La araña negra, t. 5. Blasco Ibáñez Vicente
hago, Tomasa?
– Huir sin perder tiempo. La vida es lo primero; después, como ha dicho muy bien el señor Quirós, todo se puede arreglar.
Joaquinito saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza al ama de llaves, a pesar de que ésta siempre lo había mirado con marcada antipatía al verle visitar la casa del conde de Baselga.
Los dos hablaron con gran animación del peligro que amenazaba al capitán, y éste, entretanto, entró en su cuarto, saliendo al poco rato con un abultado fajo de papeles.
– ¿Quién guarda esto? – preguntó – . Es lo más comprometedor que tengo, y en ello va la muerte de muchos pobres infelices. Pueden prenderme en la calle, y no conviene que me encuentren encima tan terribles pruebas.
– Vengan aquí los papeles – dijo Tomasa con energía – . Una mujer, en estos casos, resulta menos sospechosa que un hombre.
– Pero, ¿sabe usted a lo que se expone? – preguntó Alvarez.
– ¡Bah! – contestó la vieja con sencillez heroica – . De cosas más grandes me siento capaz.
El capitán reflexionaba, temeroso de que se le olvidase algún otro documento acusador.
No se había despedido de Enriqueta. ¿Para qué? Sería aumentar su dolor, y ya había sentido honda impresión de tristeza, cuando buscando aquellos papeles, la había visto en un extremo de la habitación, cabizbaja, llorosa y con todo el aspecto de un ser infeliz, sin razón ni voluntad.
No; él no se sentía con fuerzas para decirla que, perseguido por los ideales políticos, huía de ella, tal vez para siempre.
Quirós y la vieja aragonesa, mientras el capitán se arreglaba su traje en desorden y buscaba la capa y el sombrero, poníanse de acuerdo sobre el medio de salir de allí.
Ella iba a ocultar los comprometedores papeles, y saldría sola de allí, para ir a esperarlos a la puerta de la casa de Baselga. El joven la había convencido de la necesidad de que fuese completamente sola, para ser menos notada, encargándose él, por su parte, de conducir a Enriqueta por otras calles a casa de su hermana, en cuya puerta se reunirían los tres.
Tomasa aceptaba el plan, pues estaba tranquila de la fidelidad de aquel beato, al que ella llamaba siempre en sus murmuraciones con la servidumbre, “el perro de la baronesa”.
Acababan los dos de convenirse de este modo, cuando entró Perico, embozado en su bufanda, y llevando en un pequeño fardo el poco dinero y los escasos objetos de algún valor que constituían el tesoro de aquella asociación de amo y criado.
El pobre muchacho tenía en su curtido rostro una expresión de tranquila fiereza. Mientras recogía y empaquetaba efectos, habíase hecho el propósito de morir antes de ver cómo su señorito caía en manos de sus perseguidores.
– ¡Adiós, hijo mío! Sé fiel siempre a tu señorito y no le abandones, ni aun en los mayores peligros.
Algunas lágrimas se le escaparon a la valerosa mujer, y su voz se hizo temblona por la emoción; pero inmediatamente hizo un esfuerzo por recobrar su serenidad, y señalando la puerta de salida, dijo al capitán:
– Huya usted al momento. No perdamos el tiempo tontamente.
Alvarez estrechó nuevamente la mano de Tomasa, y la de aquel útil amigo que tan inesperadamente acababa de presentársele, y encargándoles con entrecortada voz que se interesaran por Enriqueta y la explicasen el motivo de aquella huída, salió de la habitación, seguido de su asistente.
– Ahora, don Joaquín – dijo la enérgica aragonesa, cuando ya los pasos de los fugitivos sonaban en la escalera – , hagamos lo que nos toca. No hay tiempo que perder.
Y seguida de Quirós, entró en el cuarto del capitán.
Enriqueta, al ver al amigo y confidente de su hermana, apenas si hizo el menor ademán de sorpresa.
Estaba tan quebrantada por su dolor y su remordimiento, que ningún suceso podía herir vivamente su inteligencia, que parecía embotada y dormida por la desgracia.
Tomasa, vuelta de espaldas, y mientras se escondía aquel fajo de comprometedores papeles en el pecho, relataba en breves palabras a su señorita el peligro que amenazaba a Alvarez y la necesidad en que éste se había visto de huír, pero la vieja doméstica no estaba muy segura de que Enriqueta la entendiese, según se mostraba de fría e indiferente.
Quirós presenciaba silencioso la escena, y se decía que aquella muchacha era una idiota rematada.
Unicamente cuando Tomasa, acabando de acomodarse los papeles sobre el pecho, le repitió la necesidad que había de huír de allí cuanto antes, aquella mujer, que parecía una muñeca con sus ojazos brillantes y fríos, fijos, sin expresión alguna, en el suelo, dió muestras de pensar y entender, levantándose inmediatamente del asiento y colocándose el velo, que aún estaba sobre una silla, tal como ella lo había dejado algunas horas antes.
– Ya estamos arregladas, don Joaquín – dijo la aragonesa, acabando de cruzarse la mantilla sobre el pecho – . Ahora, en marcha.
– Salga usted antes, señora Tomasa – contestó Quirós – , pues usted es la más comprometida por llevar esos papeles. Ya sabe usted dónde nos juntaremos.
– Hasta luego, señorita – dijo la vieja, besando a Enriqueta – . Tenga usted confianza en don Joaquín, que es un buen amigo, y todo cuanto hace es únicamente en bien de usted y de don Esteban.
Se fué la vieja, y Jos dos jóvenes permanecieron algunos minutos en aquel cuarto, completamente solos y en el más absoluto silencio, hasta que, por fin, dijo Quirós:
– Ahora nos toca a nosotros, ¡Vamos, Enriqueta! Mucho ánimo, y obedézcame en todo, que cuanto haga será por salvarla.
Al pasar por el comedor, agarró Quirós la candileja que había dejado encendida el asistente, y alumbrándose con ella bajó la escalera, precediendo a Enriqueta, que andaba torpemente.
La patrona de la casa de huéspedes no había percibido nada de aquella larga escena, en que tantas personas habían intervenido. Tenía la buena costumbre de no inmiscuirse en las cosas de sus huéspedes, y menos en las del capitán, que era su mejor pupilo. Había oído por dos veces los campanillazos en la puerta de la escalera; pero siguió tranquila en su lecho, pues en las llamadas nocturnas de tal clase se encargaba siempre de acudir el servicial Perico, que tenía el sueño ligero. La pobre mujer estaba muy lejos de pensar que el cuarto del capitán quedaba vacío a aquellas horas, y que dentro de poco rato iba a recibir una desagradable visita.
Al hallarse los dos jóvenes en la calle, Quirós ofreció su brazo a Enriqueta, que se apoyó en él trémula y silenciosa, dejándose llevar con la paciente obediencia de un autómata.
Doblaron la esquina de la calle, y al entrar en otra, encontráronse frente a un grupo de hombres, que marchaban apresuradamente. Iban delante un teniente de la Guardia civil y un caballero con bastón de autoridad, y tras ellos seguían algunos guardias civiles, con su capilla azul y el fusil terciado, y un buen número de agentes de policía, unos con uniforme y otros con descomunales garrotes y gorras de pelo, que aún hacían más horrible su catadura de presidiarios.
Aquel encuentro pareció reanimar y volver en sí a Enriqueta, cuyo brazo tembló convulsivamente.
Pasó la joven pareja junto al grupo, sufriendo las recelosas miradas del oficial y el comisario, y cuando se hubo alejado un poco del armado tropel, Enriqueta dijo con débil voz a su acompañante:
– ¿Son ésos?
– Sí, ésos son. Buscan a Alvarez; pero llegan ya tarde. A no ser por mi aviso, lo pillan, y en tal caso, tal vez pasado mañana lo hubieran fusilado.
– ¡Oh, Dios mío! – exclamó la joven, llevándose una mano a los ojos, aunque sin dejar de andar, como si deseara alejarse lo antes posible de aquel horrible grupo.
– Vamos, Enriqueta; ahora no es momento de llorar. Hay que tener serenidad, y, sobre todo, obedecerme en este