Liette. Dourliac Arthur
hija de soldado, tan duramente herida por la suerte y que se sometía sin quejarse a las más rudas tareas, conservaba alto el corazón y alta la frente, por simple atavismo.
Su alma noble y su espíritu elevado se cernían por encima de las miserias de su condición material; pero si empleaba una gracia sonriente en su ruda labor, una vez acabada su tarea huía de las mezquindades de lo vulgar para empaparse en las fuentes eternas del Ideal, de la Poesía y del Arte.
Tenía una biblioteca pequeña, pero escogida; era excelente profesora de música, pintaba con gusto y su alma entusiasta se regocijaba con los admirables paisajes que la rodeaban.
Su mejor recreo era ir con su madre a sentarse en el campo y tomar croquis de los sitios pintorescos o bien abismarse en algún ensueño de Lamartine o de Hugo mientras que la indolente criolla dormitaba mecida por la armonía de los versos y acariciada por el ardiente beso del sol que le recordaba su país.
A veces Liette se detenía pensativa al ver dos novios que se dirigían lentamente al pueblo o algún robusto labrador que hacía saltar alegremente en sus brazos algún mofletudo muchacho.
Una vaga melancolía nublaba un instante la pura radiación de sus grandes ojos… A los veinte años estaba acabada su juventud y, solterona antes de tiempo, seguiría estando sola, sin apoyarse jamás en el brazo de un esposo, sin inclinarse nunca hacia la dulce carita de un niño, sin otra criatura a quien proteger que aquella madre infantil de la que hubiera podido decir con un escritor célebre:
«Mi madre es una niña que yo tuve cuando era pequeña.»
Su vida se deslizaría en la monotonía del trabajo diario y del negro cuidado de la existencia, más negro todavía cuando estuviese sola. Y, en un impulso de ternura inquieta, que asustaba a la descuidada criolla, la besaba locamente repitiendo:
– ¡Oh! querida mía, no me dejes, no me dejes jamás…
– Pero si no tengo semejante intención, hija mía – respondía la buena señora despertándose un instante de su sopor; – ciertamente este país no me gusta gran cosa; es frío y feo; pero una madre debe sacrificarse siempre por su hija, y me resigno sin quejarme.
Si el sacrificio era discutible, la resignación silenciosa no lo era menos, y la de Raynal no tenía más que una excusa para alabarse así, que era su absoluta buena fe. En realidad, a pesar de su expresión lánguida, tenía en su charla la volubilidad de un chorlito y una necesidad irresistible de expansiones íntimas.
Ahora bien, siendo limitado el número de las confidentes, se mostraba cada vez menos difícil y descendía cada día un grado en escala social. Después de haber depositado sus quejas en el seno de algunas damas (exempleada de Correos, mujer del recaudador, hermana del cura) que componían a sus ojos la burguesía de Candore, se había vuelto hacia la agricultura (granjeras, molineras, etc.) y después hacia el comercio (mercera, panadera, tendera de comestibles) para caer al fin en el ínfimo pueblo (lecheras o simples criadas), a quienes regalaba con el relato circunstanciado de su vida: grandeza y decadencia; desde su infancia dorada en la plantación de su tío, donde tenía cuatro negras (sí, señora) para su servicio personal, hasta el retiro prematuro del comandante, enumerando complacientemente sus triunfos mundanos en cada guarnición.
Esta intemperancia de lenguaje y las marcas de conmiseración que provocaban, no eran del gusto de Liette; pero el respeto filial ahogaba las sublevaciones de su delicadeza y, replegándose más aún en ella misma, oponía una política reserva a todas las insinuaciones y rehusaba sistemáticamente las invitaciones que les proporcionaban las maneras más atrayentes de la viuda, con gran desesperación de ésta, que suspiraba en medio de sus trapos y sacaba los trajes «aún muy presentables» que hubieran acabado de deslumbrar a la buena gente de Candore.
Solamente Hardoin, poco simpático a la comandanta por la bondad burlona que oponía a sus jeremiadas, inspiraba a su joven vecina una confianza hija de la mutua simpatía.
Al principio de su instalación, deseando encontrar lecciones para aumentar su pobre presupuesto, se había dirigido a él para que la recomendase a su clientela.
Desde las primeras palabras sencillas y dignas que expusieron brevemente su situación, el notario comprendió que estaba enfrente de un carácter, y deponiendo la gravedad fingida al mismo tiempo que los anteojos que velaban de ordinario su mirada escrutadora, como si fuera inútil la precaución con aquella alma leal puesta al desnudo, se mostró a su vez bajo su verdadero aspecto y estuvo tan francamente benévolo y cordial, que la huérfana quedó profundamente emocionada y se separaron siendo ya amigos.
Desde entonces no le escaseó ni los buenos consejos ni los buenos oficios, y gracias a él pudo entrar en el castillo en condiciones inesperadas.
Liette tuvo, sin embargo, que romper por un día el retiro voluntario que tanto desolaba a la comandanta.
Era el cumpleaños de Blanca, y, con esta ocasión, la condesa daba una comida íntima a la que las dos señoras fueron convidadas de un modo que no permitía el rehusar. Por otra parte, la viuda manifestaba tal alegría, y se mostraba tan encantada de «aquella nueva entrada en el mundo», que hubiera sido crueldad el impedírselo.
– Como comprendes, hija mía, me vuelvo a encontrar en mi esfera – dijo repantigándose en los almohadones del coche amablemente enviado por la castellana y respondiendo con una señal protectora de cabeza al saludo de la gentecilla que examinaba desde su puerta el traje de las «parisienses».
– ¿Estás contenta, mamá?
– Por ti solamente, querida; a tu edad es preciso no enclaustrarse como una abuela. Además, esas señoras han estado verdaderamente encantadoras y llenas de deferencias por mí; y una reserva inoportuna hubiera podido perjudicarte…
– Es posible…
– Y hacerte perder tu situación.
Liette no respondió.
Era, en efecto, una suerte inesperada en su desgracia el haber encontrado aquella plaza fija y bien retribuida, que le evitaba las lecciones sueltas, tan ingratas como mal pagadas.
Dijo, pues, ahogando un suspiro:
– Tienes razón, querida mamá; pero ¿qué quieres? me da miedo el mundo.
– ¡El mundo en semejante agujero! Aquí no hay más que personas conocidas, como el notario y el cura, y salvo el joven conde, no veo de quién puedes tener miedo.
La buena señora no sabía qué razón tenía.
En el fondo de sí misma y por un sentimiento muy femenino, Liette temía y deseaba al mismo tiempo conocer al fin a aquel Raúl del que se hablaba tanto en el pueblo y a quien ella había sólo vislumbrado desde la ventana al despertar por primera vez en Candore.
¿Era simple coincidencia, prudente disimulo o cálculo habilidoso? Ello fue que aquella hábil reserva tuvo igual éxito con la condesa y con Julieta.
La una no había podido sospechar el interés ya muy vivo de su hijo respecto de la otra, y ésta no había sentido ninguna desconfianza respecto de un ausente. A pesar de su alta razón, no podía menos de sentir un poco de esa curiosidad sembrada por la serpiente en el alma de Eva y que la más perfecta de sus nietas no consigue ahogar completamente.
En esta disposición de ánimo completamente favorable colocó su manita enguantada en el brazo del joven agregado, mientras Neris ofrecía el suyo a la señora de Raynal. Era la primera vez después del luto que las dos pobres mujeres se encontraban en un salón elegante de otro modo que como solicitantes y en medio de aquella atmósfera de comodidades en que habían vivido tanto tiempo.
La condesa puso en su acogida ese tacto exquisito, esa rara urbanidad que no dan con frecuencia ni el nacimiento ni la fortuna y que ella poseía en alto grado. No pareció que recibía a la humilde empleada y a su madre, sino a dos mujeres de la buena sociedad iguales a ella por la clase y la educación, y este matiz imperceptible acarició dulcemente a sus almas doloridas.
Todos, por lo demás, se mostraron al unísono con la castellana. Neris, con una coquetería de anciano, desplegó todas las seducciones de un espíritu todavía