Historia de una parisiense. Feuillet Octave

Historia de una parisiense - Feuillet Octave


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su sombrero con aquella flor rara. A más de eso, tenía por principio que el verdadero medio para no ser desgraciado en el matrimonio, era el de unirse a una joven perfectamente educada. El principio no era malo en sí. Pero lo que ignoraba Maurescamp; era que para arrancar una de esas plantas selectas del invernáculo materno, y trasplantarla con éxito al terreno de los casados, hay que ser un horticultor de primer orden.

      Físicamente era el señor de Maurescamp un grande y bello joven, de color un poco encendido y de una elegancia un poco pesada. Fuerte como un toro, parecía deseoso de aumentar indefinidamente sus fuerzas; por la mañana ejercitábase en el balancín, tiraba las armas, bañábase dos veces al día con agua helada, y desarrollaba orgulloso dentro de un ancho gabán su busto suizo.

      Tal era el hombre a quien la señora de Latour-Mesnil juzgó digno de confiarle el ángel que tenía por hija. Es verdad que tenía una excusa, que es la de todas las madres en casos análogos: sentíase un poco enamorada de su futuro yerno, y sumamente agradecida por la distinción que había hecho con su hija; parecíale en extremo inteligente y espiritual, puesto que había sabido apreciar su inteligencia; y juzgábale honrado y delicado por haber preferido su belleza y sus cualidades, a otras ventajas más positivas.

      En cuanto a Juana, ya lo hemos dicho, se hallaba dispuesta a aceptar ciegamente la elección hecha por su madre. Por otra parte, como todas las jóvenes preparábase a enriquecer con sus dotes personales al primer hombre a quien le permitiesen amar, a adorarle con su propia poesía, a reflejar en él su belleza moral, y transfigurarle, en fin, con la pureza de su brillo.

      Hay que convenir también, en que así que el señor de Maurescamp hubo sido admitido a hacerle la corte, su actitud, sus procederes y lenguaje, respondieron pasablemente a la idea que una joven puede formarse de un hombre enamorado y amable. Todos los pretendientes que tienen mundo y una bolsa bien llena, se parecen poco más o menos. Los bombones, los ramos y las alhajas los adornan con suficiente poesía. A más, los menos romancescos conocen por instinto que en ciertas ocasiones hay que hacer un cierto gasto de idealismo, y no es raro el ver a algunos hombres exaltarse poéticamente delante de su prometida, por la primera y última vez en su vida, como cuando se les habla de un modo especial a los niños y a los perritos, cuando se quiere atraerlos.

      Esta faz de ilusión y de encantamiento se prolongó para Juana, desde la magnificencia del canastillo hasta los dulces esplendores del matrimonio religioso. En aquel día supremo, arrodillada ante el altar mayor de Santa Clotilde, bajo el resplandor estelario de los cirios en medio del grupo de flores que la rodeaban, la mano en la mano del esposo, el corazón desbordando de piadoso reconocimiento y de amor dichoso, Juana de Berengére alcanzó al cielo.

      No es temerario asegurar que después de esas horas encantadas el matrimonio no es sino una decepción para las tres cuartas partes de las mujeres. Pero la palabra decepción es bien débil para expresar lo que experimentará un alma y una inteligencia culta y delicada, en la intimidad de un hombre vulgar…

      Sería difícil formular convenientemente cómo juzgaba a la mujer el señor de Maurescamp. Habrase dicho lo bastante, y aún demasiado, dejando entender que para él el amor no era otra cosa que el deseo, la virtud de la mujer el deseo satisfecho.

      El señor de Maurescamp se equivocaba de fecha: habría podido tener razón para sus teorías en aquella época en que el hombre y la mujer apenas se diferenciaban de las bestias. Olvidaba torpemente que una joven parisiense, esmeradamente educada, no dejaba seguramente de ser una mujer, pero que había dejado absolutamente de ser una bestia. Si vuelve a ser una salvaje, lo que no carece de ejemplos, es su marido quien la habrá impulsado.

      II

      Desde los primeros días ya hubo en aquel joven menaje un ligero tinte de frialdad de una y otra parte. En ella era la amargura de hallar en el amor y la pasión, tanta diferencia con lo que se había imaginado; en él, el disgusto de un hombre bello que no se siente apreciado. Sin embargo, la señora de Maurescamp, a pesar del caos que se agitaba en su espíritu, mostrábase ante su madre y ante el público con esa frente serena e impasible que sorprende siempre en las jóvenes, recién casadas, y que atestiguan el poder del disimulo en la mujer. La organización de su nueva vida en su gran hotel de la Avenida de Alma, el aturdimiento de las fiestas que saludaron su enlace, el brillo de su tren de casa, de sus equipajes y vestidos, todo la ayudó, sin duda, porque al fin era mujer, a pasar sin reflexionar mucho, los primeros tiempos de su unión.

      Pero los goces del lujo y de la vida material, a más de que no eran absolutamente nuevos para la joven, son de aquellos que cansan más pronto. Por otra parte, había vivido con su madre en una región más elevada, para que pudiera contentarse con las banalidades de una existencia mundana, y en medio de aquel torbellino sentíase invadida a cada instante por la nostalgia de las alturas. El sueño más halagüeño de su juventud había sido el de continuar con su esposo en la más tierna y ardiente unión de las almas, la especie de vida ideal en que su madre la había iniciado participando con ella de sus lecturas favoritas, sus pensamientos y reflexiones sobre todas las cosas, sus creencias, y finalmente, sus entusiasmos ante los grandes espectáculos de la naturaleza o las bellas obras del genio.

      Puede juzgarse cómo aceptaría el caballero de Maurescamp semejante comunidad.

      Aquella vida ideal tan saludable para todos, tan necesaria a la mujer, rehusósela a su esposa, no solamente por ignorancia y torpeza, sino también por sistema. A este respecto tenía igualmente su principio, y era: que el espíritu romanesco es la verdadera y única causa de la perdición de las mujeres. Por consiguiente, consideraba que todo lo que puede exaltarles la imaginación, la poesía, la música, el arte bajo todas las formas, y aun la religión, no debe permitírsele sino en pequeñas dosis. Más de una vez intentó la joven interesarlo en lo que a ella le interesaba. Poseía una bella voz, y le cantaba los aires que más le gustaban, pero así que su canto expresaba un poco de pasión:

      – ¡No! ¡No! – exclamaba su marido burlándose – , ¡menos alma, querida, o me desmayo!

      Gustaba ella de los poetas y romancistas ingleses: elogiábale a Tennyson, a quien adoraba y empezaba a traducirle un pasaje. Inmediatamente el señor de Maurescamp, con el mismo tono de burla, poníase a dar gritos de condenado y a dar golpes sobre el piano para no oír. Así era como pretendía hacerla perder el gusto por la poesía, sin pensar que arriesgaba más bien disgustarla de la prosa. En el teatro, en las exposiciones, en los viajes, las mismas burlas y las mismas sátiras frías a propósito de todo lo que despertaba en su mujer una emoción un poco viva.

      Madama de Maurescamp tomó, pues, poco a poco la habitud de reconcentrarse en todo aquello que da precio a la vida de todo ser delicado y generoso. No viendo aparecer las llamas, su marido creyó extinguido el incendio, y se glorificó por ello.

      – Todos estos diablillos de mujeres – decía a sus amigos del círculo – , viven siempre en las nubes, y eso acaba mal He tomado la mía pequeñita, y he soplado sobre todas esas estupideces de romanticismo… Ahora está tranquila, y yo también… ¡Oh! ¡Dios mío! Es necesario que una mujer se mueva, que camine, que recorra las tiendas, que vaya con sus amigos a los lunchs, que monte a caballo, que cace; ésta es la vida de la mujer… Así no tiene tiempo para pensar. ¡Esto es perfecto! En tanto que si se queda en un rincón a soñar con Chopín o Tennyson… ¡Bah! Estáis perdidos… Este es mi sistema.

      Era imposible que la mezquindad de semejante sistema y la carencia intelectual de su marido, pudiesen escapar a una inteligencia tan activa como la de la señora Maurescamp. No fue mucho tiempo víctima de sus aires de suficiencia y maneras autoritarias. No siempre conocen los hombres a sus mujeres, pero las mujeres conocen siempre a sus maridos. No había pasado un año cuando ya habían desaparecido todas las ilusiones: y la señora de Maurescamp veíase obligada a reconocer que estaba ligada para siempre a un hombre de sentimientos bajos y de inteligencia nula, sintiendo a más con horror que despreciaba a su marido.

      Mucho mérito tiene una mujer cuando apercibida de tales miserias, permanece siendo amable y sumisa esposa. La señora de Maurescamp tuvo ese mérito; pero para tenerlo viose obligada muchas veces a acordarse de que era cristiana, es decir, que pertenecía a una religión que ama las pruebas y el sacrificio.

      No por eso dejó de ser feliz


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