La araña negra, t. 6. Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 6 - Blasco Ibáñez Vicente


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de Jesús.

      Convenía distraer al niño; pero no era menos importante aumentar sus aficiones místicas, excitándolas con la lectura de obras escritas con el estilo empalagoso y dulzón propio de las obras jesuíticas.

      De todas aquellas obras la “Vida de San Luis Gonzaga” era lo que más impresión le producía.

      Leía las vidas de una innumerable serie de santos, los más de la primera época del cristianismo, y aunque se conmovía considerando los horribles tormentos sufridos en las arenas del circo romano, aunque derramaba lágrimas al ver pasar ante su imaginación las ensangrentadas figuras de aquellos mártires que morían poseídos del sublime delirio de la fe, su emoción en tales instantes no podía compararase con la que experimentaba al pasar su vista por la crónica de aquel príncipe italiano que, pálido, demacrado, privándose de hasta las más insignificantes satisfacciones, y atormentado por los más mínimos escrúpulos, vivió alejado de las grandezas y esplendores entre los cuales había nacido.

      Había en San Luis Gonzaga algo de sus propios sentimientos, y el pequeño Baselga, al leer su vida le parecía en ciertos instantes estar contemplando su propio rostro en un espejo.

      Una simpatía inmensa, una ternura casi femenil profesaba Ricardito a aquella figura de penitente aristocrático, que atormentada por el ayuno, tenía la piel transparente y pegada al desmayado esqueleto.

      Reunía San Luis muchas condiciones para ser el favorito del santito y el que éste tomara como modelo para su vida futura.

      El penitente italiano procedía de una noble y encumbrada familia, y esto era algo para el joven Baselga, que muchas veces había oído expresarse a la baronesa sobre el origen casi divino de la división de clases sociales.

      Había pertenecido a la Compañía de Jesús, y esto era mucho para aquel alumno de los jesuítas, convencido tenazmente de que fuera de la Orden no podía existir verdadera virtud, sabiduría, ni santidad.

      Además, al carácter delicado y casi femenil de aquel niño, criado entre mujeres y poseído de una timidez ilimitada, gustábale más aquel santo que se dedicaba a martirizarse a sí mismo, y que, enamorado místicamente de la belleza de la Virgen, pasaba días enteros de hinojos ante ella, que toda la innumerable caterva de mártires de la edad heroica del cristianismo, que demostraban la verdad de su doctrina buscando que les desgarrasen los músculos o regando con su sangre las arenas del circo.

      ¡Qué tierna emoción le producía siempre su lectura favorita! ¡Cómo su imaginación, despertada por aquella crónica de santidad, encontraba puntos de comparación entre la vida de San Luis y la suya!

      El santo italiano había sido hijo de un marqués, soldado de gran valor; él tenía por padre a un conde que se había distinguido mucho en los campos de batalla.

      El seráfico Luis tenía desde los siete años tan arraigadas todas sus devociones, que jamás había faltado a ellas; y él se encontraba en igual caso, pues no recordaba haber olvidado ninguna de las santas obligaciones que se había impuesto, que eran oír todas las mañanas la misa de rodillas y sin hacer el menor movimiento, rezar tres rosarios cada día, decir la salve cada hora y recitar sus oraciones todas las noches al acostarse, sin perjuicio de saltar de la cama para arrodillarse sobre el frío pavimento cada vez que algún ensueño celestial se dignaba turbar su reposo.

      Otro punto de comparación existía entre su vida y la de San Luis; pero éste, en vez de causarle una gozosa satisfacción, le llenaba de confusión y tenía su alma constantemente alarmada.

      El santo, en su niñez, mezclándose en el trato de los soldados que mandaba su padre, había aprendido palabras demasiado libres, que repetía sin comprender su significado, y que después fueron para él causa de un continuo remordimiento, llorándolas toda su vida y haciendo rigurosas e interminables penitencias para purificarse de ellas.

      Ricardo, ansioso de encontrar similitud entre las dos existencias, buscó en la suya, y también halló en su niñez algo terrible y horroroso de que arrepentirse.

      ¡Cuántas veces había escuchado con maliciosa alegría a Tomasa, la argonesa doméstica, espíritu volteriano, sin ella darse cuenta, que con gracia inimitable relataba a Ricardo y Enriqueta, cuando la importunaban pidiéndola un cuento, relaciones algo libres en que frailes y monjas jugaban un papel que no dejaba en buen lugar la moral del claustro!

      Este recuerdo de la vida pasada producía en el niño terrible impresión; y aunque él sólo era culpable de haber escuchado con cierto gozo los chascarrillos algo libres contra la gente monástica, reprochábase el gozo que había experimentado oyéndolos, y esto constituía para él un terrible remordimiento.

      Acudía a las mortificaciones, a las penitencias abrumadoras, a todos cuantos santos tormentos le sugería su imaginación, para librarse de tan incesantes preocupaciones y recobrar su tranquilidad, lo que sería signo de que Dios le perdonaba la ofensa que le había hecho escuchando tales abominaciones; pero por más que extremaba sus tormentos físicos y morales, siempre el maldito remordimiento volvía a anidar en su conciencia produciéndole un martirio interminable.

      Ahora comprendía el por qué en sus delirios místicos no era tan favorecido por la corte celestial como aquel santo que tomaba por modelo.

      A San Luis, mientras estaba en oración, hablábale la Virgen, y sentía su pecho invadido de celeste dulzura, mientras que él, por más que llamaba al las puertas del cielo, las encontraba siempre cerradas. Los santos estaban mudos para él, y en vano derramaba lágrimas, pues no lograba ablandar a Dios, encolerizado a causa de los pecados que había cometido Ricardo escuchando las libres relaciones de aquella impía doméstica.

      Por esto la lectura de la vida de San Luis, al par que servía para aumentar cada vez más su devoción, causábale un continuo desasosiego y una febril agitación que hacía peligrar su salud.

      Aquel niño tímido, dulce y asustadizo, a la edad en que todos cometen mil diabluras con encantadora gracia y nunca piensan en las consecuencias de sus actos, mostrábase sombrío y meditabundo, experimentando tantos remordimientos como el más terrible criminal.

      Privábase de comer con la esperanza de alcanzar por medio de ayunos el perdón de aquella culpa, que a él se le figuraba horripilante; no dormía, porque en su estado de perpetua agitación, era imposible conciliar el sueño, y su débil organismo languidecía rápidamente combatido por tantas privaciones.

      Hízose aun más misántropo; fué reservado con sus maestros, experimentando un miedo terrible cuando pensaba que éstos podrían descubrir sus pecados de antaño, y contestaba con evasivas a la solicitud de los jesuítas a quienes el padre Claudio tanto recomendaba su cuidado.

      Mientras los demás colegiales sólo pensaban en aprovecharse de un descuido para ponerle mazas en el rabo al gato del portero, o en cometer un sin fin de inocentes locuras, aquel niño vivía agitado por una idea eterna:

      – ¡Si Dios me perdonara mis pecados!.. ¡Si la Virgen me hablase como a San Luis!.. ¿Cómo he de llegar yo a ser santo?

      III

      De cómo habló la Virgen a Ricardo

      La exagerada devoción del colegial le hacía mirar con más simpatía el establecimiento donde se educaba que la casa de su padre: y por esto, muy al contrario de todos sus compañeros, miraba con santo horror las vacaciones, porque éstas le arrancaban de aquel vasto edificio en cuyos largos corredores se explayaba su imaginación forjando las más absurdas quimeras y en cuya capilla se entregaba a raptos de desesperación, en vista de que sus delirios místicos no producían eco en el cielo.

      El hijo del conde de Baselga iba por buen camino para llegar a sacerdote, y prueba de ello era que comenzaba a adquirir ese horror a la propia familia, ese desprecio a los seres queridos que caracteriza en sus vidas a todos los elegidos de Dios.

      Para servir bien al señor había que abandonar a los padres y hermanos, había que romper todos los lazos terrenales, despreciar los más sagrados afectos; y el niño hizo todo esto recordando la existencia de muchos de aquellos santos cuyas vidas había leído y de los cuales el detalle más saliente era haber olvidado a los que les dieron el ser para amar únicamente


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