La araña negra, t. 6. Blasco Ibáñez Vicente
Era la prueba de que acababa de alistarse bajo las banderas de Cristo.
Pronto notó Ricardo la gran diferencia que existía entre la educación que se daba en el colegio y la de aquel noviciado.
En éste no existía la menor sombra de instrucción científica.
Habían terminado para el joven aquellos estudios engorrosos que contrariaban sus aficiones místicas, y con el noviciado entraba en plena vida devota.
El campo de las supersticiones, de los escrúpulos nimios y de las mortificaciones absurdas abría sus horizontes inmensos ante aquella exaltada imaginación perturbada por el fanatismo.
Ricardo, al pasear por aquellos claustros monótonos y sombríos, que carecían del encanto artístico de los antiguos conventos, creíase a las puertas del mismo cielo; tal era su entusiasmo, que aquellas bandas de jóvenes tétricos y ensotanados que eran sus compañeros y que se espiaban mutuamente aprendiendo a odiarse, considerábalas como legiones de ángeles destinadas a la salvación del mundo.
Dos años había de durar el noviciado, según lo prescrito en las reglas de la Compañía, y tan feliz se sentía Ricardo en su nueva vida, que, a pesar de encontrarse en los primeros días, se entristecía ya pensando que el plazo era relativamente corto y que algún día había de salir de aquella casa para volver al mundo.
Aquel aislamiento, semejante al de la tumba, constituía la suprema dicha de un ser dedicado a la contemplación de las cosas divinas y que se estremecía al menor contacto con la sociedad.
Los ejercicios de devoción que la Orden recomendaba a los novicios eran como los múltiples engranajes de una gran máquina que tendía a anular cuanto de espontáneo y libre existe en el hombre.
Ricardo dejaba de ser un ente libre para convertirse en una molécula inconsciente de la gigante Compañía de Jesús.
Arrastrado por un anhelo noble, buscaba la perfección; pero ésta era para el joven fanático el ideal de los ascetas: matar cuanto de humano existe en el organismo, aborrecer el mundo y odiar los más bellos y naturales sentimientos, todo en gracia a una suprema contemplación. Ricardo aspiraba a ser el hombre perfecto que los ascetas y los celestes visionarios han tratado con estas palabras: “Tamquam ac radaver”.
El joven sentía un ardor cada vez más creciente por ser un modelo de novicios, y este deseo, que en el fondo tenía mucho de vanidad, arrastrábale a seguir de un modo minucioso cuantas instrucciones había consignado San Ignacio de Loyola en sus célebres “Ejercicios”.
Las ideas más acariciadas en la niñez, los sentimientos más arraigados, todo desaparecía y se evaporaba conforme avanzaba Ricardo en sus piadosas prácticas.
Familia, patria, fortuna, todo cuanto significase mundo y pudiera despertar un eco humano en el corazón, todo lo olvidaba Ricardo, siempre empeñado en formarse el vacío de la santidad en torno de su persona.
Tan lejos llevaba su horror al mundo, que le parecía sublime la página 29 de las Constituciones de la Compañía, y releía con fruición el párrafo, que decía así:
“Para que el carácter del lenguaje corresponda a los sentimientos, es de uso acostumbrarse a decir, no yo “tengo” padres, o yo “tengo” hermanos, sino yo “tenía” padres, yo “tenía” hermanos.”
Estas palabras infames, que mataban en vida a los seres más queridos, resultábanles sublimes al joven fanático, e imitando a sus tétricos compañeros, que hablaban de sus padres como si fuesen sus tatarabuelos y se negaban a leer sus cartas, Ricardo aprovechaba las escasas conversaciones que con ellos tenía, para decir con el énfasis de un hombre que ha logrado vencer un terrible obstáculo:
– Yo tenía hermanos; yo tenía familia.
Aquella excitación que mostraba el joven a todas horas y su empeño en ser modelo de novicios, atraíale la simpatía de los padres maestros, que se hacían lenguas de su entusiasmo religioso y de la fortaleza que demostraba al pasar días enteros entregado a la oración, sufriendo terribles privaciones.
La consideración de que aquel joven asceta era poseedor de un título nobiliario y de una gran cantidad de millones impresionaba mucho a los demás novicios, procedentes de la clase media o de familias de labriegos acaudalados, los cuales creían en la división de castas y adoraban supersticiosamente a la aristocracia.
En torno de Ricardo se formaba el mismo ambiente de respeto y consideración que en el colegio, y todos sus compañeros le apreciaban como un ser superior destinado a empresas sublimes.
La adulación existe en la Compañía de Jesús más que en ninguna otra sociedad, por estar ésta basada en el espionaje y la mentira, y de aquí que hasta los padres maestros depusieran un tanto su ceño de ásperos instructores para animar con lisonjas a Ricardo a que perseverase en sus aficiones ascéticas.
Llegó a decirse en aquella santa casa que el joven hacía milagros, y así lo creyeron los sencillos labriegos de las inmediaciones, que se paraban en los caminos con aire reverente cuando pasaba el “santito”; pero hay que advertir que Ricardo no creía en su propio poder, y se extrañaba de que hablasen de prodigios que él nunca había visto, a pesar de ser el principal interesado.
Cada uno de los novicios dirigíase forzosamente a un determinado maestro, por estar así consignado en la regla de la Orden, y con él había de consultar todas sus acciones y pensamientos.
Ricardo tenía su consultor, como todos sus compañeros, y con él sostenía largas pláticas sobre asuntos espirituales.
Muchas veces el discípulo se revolvía contra el maestro, haciendo objeciones que demostraban un fanatismo ascético superior al de los padres exaltados; pero esta oposición era fugaz, pues el educando acababa siempre por amoldarse humildemente a todos los consejos de su superior.
Lo que más repugnaba a Ricardo eran las reglas establecidas en la Compañía para dar a todos sus miembros un exterior uniforme e inalterable.
El jesuitismo no se contentaba con moldear a su gusto las conciencias y anularlas, sino que extendía su poder a los rostros para reformarlos con arreglo a una expresión común.
El maestro de Ricardo mostraba gran empeño en dar los últimos toques de exterioridad gazmoña a aquel novicio destinado a ser un santo que honraría a la Compañía.
La mirada era la principal preocupación del viejo jesuíta, a quien irritaba el modo de mirar franco y noble del joven.
– No debes mirar así – decía a Ricardo – . En nuestra Orden los ojos se fijan siempre en el suelo, y al hablar con un extraño, el rostro debe tener una expresión de seráfica alegría. Una sonrisa sencilla e ingenua sienta siempre bien en los labios de los representantes de Dios. Mira a todos los padres de la Compañía y te convencerás de que siguen fielmente estas instrucciones. Nuestros santos fundadores ya estudiaron cuál es el aspecto que más simpatías proporciona al sacerdote, y de aquí el poder moral que ejercen los individuos de la Compañía sobre cuantas personas tratan. No basta ser santo; es necesario parecerlo.
Y el maestro de novicios dábale más detalles sobre la compostura exterior que debía guardar todo buen jesuíta.
Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos, y evitar, ante todo, los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuíta debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad para que sean instrumentos de sus planes.
La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.
– Nuestro santo padre San Ignacio – decía el maestro de novicios – ya lo ordenó así porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.
Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos, y tanto en su exterior