Los hermanos Plantagenet. Fernández y González Manuel
á la puerta:
– Partid.
Los cinco hombres salieron; cuando el montero y el verdugo quedaron solos, el último levantó su semblante bañado en lágrimas de conmoción, y dijo:
– ¡Oh! ¡gracias! ¡gracias! ¡no has renegado de mí, hermano mío!
– ¡Renegar de tí! ¡porque eres verdugo! ¡Oh! has hecho bien; has elegido mejor caza que yo, y te envidio. Vamos.
El verdugo y el montero salieron de la cabaña asidos de las manos.
III
PRINCIPIOS DE AVENTURA
POCO después los dos hermanos saltaban en tierra en la orilla opuesta; entregaron la barca á sus dueños, subieron á lo largo de la ribera, pasaron el puente London-Bridge, y atravesando las estrechas y sombrías callejuelas del Cuartel de la Torre, se detuvieron, subieron al collado que lleva el nombre de ésta, é hicieron alto cabalmente junto á una horca de hierro, fija sobre un terraplén de mampostería, á cuya esplanada se ascendía por una pendiente escalera.
El verdugo se acercó al terraplén, abrió una puerta colocada en uno de sus costados, y que la oscuridad no dejaba percibir; entraron los dos hombres, y el verdugo volvió á cerrar.
Habían penetrado en un pequeño espacio húmedo y negro por el continuo contacto del humo, á que sin duda daba mala salida un estrecho respiradero practicado en uno de los costados.
Los muebles que se veían en esta extraña vivienda, eran dos banquillos de madera, un lecho de paja cubierto por una vieja capa colorada, un hacha y algunos dogales: todo este conjunto miserable estaba alumbrado por una lámpara de barro, encendida delante de un tosquísimo grabado representando una Virgen, pegado en el muro en un ángulo de aquella especie de caverna, sobre el miserable lecho.
Dik miró con extrañeza los objetos que le rodeaban; sentóse en un banquillo, y apoyando su rostro ensangrentado en la mano derecha, y el brazo de ésta sobre su rodilla, fijó en el pavimento empolvado su mirada sombría y pensativa.
El verdugo permanecía de pie frente á él, mirándole de una manera tenaz; la expresión de indiferencia feroz de su rostro había desaparecido, y su boca estaba fruncida por una sonrisa de amor y de amargura. Una madre hubiera mirado del mismo modo á un hijo desgraciado, vuelto á su vista después de una larga ausencia.
– ¡Qué mudado estás, Ricardo! dijo al fin el verdugo; yo no hubiera podido reconocerte.
– Muy mudado, Godofredo, ¿es verdad? añadió el montero levantándose; ¿crees tú que no me conocerán en Londres?
– ¡Oh! no; no eres tú ya el Ricardo de otro tiempo, alegre y confiado, de tez blanca, cabellos blondos, y talle esbelto encerrado en un justillo de seda; tampoco á mí me conocen; una prisión en la Torre cuando el corazón está desgarrado por desgracias tan sombrías como las nuestras, sería capaz de desfigurar al hombre más fuerte.
– ¡Con qué has estado preso, pobre Godofredo!
– Preso no; retirado á una prisión voluntaria, mi profesión de verdugo empezó por su situación más elevada. Cuando murió James Church, ejecutor del rey, corta cabezas de altos traidores, los heraldos de la prebostía llamaron á son de clarín á los que quisiesen sucederle, yo me presenté enmascarado; creí tener contendientes, pero nadie se presentó á disputar la plaza que en mi desesperación había elegido; los hombres somos unos miserables locos, que no tocamos más que extremos. Yo había querido ser un ángel salvador de la humanidad; había sacrificado generosamente mis afecciones en favor de los hombres, y sólo encontré ingratos y malvados; había soñado en el amor de la mujer, y no encontré más que infamias y traiciones. Un sueño desvanecido influye de una manera terrible en organizaciones como la mía; yo, que antes de conocerle amaba al hombre conocido le aborrecí; yo que amándole había querido ser para él un ángel salvador, aborreciéndole quise ser su azote, su demonio, y me hice verdugo.
– ¡Oh! hiciste bien, muy bien, – murmuró sordamente Dik, devorando á largos pasos la estrecha vivienda del verdugo como un tigre encerrado en una jaula.
– Cuando me presenté en la conserjería de la Torre, prosiguió el verdugo, me dieron esta espada, y me hicieron bajar á los calabozos, en uno de ellos había un tajo, junto al tajo el cadáver de un preso, muerto tal vez de desesperación. Cortar la cabeza á aquel cadáver era mi prueba; ¡oh! aquel momento fué terrible, mi espada dividió el tronco de un solo golpe, y se clavó rechinando en el tajo. Nada me dijeron; ni me preguntaron mi nombre, ni mi procedencia; me dieron este vestido colorado, una bolsa llena de monedas de cobre, y un aposento en la Torre; dos años estuve sin salir de ella; en dos años el calabozo donde hice mi prueba, me ha visto cortar muchas cabezas nobles; durante ese tiempo, la vista de la sangre desencajó mi mirada; mis mejillas enflaquecieron y se tornaron lívidas como las de un cadáver; el horror erizó mis cabellos, y cuando un día arrojé una mirada sobre mi faz, reproducida en lo acicalado del escudo de un archero, no me reconocí; Godofredo había desaparecido, sólo quedaba el verdugo.
Un silencio sombrío sucedió á esta exposición; Godofredo se dejó caer desplomado sobre un banquillo, y Dik siguió su paseo circular con paso más fuerte y apresurado. De repente se detuvo y fijó su terrible mirada en su hermano.
– Tengo hambre, le dijo.
El verdugo se estremeció como la madre indigente á quien su hijo pide un pedazo de pan.
– ¡No he comido en tres días!
Godofredo se conmovió, una lágrima ardiente y sola asomó á sus áridos párpados.
– ¡Tres días! murmuró, hace también tres días que consumí mis últimas patatas. ¡Oh! ¡tiene hambre, y su hermano no le puede dar un pedazo de pan!
Dik volvió á su silencioso paseo; el verdugo se dió un golpe en la frente lanzando una exclamación, como quien encuentra un recurso en una situación desesperada.
– ¡Oh! me había olvidado, dijo; hubo un tiempo en que teníamos trajes de seda bordados de oro, y yo debo conservar uno de esos trajes.
Levantóse y retiró el lecho, debajo del cual había un saco de cuero.
Godofredo al verlo dió un grito de alegría como quien encuentra un objeto que busca á la ventura. Abrió el saco, y lo primero que brilló á la luz de la lámpara, fué una espada.
– ¡Arma de caballero! murmuró con indiferencia Dik tomando la espada. Buen temple, añadió blandiéndola con una soltura que probaba no era la primera vez que su mano empuñaba un arma de tal género. Después, con la curiosidad de un inteligente, arrojó una mirada sobre la hoja y la empuñadura.
Sus ojos se animaron, su boca se entreabrió en un movimiento de sorpresa; devoraba más bien que miraba un escudo cincelado en una chapa de oro entre los gavilanes. El escudo estaba coronado por una diadema real, y en él, sobre una faja azul, se veía un león rapante.
– ¿Quién te ha dado esta espada? preguntó con ansiedad á Godofredo.
– Es un despojo del patíbulo, contestó fríamente Godofredo.
Dik se estremeció, soltó la espada como hubiera podido soltar un hierro candente, y siguió en su solitario paseo circular.
– Mira, dijo Godofredo mostrándole un traje de una tela verde semejante al terciopelo, pesadamente bordada de oro, es un hermoso traje que yo vestía cuando hice mi prueba de corta-cabezas; le he conservado, lo mismo que esta espada, porque cada uno de estos objetos me recuerda una historia. Antes de venderlos me hubiera dejado morir; ¡pero tú tienes hambre!
– No, no; ni este traje ni esta espada se venderán, contestó con firmeza Dik; ve si tienes otro recurso. Si no le hay, sufriré el hambre.
– No, no, exclamó Godofredo, es necesario que yo busque un pedazo de pan; ¡Dios mío! ¡pero ah! estoy loco; de todo me olvido; tengo en esta bolsa los cien florines que me dió para los bandidos de Sowttwark Adam Wast. De estos cien florines bien podré tomar uno para tí; ¿no es verdad, Dik?
– Haz