La araña negra, t. 5. Blasco Ibáñez Vicente
corría por las desiertas calles, temeroso de llegar demasiado tarde.
En su interior sentía la sonrisa de la fortuna anhelada, que, aunque tarde, llegaba por fin a favorecerle.
XXX
Desenlace inesperado
La fiel Tomasa, al encontrarse frente a la casa donde vivía el capitán Alvarez, hubo de sostener una breve discusión con el vigilante de la calle y desprenderse de una peseta para que le abriera el portal, y después pasó más de un cuarto de hora en la escalera, tirando del cordón de la campanilla, sin que ninguno de los durmientes en aquella casa acudiese a su llamamiento.
Por fin, oyó unos pasos pesados con acompañamiento de bostezos, y tras la consiguiente pregunta de “¿quién va?”, dada por una voz soñolienta, abrióse la puerta, apareciendo su sobrino Perico, casi en paños menores, y alumbrándose con una candileja.
La sorpresa que experimentó el muchacho fué grande al ver a su tía, a quien creía lejos de Madrid, a una hora tan intempestiva.
Tomasa entró prontamente en la habitación, preguntando con ansiedad:
– ¿Dónde están ésos?
– ¿Quiénes son ésos, tía?
– ¿Por quién he de preguntar, grandísimo tonto? Por tu señorito y mi señorita Enriqueta.
– ¡Ah! Luego sabe usted… – exclamó con sorpresa el asistente.
– Yo lo sé todo – contestó Tomasa, interrumpiéndole – . Dime al momento dónde están.
– En su cuarto, tía.
– Pues llamémosles inmediatamente.
Y la vieja y su sobrino encamináronse a la habitación del capitán, cuya puerta golpearon repetidas veces.
Reinaba un silencio absoluto en el interior del cuarto, y la mortecina luz del quinqué apenas si lograba disipar la densidad de aquella nebulosa atmósfera que lo envolvía todo en espesa penumbra.
Después de golpear muchas veces la puerta y de llamar Perico a su señor, éste se levantó, abriendo aquélla, aunque cuidándose de obstruir con su cuerpo la entrada.
Al ver el capitán a la vieja aragonesa, experimentó una sorpresa aún mayor que su asistente.
– ¡Tomasa! ¡Usted aquí! – dijo avergonzado.
– Sí; aquí estoy. ¿Dónde está la señorita?
No necesitaba hacer tal pregunta, pues dentro sonó un suspiro ahogado y el ruido de un cuerpo al caer sobre la cama.
– ¡Oh, mi pobre señorita! ¿Qué le sucede? ¡Por Dios! Don Esteban, déjeme usted el paso franco, o no respondo de mí.
Y la enérgica aragonesa, empujando rudamente al capitán, entró en la habitación. Enriqueta estaba allí, tendida sobre la cama, inerte e inanimada como un cadáver.
La pobre joven había despertado de su delirio de amor al oír aquellos golpes en la puerta y notar que su amado se levantaba para abrir.
Cuando la voz de Tomasa llegó a sus oídos, experimentó una emoción sin límites.
Toda la enormidad de la falta cometida aparecióse rápidamente en su imaginación; sintióse arrepentida y avergonzada, y el rubor pudo sobre ella lo que el dolor no logró alcanzar.
Tan vehemente era su deseo de ocultarse a los ojos de todos, tanto temía las acusadoras miradas de aquella antigua y cariñosa doméstica, que, después de incorporarse sobre la cama, cayó nuevamente en ella temblorosa y desalentada, sintiendo que rápidamente perdía la noción de su ser.
Aquel valor que la sostuvo al oír la relación del trágico fin de su padre y que la impulsó a abandonar su casa, faltábale ahora, quebrantada como estaba por la revelación de secretos de la Naturaleza, que hasta poco antes le eran desconocidos y por el remordimiento de su falta. El recuerdo de su padre y la consideración de que estando todavía caliente su cadáver, ella había perdido su honra en los brazos de un hombre, fué lo que produjo aquel desmayo, desvaneciendo los últimos restos de su energía.
Tomasa acudió inmediatamente en auxilio de su señorita, a la que prodigó toda clase de cuidados.
Alvarez, en un extremo de la habitación, permanecía absorto y como avergonzado de su anterior conducta. La presencia de aquella vieja le llenaba de rubor, a pesar de que ésta no le habia dirigido la menor recriminación.
En cuanto al fiel asistente, habia desaparecido para demostrar su discreción, pero andaba por las habitaciones inmediatas, pronto a acudir al menor llamamiento.
Por fin, volvió Enriqueta en si, y al ver junto al lecho a su antigua doméstica, prorrumpió en tristes lamentos y se abrazó a ella llorando copiosamente.
– Vamos; calma, señorita Enriqueta – dijo Tomasa con expresión bonachona – . No se entristezca usted, pues al fin, lo mismo que usted ha hecho, lo hacen otras muchas y con menos motivo. Todo tiene arreglo en este mundo, y no es muy aventurado pensar que dentro de poco, usted podrá pasearse del brazo de ese guapo mozo que ahí está, presentándose en todas partes como su legítima esposa. No se apure usted, señorita, ¡Quién sabe si todo esto que le sucede será por su bien! Tal vez éste sea el único medio de que usted se vea libre de aquella arrastrada baronesa.
Y Tomasa seguía consolando a su señorita, que bien fuese por las palabras de la animosa vieja o porque el dolor moral comenzaba a calmarse naturalmente en ella, recobró un tanto su tranquilidad.
Aquel lecho parecía quemarle, pues le recordaba su reciente deshonra, y pálida, ojerosa y quebrantada, se incorporó, bajando de él apoyada en los hombros de Tomasa.
La embriaguez del amor se había disipado por completo, y tanto Enriqueta como Esteban evitaban mirarse como avergonzados de su falta.
Transcurrió mucho tiempo sin que ninguno de los tres hablara; pero por fin, Tomasa rompió aquel silencio embarazoso:
– ¡Vamos a ver! ¿Y qué piensan hacer ustedes? ¿Vamos a permanecer de este modo hasta el día del juicio? Urge adoptar una resolución, y es preciso que usted, don Esteban, que tanto sabe, nos diga qué será lo más conveniente. Aquella mujer – continuó aludiendo a la baronesa – está hecha una furia, y es muy capaz de llamar a la justicia para que les eche el guante a ustedes, y esto… (y soltó un taco redondo, como era su costumbre cuando se enfadaba), esto no lo puedo yo consentir. ¡Ver yo a mi Enriqueta tratada como una cualquiera! Vamos, don Esteban; diga usted algo; aconséjenos qué es lo que se ha de hacer.
¡Bueno estaba el capitán para dar consejos! Encontrábase aturdido por lo que acababa de sucederle, y los gozados placeres del amor, en vez de halagar su memoria, punzábanle como terribles recuerdos. Sin embargo, tenía que satisfacer las incesantes reclamaciones de Tomasa, y por esto, contestó:
– Yo creo que debíamos aguardar el nuevo día para hacer algo. A la madrugada nos presentaremos a la autoridad y Enriqueta quedará bajo su protección mientras yo sufriré todas las consecuencias. Yo creo que la ley nos apoyará y a su amparo nos uniremos para siempre.
Tomasa aceptó aquella proposición como otra cualquiera, pues con tal de que Enriqueta no volviera a casa de la baronesa, cuyo genio conocía, todo le resultaba perfectamente bien.
Decidióse, pues, entre los tres, dejar que transcurrieran las últimas horas de la noche, y sumidos en un embarazoso silencio, permanecieron cerca de media hora, hasta que algunos vigorosos campanillazos en la puerta de la escalera, los sacaron de su abstracción.
Momentos después, Perico asomó prudentemente la cabeza, y dijo con gran alarma:
– Señorito, salga usted inmediatamente. Ahí fuera le busca un amigo.
Salió el capitán muy extrañado por tal visita, y en el comedor, que era una pieza inmediata, vió a un hombre envuelto en una capa andaluza.
La luz de la lamparilla que el asistente había puesto sobre la mesa, y que apenas si conseguía trazar en aquella sombra un débil círculo de claridad