La araña negra, t. 9. Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 9 - Blasco Ibáñez Vicente


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apetecido.

      – Creo que he encontrado lo que tú deseas. Enterarse de la vida que Zarzoso hace en París, de sus locuras y depravaciones, si es que realmente ha caído en ellas, nadie puede hacerlo mejor que el padre Tomás, ese santo varón que viene aquí casi todas las tardes y que tiene en París fieles amigos que pondrán en su conocimiento todo cuanto ocurra. Antes de diez días, si tú quieres, sabremos toda la verdad.

      María intentó resistirse. Le causaba cierto temor el hablar de sus amores a aquel sacerdote que, a pesar de su característica amabilidad, le resultaba austero e imponente; pero doña Esperanza logró convencerla.

      – No seas tonta, niña. Es fácil hablar de asuntos como éste a un padre jesuíta. Ellos, a pesar de su santidad, se mezclan en los negocios mundanos para bien nuestro; además, el reverendo padre, que es antiguo amigo de tu familia, te quiere mucho y no vacilará en prestarte este servicio. El es tu director espiritual, lo mismo que de tu tía; yo, en tu nombre, solicitaré una conferencia, y para hacer menos penosa tu petición, me adelantaré a decirle algo de lo que ocurre. Vamos, no seas niña y acepta.

      María acabó por decir que sí a todo cuanto la proponía doña Esperanza, y al día siguiente por la tarde, estando la baronesa y su sobrina en el gabinete próximo al salón, entró el padre Tomás.

      Las miradas significativas que se cruzaron entre el jesuíta y la aristocrática beata, daban a entender la inteligencia que existía entre los dos.

      Por la mañana, se habían visto la baronesa y el padre Tomás y éste había rogado a la entusiasta penitente que en su visita de la tarde procurase dejarle solo con su sobrina, pues creía llegado el momento de averiguar la oculta pena que agobiaba a la joven.

      Por esto, apenas se cambiaron algunas palabras entre los tres, la baronesa, pretextando una ocupación, salió del gabinete, dejando solos al jesuíta y a la joven.

      El padre Tomás miró a la puerta con cierta alarma, pues sabía que la baronesa era muy capaz de quedarse tras un cortinaje escuchando, y por esto se acercó más a María, a la que comenzó a hablar con voz muy baja.

      – Hija mía, sé algo de lo que te sucede y comprendo que en esta situación angustiosa necesitas el auxilio de personas sensatas y de sereno juicio que te aconsejen. Habla con entera franqueza, no te intimide lo sagrado e imponente de mi ministerio. En este momento no es el sacerdote quien te escucha, sino el antiguo amigo de tu familia, el que te profesa un cariño tan puro como si fueses su hija. Nosotros, los padres jesuítas, tenemos una gran ventaja sobre los demás sacerdotes. No nos limitamos a auxiliar a la humana criatura en sus necesidades religiosas; comprendemos que muchas veces necesita apoyo en su vida social y por esto sacrificamos nuestro reposo hasta el punto de intervenir en asuntos que no son de nuestro ministerio; habla, hija mía, habla con entera franqueza. Nuestros penitentes son nuestros hijos, y ¿qué no hará un padre cuando se trata de la felicidad y del sosiego de los que son pedazos de su alma?

      Estas dulces palabras tranquilizaron a María y la hicieron tener absoluta confianza en el poderoso jesuíta, que ya no le resultaba austero e imponente, sino cariñoso y benigno.

      La joven, tranquilizada ya, relató concisamente al jesuíta la historia de aquellas relaciones que él conocía perfectamente desde mucho tiempo antes, y a continuación formuló la súplica de que se interesara en averiguar cuál era la conducta de Zarzoso en París y el por qué de aquel silencio inexplicable que había venido a romper tan inesperadamente sus amores.

      El padre Tomás, aquel santo varón que quería a sus penitentes como si fuesen hijos y se desvivía por su felicidad, aceptó inmediatamente el encargo.

      Sí; él lograría saber punto por punto lo que Zarzoso hacía en París, y con entera imparcialidad se lo revelaría a María, pues en tal clase de asuntos no le gustaba engañar ni mantener ilusiones que no eran ciertas.

      Aquel mismo día escribiría a sus amigos de Francia, rogándoles, en nombre de los intereses de su Orden, que procurasen averiguar todo lo concerniente a la existencia actual de Zarzoso, y se comprometía a dar respuesta a la joven en el plazo de diez días.

      El jesuíta iba ya a terminar la conferencia y a llamar a la baronesa, cuando añadió, como sabrosa postdata:

      – Te advierto, hija mía, que no debes hacerte ilusiones sobre la contestación que recibiremos. No sé por qué me anuncia el corazón que será poco grata. Ignoro qué clase de vida hará ese señor Zarzoso; pero París es un foco de corrupción, donde no entra un joven que deje de perder sus más nobles cualidades. Ya ves tú, ¿qué otra cosa puede esperarse de una ciudad republicana que inicia todas las revoluciones, y de la cual el impío Gambetta ha expulsado a los hijos de San Ignacio, viéndose obligados los padres de la Compañía a vivir ocultos?

      María, a pesar de esta seguridad que el padre Tomás manifestaba por adelantado sobre la corrupción de Juanito, sentía cierta esperanza y aguardaba impaciente que transcurriese aquel plazo de diez días fijado por el jesuíta para saber toda la verdad.

      En estos días, a la incertidumbre de María vino a unirse otra incomodidad.

      El elegante Ordóñez, que era el tertuliano más asiduo de la baronesa, aprovechaba todas las ocasiones para repetir a la joven sus declaraciones de amor, y raro era el día en que no le hablaba de lo feliz que se consideraría si llegaba a alcanzar su mano.

      Para colmo de desdichas, la baronesa habló una tarde a su sobrina del porvenir de la mujer: dijo que ella debía ir pensando en casarse, ya que siempre había manifestado cierta tendencia en favor del matrimonio, y terminó indicándola que no vería con disgusto que el pretendiente preferido fuese el hijo del duque de Vegaverde.

      II

      Amor propio herido

      Era la hora en que la tertulia vespertina de la baronesa de Carrillo estaba en su período más brillante y animado.

      No faltaba ninguna de las antiguas realistas que desde hacía muchos años acudían puntualmente a hacerle la corte a Fernandita, en quien reconocían cierta superioridad, y allí estaban todos, graves y correctos, en aquel rejuvenecido salón, en el cual brillaba siempre por su reconocido talento el marqués académico, mentor del Telémaco Ordóñez, que estaba siempre entre el y la baronesa.

      Doña Esperanza, a pesar de su carácter intrigante y movedizo, estaba en un rincón afectando insignificancia y procurando, con su silencio, que nadie se fijase en su persona, mientras ella contemplaba a todos con curiosidad, y especialmente a María, que también formaba parte de la tertulia.

      La joven mostraba gran impaciencia.

      En aquella tarde expiraba el plazo que había fijado el padre Tomás, y ella aguardaba aquellas noticias de París tan ansiadas.

      Hacía ya algunos días que el poderoso jesuíta no visitaba la casa, y esta misma ausencia la hacía esperar que el padre Tomás no faltaría a la reunión de la tarde, tal como lo había, prometido diez días antes.

      Hablaban los tertulianos justamente de aquella ausencia del poderoso jesuíta, cuando un criado le anunció, entrando poco después el padre Tomás, quien dió su mano a besar a unos, estrechó las de otros y esparció sus amables sonrisas por toda la tertulia.

      Una rápida mirada que el reverendo padre dirigió a la joven dió a entender a ésta que traía las ansiadas noticias.

      María sufría una horrible incertidumbre al ver que el padre Tomás no se apresuraba a hablarla y se enfrascaba en insustanciales conversaciones con aquellos vejestorios de la tertulia.

      Ordóñez, que se acercó a la joven para dispararla su cotidiana declaración, fué recibido con una frialdad rayana en grosería.

      Llegó la hora en que, según antigua costumbre de la casa, entraron los criados con el tradicional chocolate, que reemplazaba al lunch de la alta sociedad montada a la moderna.

      Las ricas salvillas de plata circularon de mano en mano, y entonces fué cuando el padre Tomás, después de haber hablado algunas palabras al oído de la baronesa, se dirigió con cautela al inmediato gabinete, indicando a María con un ademán que podía seguirle.

      Los


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