La araña negra, t. 8. Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 8 - Blasco Ibáñez Vicente


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jesuíta, al convencerse de que su protegido había adivinado ya parte de sus planes, no quiso divagar más tiempo, y bruscamente le preguntó:

      – Y bien, ¿cómo están en casa de la baronesa de Carrillo? ¿Vas por allí con mucha frecuencia?

      Ordóñez sonrió con ingenuidad y contestó con expresión intencionada:

      – Desde que tanto empeño se mostró en presentarme a la baronesa, comprendí que algo bueno para mi porvenir podría encontrar en aquella casa, y desde entonces la visito con asiduidad, y encuentro que allí se pasan las horas muy agradablemente. Hay, sin duda, una Providencia, a la que estoy muy agradecido, porque vela por mí y me señala los puntos donde puedo encontrar la salvación para mi porvenir.

      Y al decir esto, el joven sonreía intencionadamente, y miraba con fijeza al jesuíta, el cual, con su rostro impasible, demostraba no darse por aludido.

      – ¿Resultas muy simpático en aquella casa? – le dijo el padre Tomás – . A mí la baronesa me habló el otro día muy bien de ti.

      – ¡Oh! En cuanto a la baronesa, todo va perfectamente. Demuestra tenerme mucha afición y me oye con gusto. La sobrina es la que no me distingue tanto. No creo que llegue hasta serle antipático, pero, por lo menos, le resulto un tipo indiferente.

      – Pues es un mal, querido Paco.

      – Así lo creo yo también. Esa indiferencia puede dar al traste con mi porvenir, con esa regeneración que usted, como protector bondadoso, ha soñado para mí. ¿No es esto, reverendo padre?

      El jesuíta sonrió bondadosamente.

      – ¡Ay, qué diablo de muchacho! – exclamó – . ¡Cuan listo eres! Inútil es ya ocultarte mi pensamiento. Yo pensaba casarte con María Quirós, una buena muchacha, un ángel, al lado de la cual, forzosamente habrías de regenerarte. Además, con esta unión salvarías tu porvenir, pues la sobrina de la baronesa es muy rica; tiene una fortuna de más de nueve millones de pesetas. Por esto hice que te presentaran en la casa, y ahora que hace ya más de cinco meses que la frecuentas, deseaba enterarme por ti mismo de los progresos que has hecho en ella. Pero veo, con pesar, que has adelantado poco. No me extraña. Vosotros, los calaveras, acostumbrados a las conquistas fáciles, aficionados a los amores impúdicos que nacen, crecen y mueren en el espacio de un día, no sabéis interesar el corazón de una joven honrada y sencilla. Estáis corrompidos, y vuestro hálito parece como que avisa a la mujer inocente a quien os dirigís.

      Ordóñez reía cínicamente al escuchar estas últimas palabras.

      – ¡Bah! ¡Bah! – dijo interrumpiendo sus carcajadas – . Parece, reverendo padre, que esté usted predicando un sermón. Tiene gracia eso del hálito corrompido… A un hombre como yo, le es fácil conquistar una joven como la sobrina de la baronesa. Más difíciles que ella han caído. Lo que hay, cuando me mira con tanta indiferencia, a pesar de mis obsequios e insinuaciones, es que su corazón debe estar ocupado por algún otro hombre más feliz.

      – Bien pudiera ser – dijo sonriendo el jesuíta – . Veo que sabes apreciar las mujeres.

      – Hace tiempo que estoy convencido de la existencia de un rival, y lo que me desespera es no poder adivinar quién sea éste. No hay que pensar en los otros hombres que entran en la casa, colección de vejestorios que van a hacer la tertulia a doña Fernanda. El hombre amado debe estar fuera de la casa, y yo, por más que busco, no puedo saber quién es. No sé por qué, me dice el corazón que esa lagartona de doña Esperanza es la que lo sabe todo; pero, por más que me protege y parece estar a mi favor, no quiere hablar.

      – Y no hablará, tenlo por seguro; no hablará, a pesar de su locuacidad característica, hasta que se le dé permiso para ello.

      – También lo creo yo así, y estoy convencido de que ella sólo dirá lo que vuestra paternidad quiera, pues usted, seguramente, es el que sabe quién es el incógnito novio de María y el que puede lograr que yo sea el marido de la sobrina de la baronesa.

      El jesuíta quedó silencioso y reflexionando, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y, tras una larga pausa, comenzó a hablar sin levantar los ojos:

      – Mira, Paco; ha llegado ya el momento de que hablemos claro y pensemos francamente en tu porvenir. Voy a decirte cuál es mi pensamiento. Como te quiero y veo que es imposible sostenerte por más tiempo en esa vida de trampas y aventuras que llevas, pensé salvar tu situación buscando una heredera rica con quien casarte, y fijé mis ojos en María Quirós. Sabía bien, al hacer que te presentasen a la familia, que no conseguirías interesar el corazón de la joven. Esta hace tiempo que ama a un hombre a quien conoció siendo niña, allá en un colegio de Valencia, y no era lógico esperar que abandonase su primer amor, para ir a encapricharse de ti, joven gastado, de mala fama y que hasta en el rostro llevas, las marcas de tus desórdenes.

      Ordóñez hizo un movimiento de sorpresa y torció el gesto como ofendido por tan rudas palabras, pues tenía pretensiones de belleza y creía que ciertos afeites ocultaban en su rostro las huellas que había dejado la lepra del vicio. El jesuíta no hizo caso de este movimiento y continuó:

      – Mi intención, al pedir que te presentasen a la familia, era únicamente lograr que te hicieses simpático a la baronesa, lo cual no era difícil, y al mismo tiempo que adquirieses cierta amistad con la sobrina, mostrándote a sus ojos como un hombre enamorado hasta la locura, que, a pesar de todos los desprecios y frialdades, sigue resignadamente adorando al objeto de su pasión.

      – Esa es precisamente mi situación actual. La tía me adora y en cuanto a la sobrina, me considera como un ser insignificante; aunque bien considerado, allá en el fondo de su corazón, debe profesarme esa gratitud que toda mujer siente por el hombre que le ama, aunque no esté dispuesta a aceptar su pasión.

      – Me alegro que así sea. Ha llegado el momento, querido Paco, de que nos entendamos. Tú serás el marido de esa joven, si es que yo quiero.

      – Siempre lo he creído así. Conozco el poder de vuestra paternidad y la influencia que tiene en aquella casa, y sé que si se empeña, antes de unos cuantos meses habrán terminado los amoríos de María con su desconocido novio y yo podré casarme con ella. Ahora, reverendo padre, sólo faltan las condiciones, pues cuando usted plantea de tal modo la cuestión, seguramente que algunas quiere imponerme.

      – Tienes el raro don de adivinar lo que uno piensa. Efectivamente, quiero imponerte condiciones, pues un hombre como yo, un sacerdote que por mi augusto ministerio estoy encargado de velar por la virtud, no puedo consentir que un calavera como tú, que aunque ahora manifiestas propósitos de enmienda, puedes recaer, en tus antiguas locuras, se apodere de la fortuna de una joven inocente y la derroche como derrochaste el caudal que te dejaron tus padres. Mis condiciones son éstas: al casarte con María gozarás de las rentas de su colosal fortuna, y, además, yo me encargaré antes de que contraigas matrimonio, de poner en claro tu situación, pagando a tus numerosos acreedores. Serás rico, vivirás en la opulencia; pero te guardarás muy bien de inducir a María a que retire la más pequeña parte de los millones que tiene depositados en el Banco. Mientras viva ella serás millonario, y si por desgracia muriese antes que tú, entonces no has de oponerte a que su fortuna pase toda a manos de la baronesa.

      – ¿Y si tengo hijos? – preguntó con curiosidad Ordóñez.

      – ¡Bah! – contestó el jesuíta con escéptica sonrisa – . Hombres tan gastados y corrompidos como tú no tienen hijos, y si por un capricho de la Naturaleza llegan a tenerlos, la sangre que llevan en sus venas es suficiente para envenenar su breve existencia; quedamos, pues, en que hay que descontar esta circunstancia. ¿Aceptas mis condiciones?

      El joven calavera parecía dudar, y el jesuíta continuó, sin esperar su contestación:

      – Hago todo esto en interés tuyo. Si no contraes este matrimonio, dentro de poco la inmensa balumba de acreedores caerá sobre ti, y tienen motivo más que suficiente para conducirte a la cárcel. Si aceptas, puedes salvar tu nombre de la deshonra y al mismo tiempo vivir con ese boato que tanto te place, gozando una posición sólida y segura. No puedo prometer más. Sería un crimen injustificable a los ojos de Dios


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