Los hermanos Plantagenet. Fernández y González Manuel
Daré suelta á los presos de la Torre, y os entregaré las armas depositadas en ella.
– Ya ves que todos contribuyen, dijo Adam Wast dirigiéndose al verdugo; sepamos lo que tú harás.
– Cortar la cabeza al obispo de Eli, contestó con acento feroz el verdugo.
– Para eso basto yo, hermano, exclamó haciendo un mohín de desprecio John Asta-de-buey.
– ¿Y no podrás hacerte una falanje respetable de los bandidos y los ladrones con quienes te reunes después del cubre-fuego, contra los edictos del obispo, en cierta taberna de Sowttwark?
Un vivo carmín tiñó las mejillas del verdugo.
– Sí, dijo al fin dominándose; ¿para cuándo?
– Para esta noche, después del toque de cubre-fuego.
– Y bien, observó el viejo Jorge Rak, ¿qué podemos esperar como resultado de la reunión de esa gente?
– Una asonada.
– ¿Y cuál será el resultado de esa asonada? apoyó tímidamente Tom Flavi.
– Tienes miedo, ¡voto á…! ¡El resultado! ¿Quién puede decir con seguridad: mañana la peste habrá dejado de afligirnos, el obispo y los aldermens estarán ahorcados, y azotados los archeros con sus propios talabartes? ¡Cuerpo de Cristo! ¿quién podrá decir si mañana alguno de nosotros será ahorcado?
Un estremecimiento involuntario é imperceptible, agitó los miembros de Jorge Rak.
– En ese caso, dijo el estudiante, tenemos la ventaja de ser amigos del verdugo.
– Y en fin, hermanos, añadió levantándose Adam Wast, la muerte nos amaga de una manera indudable. El hambre es la muerte; la peste es la muerte, la tiranía y las infamias del obispo son la muerte. ¿Qué esperanza nos halaga que no haya de sostenerse por nosotros? ¿A quién demandar ayuda, que sea fuerte y quiera dispensárnosla? Cuando el pueblo siente los triples azotes de la tiranía, el hambre y la peste, debe repeler los dos primeros con la fuerza, y hacerse digno, defendiendo sus fueros naturales, de que Dios le alivie del tercero. Adelante pues, nos ha desafiado y debemos recoger el guante.
Luego, tomando del suelo la bolsa y sacando de ella un puñado de florines.
– Toma, dijo al mercader, creo que con esto tendrás bastante para los vendedores del mercado.
Jorge Rak tomó el dinero y lo guardó en su escarcela.
– Y tú, añadió dirigiéndose al estudiante, vé si alcanza esto para las exigencias de los tuyos.
Williams Caridemus había puesto al alcance de la mano de Adam Wast su bonete de bayeta para recibir el oro; pero la retiró diciendo:
– Sepamos antes de donde proviene ese dinero, y hasta qué punto nos compromete su adquisición.
– Es muy justo. La adquisición de este oro á nada nos compromete.
– ¡A nada! prorrumpieron con extrañeza los cinco hombres.
– A nada á que no nos hayamos comprometido voluntariamente. Este dinero nos lo ha dado un hombre que se dice amigo del pueblo, pero que no es más que enemigo del enemigo del pueblo. Este hombre ha llegado á mí y me ha dicho: «Adam, el pueblo ruje descontento porque sufre; el pueblo no puede hacer más que rugir, porque le falta fuerza; el dinero es la fuerza: toma;» y me dió esa bolsa: si se necesita aún más, mis arcas están llenas.
– ¿Y quién es ese hombre que tiene sus arcas llenas, cuando el pueblo no tiene pan? interpeló ásperamente John Asta-de-buey.
– Saul, el hebreo, contestó Adam Wast.
– ¡La sombra de lady Ester! murmuró el estudiante.
– ¡El hombre que insulta la miseria pública, ostentando una servidumbre y un aparato casi regio para rivalizar dignamente con el obispo! añadió con acento feroz el cortador.
– ¡Un hebreo que se atreve á salir en público en caballos de Arabía, rodeado de esclavos etiopes cubiertos de oro!, observó el mercader; ¡un judío que se presenta en público asido del brazo de Juan-sin-tierra!
– ¿Es decir, que la salud común, exclamó exasperado el estudiante en un rapto de entusiasmo que, á tener lugar en nuestros días se hubiera llamado patriótico; es decir, que la salud común brota de la misma sentina que la opresión y el insulto? ¿Es decir que debemos dar gracias á Dios porque ha concedido á lady Ester una hermosura capaz de enloquecer á un sacerdote cristiano y á un sibarita hebreo? Una empresa justa no ha menester ser ayudada por un recurso maldito; no debíais haber aceptado ese oro, Adam Wast.
– Piensas como un niño, Williams, contestó el apostrofado; cuando se juega el destino de los pueblos, no debe repararse en si el arma que les ha de hacer fuertes viene de manos de un enemigo. Todos los medios son buenos si dan por resultado un triunfo.
Esta opinión, aunque basada en principios poco rígidos, convenció al estudiante, que presentó de nuevo su bonete y recibió en él el oro maldito.
Después que Adam Wast hubo repartido en partes iguales á los cinco todo el dinero de su bolsa, después de haberles hecho repetir el número de hombres conque contaba cada uno de ellos, añadió levantándose:
– Nada tenemos que hacer aquí; tú, John, ve á reunir tus cortadores en Curhilt; tú, Jorge, busca tus vendedores del mercado; busca á tus estudiantes, Williams; prepara las llaves y las armas de la torre, Tom Flavi; y tú ejecutor de la ley, preséntate entre los bandidos de Sowttwark; al sonar la primera campanada del cubre-fuego, en la pradera de Whitehall.
Los seis hombres abandonaron sus puestos y se dirigieron á la puerta; antes de que llegasen á ella, se abrió y dió paso á un séptimo personaje.
II
EL HERMANO DEL VERDUGO
EL hombre que de una manera tan intempestiva se presentaba á los hermanos de la niebla, adelantó un paso; extendió hacia ellos el brazo derecho armado con un venablo, en el mismo ademán imperioso que debe preceder á veces á las órdenes de un rey; y su voz firme y sonora pronunció en un tono que en nada amenguaba lo exigente de su ademán, la palabra:
– ¡Aguardad!
Aquel hombre era el mismo que antes de la llegada de los seis hermanos, como debe recordarse, había abandonado la cabaña de una manera brusca.
La intimación de la orden que detenía á aquella asamblea, cuya misión en aquel punto había terminado, produjo durante un momento en ella una sensación de asombro; después, pasado éste, Adam Wast, conteniendo á sus compañeros que se adelantaban hacia el desconocido, le dijo:
– ¿Y quién eres tú, y con qué derecho te presentas mandándonos detener?
– ¿Quién soy yo? contestó ferozmente el interrogado. ¿Quién soy yo? Un hombre que como vosotros está ofendido; un hombre que como vosotros quiere vengarse.
– Y bien, nada tenemos que ver en eso, contestó John Asta-de-buey; lo que nos importa, sí, es sellar tu boca para que no revele lo que tus oídos han escuchado; elige entre todos nosotros, esceptuando al que por su edad no debes aceptar como contrario, y señaló á Jorge Rak, uno con quien batirte en un empeño á muerte.
El cortador pidió con una mirada á sus compañeros su opinión acerca del reto que acababa de lanzar en nombre de todos al intruso, y los cuatro cuya edad les permitía empeñar un lance de tal especie, mostraron harto claro, con una significativa inclinación de cabeza, la aprobación de la propuesta, que el del venablo rechazó, contestando:
– Os he elegido como cómplices, y no os acepto como enemigos.
– ¡Como cómplices! exclamó el estudiante adelantando un paso, al par que los demás, excepto Jorge Rak ¡como cómplices!
– Sí, porque lo que estáis meditando, bien considerado, es el proyecto de un crimen. No malgastemos el tiempo en disputas inútiles ¿me aceptáis como un igual entre vosotros? ¡Si ó