Plick y Plock. Эжен Сю

Plick y Plock - Эжен Сю


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de Puerto Rico, con todo el cuerpo azul, un penacho de color de naranja y el pico negro como el ébano.

      El aire era tibio y embalsamado, el cielo puro, el mar magnífico; y, sin el ligero balanceo que el oleaje imprimía al barco, se hubiera podido creer que se estaba en tierra.

      Sentado sobre un rico diván, Carlos sonreía a su esposa, que aun tenía una guitarra en la mano.

      – ¡Bravo, bravo, Anita mía! – exclamó él – , jamás se ha cantado mejor el amor.

      – Es que jamás se ha experimentado mejor, ángel mío.

      – Sí, y para siempre… – dijo Carlos.

      – Para la vida… – contestó Anita.

      Sus bocas se encontraron y él la estrechó contra él en un abrazo convulsivo.

      Cayendo a sus pies, la guitarra despidió un sonido dulce y armonioso, como el último acorde de un órgano.

      Carlos miraba a su mujer con esa mirada que va al corazón, que hace estremecer de amor, que hace daño.

      Y ella, fascinada por aquella mirada ardiente, murmuraba cerrando los ojos:

      – ¡Gracias!.. ¡gracias!.. ¡Carlos mío!

      Después, uniendo sus manos, se deslizó dulcemente a los pies de Carlos, y apoyó la cabeza sobre sus rodillas; su pálido semblante estaba como velado por sus largos cabellos negros; solamente a través de ellos brillaban sus ojos, lo mismo que una estrella en medio de un cielo sombrío.

      – Y todo esto es mío – pensaba Carlos – , mío sólo en el mundo, y para siempre; porque envejeceremos juntos; las arrugas surcarán esa cara fresca y aterciopelada; esos anillos de ébano se convertirán en bucles argentinos – decía él pasando su mano por la sedosa cabellera de Anita – , y vieja, abuela ya, se extinguirá en una serena tarde de otoño, en medio de sus nietos, y sus últimas palabras serán: «Voy a unirme contigo, Carlos mío». ¡Oh! sí, sí, porque yo habré muerto antes que ella… Pero, de aquí allá, ¡qué porvenir! ¡qué hermosos días! Jóvenes y fuertes, ricos, dichosos, con una conciencia pura y el recuerdo de algunas buenas acciones, habremos vuelto a ver nuestra bella Andalucía, Granada y su Alhambra, su mosaico de oro, de arquitectura aérea, sus pórticos, nuestra hermosa quinta con sus bosques de naranjos frescos y perfumados, y sus pilones de mármol blanco en los que duerme una agua límpida.

      – Y mi padre… y la casa donde he nacido… y la celosía verde que yo levantaba tan a menudo cuando tú pasabas, y la vieja iglesia de San Juan, donde por primera vez, mientras yo oraba, murmuraste a mi oído: «¡Anita mía, te amo!»… ¡Y ya ves si la Virgen me protege! en el momento en que tú me decías: «¡Te amo!», yo acababa de pedirte tu amor, prometiendo una novena a Nuestra Señora – repuso Anita, porque su esposo había acabado por pensar en voz alta – . Escucha, Carlos mío – suspiró – , júrame, ángel mío, que dentro de veinte años diremos otra novena a la Virgen para darle gracias por haber bendecido nuestra unión.

      – Te lo juro, ¡alma de mi vida!, porque dentro de veinte años aún seremos jóvenes de amor y de dicha.

      – ¡Oh! sí, nuestro porvenir es tan risueño, tan puro, que…

      No pudo acabar, porque una bala enramada, que entró silbando por la popa, le destrozó la cabeza, partió a Carlos en dos, e hizo añicos los cajones de flores y la jaula.

      ¡Qué dicha para los periquitos y las cotorras, que huyeron por las ventanas batiendo alegremente las alas!

      VIII

      LA PRESA

      …¡Vil metal!

      Burke.

      …¡Es posible!

      Balzac.

      – ¡Diablo! ¡hermoso tiro! Ya ves, maestro Zeli… la bala ha entrado por encima del coronamiento y ha salido por la tercera porta de estribor. ¡Pardiez! ¡Melia, haces maravillas!

      Así decía Kernok, con un largo anteojo en la mano, y acariciando la culebrina aún humeante que él mismo acababa de apuntar contra el San Pablo, porque este navío no se había apresurado a izar su pabellón.

      Esta era la bala que había matado a Carlos y a su esposa.

      – ¡Ah! ¡qué suerte! – repuso Kernok viendo el pabellón inglés que se desarrollaba en lo alto de uno de los palos del San Pablo– , ¡qué suerte! se da a conocer… ¡y dice de qué país es! pero no me equivoco… un inglés; es un inglés, y el perro se atreve a señalarlo ¡y no tiene un cañón a bordo! ¡Zeli, Zeli! – gritó con voz de trueno – , haz largar todas las velas del brick y preparar los remos; dentro de media hora estaremos cerca de él. Usted, oficial, toque zafarrancho de combate, envíe a los hombres a sus piezas y distribuya los sables y las picas de abordaje.

      Después, lanzándose hacia una carronada:

      – ¡Muchachos! si no me equivoco, ese navío llega del mar del Sud; en esa popa corta y achatada, en ese porte, reconozco una navío español o portugués que se dirige a Lisboa, ignorando sin duda que hemos declarado la guerra a los ingleses. ¡Allá él! Pero ese perro debe tener piastras en el vientre. Pronto lo veremos, ¡pardiez! ¡Muchachos! el casco sólo vale veinte mil piastras; pero, paciencia, El Gavilán extiende su alas y bien pronto mostrará sus uñas. ¡Vamos, muchachos! ¡remad, remad firmes!

      Y animaba con la voz y con el gesto a los marineros que, encorvados bajo los largos remos del brick, doblaban la velocidad que le daba la brisa.

      Otros marineros se armaban precipitadamente de sables y puñales, y el maestro Zeli hacía disponer los garfios de abordaje.

      Kernok, después de haber tomado todas sus disposiciones, descendió al sollado y encerró a Melia que dormía en la hamaca.

      Todo estaba dispuesto a bordo de El Gavilán: el capitán del desgraciado San Pablo, creyendo que el brick de Kernok era un navío de guerra, sin dejar de gemir por la desgracia ocurrida a bordo, izó el pabellón inglés, esperando ponerse así bajo su protección.

      Pero cuando vio la maniobra de El Gavilán, cuya marcha era aún acelerada por los largos remos, no le quedó duda alguna y comprendió que se trataba de un corsario.

      Huir era imposible. A la débil brisa que soplaba por ráfagas, había sucedido una calma chicha, y los remos del pirata le daban una ventaja de marcha positiva. No había que pensar tampoco en defenderse. ¿Qué podían hacer los dos malos cañones del San Pablo contra las veinte carronadas de El Gavilán, que enseñaban sus gargantas amenazadoras?

      El prudente capitán se puso, pues, al pairo, esperó los acontecimientos, ordenó a la tripulación que se prosternase de rodillas e invocase a San Pablo, el patrón del navío, que no podía dejar de manifestar su poder en una ocasión semejante.

      Y siguiendo el ejemplo del capitán, la tripulación dijo un Páter.

      Pero El Gavilán avanzaba siempre.

      Dos Ave.

      Se oía ya el ruido de los remos que batían el agua cadenciosamente.

      Cinco Credo.

      ¡Válgame Dios! es que la voz, la gruesa y terrible voz de Kernok resonaba en los oídos de los españoles.

      – ¡Oh! ¡oh! – decía el pirata – , se pone al pairo, arría su pabellón, el bribón está atemorizado; ya es nuestro. Zeli, haz armar la chalupa y la canoa grande; yo voy a hacerme cargo de cómo está aquello.

      Y Kernok, poniéndose las pistolas a la cintura, y armándose de un largo cuchillo, se plantó de un brinco en la embarcación.

      – Y si es una emboscada, si el navío hace un solo movimiento – gritó al segundo – , forzad los remos y poneos a distancia de garfio.

      Diez minutos después, Kernok saltaba sobre el puente del San Pablo con sus pistolas en la mano y el cuchillo entre los dientes.

      Pero


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