La araña negra, t. 6. Blasco Ibáñez Vicente
baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gusta vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante la piadosa doña Fernanda el más absoluto silencio.
La única noticia que recibió el joven de su familia diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.
El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuíta al darla.
Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.
A estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.
En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.
Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuítas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.
Aquella misma noche Ricardo fué llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.
Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.
Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.
– ¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero? – preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.
– Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.
– ¿Y no pensabas nada más?
– Nada más.
– Al sentir el contacto de su mano, ¿no te asaltó algún deseo?
Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.
– ¡Deseo!.. ¿De qué?
Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.
Aun le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.
Ricardo ruborizóse ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.
Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo monstruosidades de la pasión que él no había llegado a imaginarse.
A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella “falta” que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.
Esta humillación, que dolió mucho al joven, a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuíta profeso.
Por motivos igualmente insignificantes, vió a jesuítas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.
La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.
Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres y el escándalo producido por un simple apretón de manos.
El deseo de conservar incólume el voto de castidad ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.
La amistad íntima entre dos religiosos considérase como “micitia male olentem” (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: “Huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo.”
El padre Claudio Acuaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó en las reglas de la Compañía que ningún jesuíta pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y a los gatos.
El joven jesuíta, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiólas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad, que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.
VI
La entrada en la Orden
Terminado el noviciado, Ricardo Baselga fué llamado a Madrid para prestar sus primeros votos y entrar de lleno en la Compañía.
No tenía aún la edad a que se acostumbraba admitir a los otros novicios, pero la poderosa protección del padre Claudio era suficiente para que el joven fuese recibido en la categoría de hermano coadjutor.
Al padre Claudio, y a los intereses de la Orden en general, convenía que el joven fuese a vivir en la casa-residencia de Madrid.
Era un espectáculo edificante y conmovedor, que impresionaba mucho a la aristocracia afecta a la Compañía, ver al heredero de una de las más ricas y nobles casas vistiendo la raída sotana del jesuíta, viviendo en la mayor pobreza y mostrando en su exterior una humildad resignada y dulce.
Aquel novicio noble y en camino de ser santo aumentaba el prestigio de la Orden y honraba mucho a todos sus compañeros.
La aparición de Ricardo Baselga en Madrid resultó un acontecimiento para la aristocracia devota.
La baronesa de Carrillo fué felicitada por todas sus amigas, y la residencia de los jesuítas vióse visitada por las damas más encopetadas de las cofradías, que acudían a contemplar con el interés que inspira un ente raro a aquel aristócrata próximo a ser santo, quien, por su parte, las recibía huraño y sordamente irritado, al ver interrumpida su vida devota por la pública curiosidad.
Llegó por fin el momento de prestar los votos y Ricardo se dispuso a ello poseído de la más grande emoción.
Su primer voto fué el de castidad, y verdaderamente el joven no tenía conciencia de lo que prometía y a lo que se obligaba. Había vivido alejado del mundo; la única mujer de la cual habíase hallado cerca era su hermana Enriqueta, y nunca se había sentido envuelto en el ambiente voluptuoso que rodea a toda joven hermosa, ni sentido el loco estremecimiento de la carne.
Aquel juramento era una vana fórmula. Se prometían en él sacrificios cuya importancia se ignoraba, y era indudable que el voto peligraría apenas aquel organismo, virgen de todo estremecimiento amoroso, se conmoviera sintiendo los brutales pinchazos de la pasión. La primera mujer que las circunstancias de la vida arrojasen al paso del futuro santo podía dar al traste con su voto de castidad.
El segundo voto fué el de pobreza, y de seguro que a no tener el ánimo perturbado por una educación inspirada en el fanatismo, Ricardo hubiese sonreído