Liette. Dourliac Arthur
escribientillos maliciosos y granujas, la miraban descaradamente.
¿Y la charla desconfiada de los paletos, a cuyos dedos ganchudos costaba tanto trabajo soltar las libranzas y contaban y recontaban las monedas de plata alineadas delante de ellos?
¿Y las conversaciones de las criadas que respondían a las jeremiadas de la viuda del otro lado de la valla?
Todo esto producía a la joven empleada una sensación de malestar y de repugnancia.
Ella, cuya aurora se había levantado bajo el radiante sol de África, al toque de las cornetas y entre el brillo de los uniformes; que había crecido en una atmósfera de gloria y heroísmo, oyendo el relato de luchas caballerescas y de combates fabulosos, como Sidi-Brahim y Mazagran, ¡qué obscuro, mezquino y vulgar le parecía el presente!
A pesar de su ánimo, experimentaba una especie de cansancio y de abatimiento.
Después del gran gasto de energía de los últimos años, la fuerza nerviosa que la había sostenido hasta entonces la abandonaba al llegar al puerto.
La inagotable verbosidad de la exempleada, las quejas lamentables de su madre, el repique continuo de la campanilla incesantemente agitada, las caras desagradables, hipócritas o malhumoradas, que se sucedían sin interrupción en la ventanilla, esos mil pequeños detalles irritantes por su vulgaridad misma, enervaban su alma, tan fuertemente templada sin embargo, y bajo la calma aparente de sus maneras y la sonrisa forzada de su cara, gruñía una sorda rebelión, una angustia conmovedora como la llamada del desgraciado que se ahoga.
De repente se abrió la puerta de la oficina, empujada por una fuerte mano.
Y apareció en el umbral, haciendo el saludo militar, el cartero del pueblo, un veterano de bigote gris y cuya blusa azul estaba estrellada por la cruz de honor.
– El tío Marcial, un soldadote nada cómodo – murmuró la antigua empleada.
Pero Liette no la oyó.
Como un rápido relámpago que desgarra la noche sombría, como un rayo de sol que hubiese disipado la niebla que se amontonaba en torno de su mente, aquella repentina aparición, que evocaba la gloria del pasado, dio valor a la hija del soldado para la lucha, para el trabajo y para el deber.
Y cuando el buen hombre vació delante de ella su saco de telegramas, le echó una mirada de agradecimiento y le dijo:
– ¡Gracias!
En seguida se puso valientemente a la tarea.
Fiel a las tradiciones de las nobles castellanas, cuyos usos y costumbres hubiera hecho revivir de buena gana, la de Candore recibía todos los domingos al cura y al notario, comensales obligados del castillo.
El primero, a quien ella trataba con toda la deferencia respetuosa debida a los más simples curas en las casas de los más orgullosos representantes de la aristocracia, era un hombre gordo, borroso y linfático, sin vigor físico ni moral, cuidadoso ante todo de su reposo, que trataba de vivir bien entre el antiguo y el nuevo señor, es decir, entre el castellano y el alcalde de Candore, y que a fuerza de repetir «Bienaventurados los mansos», no veía otra cosa en el Evangelio.
Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria. Rara vez, y por mil razones, estaban los dos de acuerdo, y la diversión favorita de Raúl era hacerlos regañar sobre un asunto cualquiera y ver la cara asustada del cura ante las réplicas agridulces del notario.
Aquella noche, mientras tomaban café en el terrado adornado de naranjos y adelfas y Blanca descifraba en el piano un nocturno de Chopin, estaban discutiendo la cuestión de una nueva institutriz y la de Candore se quejaba vivamente de la dificultad de hallar una reemplazante para miss Dodson.
– Observo, señora condesa, que pasa con esa como con las otras – hizo observar tranquilamente el notario tomando un polvo de rapé; – siempre las echa usted de menos cuando se han marchado, y tiene usted razón.
– Permítame usted no ser absolutamente de su opinión – dijo tímidamente el cura; – esa joven, seguramente apreciable, tenía un defecto capital para una familia católica: su herejía.
– ¡Bah! no era por Blanca por quien era de temer su influencia – murmuró el notario con expresión de duda echando una mirada al tío y al sobrino que estaban fumando apoyados en la balaustrada.
– ¿A quién se lo cuenta usted, mi querido tabelión? Eso es lo que hace ser mi elección tan delicada. La fealdad es generalmente desagradable y limitada; la vejez maníaca y enfermiza; en cuanto a la juventud… soportable, el ensayo no me ha salido muy bien.
– Tú ves el mal en todas partes, Hermancia – dijo Neris sin volverse.
– Lo veo donde está, y, desgraciadamente, tú no me dejas equivocarme.
– ¿Acaso esa señorita ha dado lugar a la maledicencia? – preguntó el cura alarmado.
– Nada de eso, señor cura; su alejamiento es una simple medida de prudencia en su propio interés.
El señor Neris se encogió de hombros con impaciencia. Raúl siguió fumando con una flema enteramente británica.
– En una palabra, está usted sin institutriz y le hace falta una.
– No veo la necesidad – interrumpió Blanca que, después de dar precipitadamente el último acorde, había abandonado el instrumento de su suplicio y venía a tomar parte en la conversación.
– Desgraciadamente, tú no tienes voz en el capítulo, hermanita.
– Ni tú tampoco. Testigo miss Dodson, a la que no podías sufrir.
– Lo confieso.
– ¿Y usted, señorita?
– Yo estaba bien dispuesta para con ella; pero parecía un poco envidiosa… sin duda porque yo no tenía anteojos.
La joven se echó a reír agitando los rizos que revoloteaban en torno de su frente.
– ¿No siente usted, entonces, que se haya marchado?
– Realmente, sí. Se sabe lo que se deja, pero no lo que se toma; y ya que mi querida mamá no me juzga capaz de gobernarme yo sola…
– A los dieciséis años es un poco pronto, querida.
– ¡Bah! la edad no importa nada. Estoy segura de que haría menos disparates que Raúl, ¿verdad, señor Hardoin?
– Me recuso, señorita, aunque tengo gran confianza en su alta sabiduría.
– Si es para usted un cuidado tan grande, señora condesa, ¿por qué no pone usted a la señorita Blanca en el Sagrado Corazón de Noyon? – propuso el cura.
– ¿Por qué no en la escuela? Eso no es amable, señor cura… ¿Quién iba entonces a azucararle a usted el café?
– Crea usted, querida señorita…
– Por otra parte, yo me opondría formalmente, – declaró Neris con calor; – esta niña no se ha separado nunca de nosotros y no es ahora, cuando su educación está casi acabada…
– ¡Bravo, tío! En primer lugar, no podrías pasarte sin mí.
– ¡Querida niña!
– Es ya tarde, en efecto, señor cura, para someter a Blanca al régimen del colegio, que al lado de ciertas ventajas, presenta serios inconvenientes desde el punto de vista de las maneras y de las compañías. Y, sin embargo, esta niña está un poco sola y necesitaría una amiga más que una maestra, aunque no fuera más que unas horas al día…
– Es lástima, mamá, que no vivas en la ciudad – insinuó como al descuido Raúl: – allí encontrarías fácilmente una institutriz que, sin vivir en casa, iría a dar a mi hermana