesar de esto, murmuró con extrañeza y admiración:
– ¡Esteban Alvarez!
– Sí, señor; ese es su nombre. Lo recuerdo perfectamente, pues lo leí en varias cartas que él dirigía a mi tonta hermana. Mientras yo estaba de viaje tuvieron ciertas relaciones, de las que Tomasa era cómplice. ¡Cosas de niños! ¡Tonterías ridículas, que yo evité a tiempo!
El joven estaba pensativo. Preocupábale aquella extraña coincidencia. El que había delatado pocas horas antes para lograr un ascenso en su carrera, salíale ahora al paso, como raptor de la mujer en que él cifraba su definitivo engrandecimiento.
Pero una súbita alarma desvaneció inmediatamente sus pensamientos. La policía caería de un momento a otro sobre el domicilio de Alvarez, tal vez estaría ya allí en aquel momento, y Enriqueta sería detenida, haciéndose visible su deshonra y quedando complicada en una causa por conspiración, que seguramente sería ruidosa.
El joven quería evitar tal desgracia, no porque le doliese la deshonra de la joven, sino porque tras un escándalo tan grande era ya imposible que él la hiciese su esposa, quedando dueño de sus millones.
Había que obrar cuanto antes, y por esto Quirós se despidió de la baronesa, diciéndola al salir:
– Descuide usted, antes que sea de día Enriqueta estará aquí. Podrá costarme encontrar el sitio donde se ocultan, pero yo daré con ellos.
– ¡Adiós, Joaquinito! Que Dios le ayude y cuente usted con mi agradecimiento. Estos servicios no se olvidan nunca.
Cuando Quirós se encontró en la calle, el frío viento de la noche pareció refrescar sus ideas, desvaneciendo la preocupación que en él había producido la noticia de aquella fuga.
Subía la calle de Atocha sin tener aún ningún plan formado, y sin otra idea que ir a casa de Alvarez, cuyas señas había dado algunas horas antes en el Ministerio de la Gobernación.
Hacía el joven los mayores esfuerzos intelectuales por encontrar una idea que le gustase, y su cerebro sólo sabía producir disparates, por lo que se indignaba contra sí mismo.
La soledad lóbrega de las calles parecía reinar en su cerebro, y sus pasos, que resonaban con gigantesco eco sobre las desiertas aceras, repercutían en la bóveda de su cráneo, como un taconeo incesante y diabólico.
Urgíale formar un plan antes de llegar al punto donde se dirigía, y su inteligencia, siempre tan pronta a servirle, se mostraba ahora rebelde.
De repente Quirós encontró la solución a aquel conflicto en que se hallaba.
Si avisaba al capitán de la llegada de la policía y le incitaba a huir, fracasaba su plan, pues el Gobierno no le daría recompensa alguna, y si dejaba que Alvarez cayese en poder de la autoridad, se descubriría la falta de Enriqueta, en cuyo caso ésta sería objeto de la maledicencia social, y ningún hombre incapaz de romper con las públicas conveniencias, se atrevería a solicitar su mano.
El había adivinado el medio de salvar aquel conflicto.
– La combinación es infalible – se decía el elegante aventurero, apresurando el paso – . Con tal que llegue antes