Historia de una parisiense. Feuillet Octave
parecía a nadie.
Una noche, a fines de agosto, Juana habíase retirado a su habitación para escribir a su madre antes de acostarse. Era más de la una de la noche cuando terminó su correspondencia. La noche estaba tormentosa, y al acercarse a una ventana, vio los relámpagos que recorrían el horizonte, y rozaban silenciosamente el mar. Por intervalos, truenos lejanos, semejantes al mugido del león en los desiertos de África, mezclábanse a la fiesta. Ella sabía que madama de Hermany adoraba estas grandes escenas dramáticas de la Naturaleza, y creyéndola aún levantada, pues se había dicho que ella también escribiría hasta tarde, bajó al piso inferior y llamó suavemente a la puerta. No recibiendo respuesta, la creyó dormida; entonces, tuvo la idea de bajar al piso bajo, para ver mejor a través de las grandes ventanas de la baranda, el espectáculo de la tempestad sobre el Océano. Cuando abrió la puerta del salón, con su candelero en la mano, entrevió en la media obscuridad, dos formas humanas que se levantaron violentamente; dio un grito de temor que contuvo inmediatamente al reconocer a la señora de Hermany, quien adelantándose le tomó violentamente de los puños, diciéndole vivamente:
– ¡Silencio!
En seguida, volviéndose hacia un joven que permanecía en medio del salón en una actitud bastante embarazosa:
– Vamos, vete – le dijo.
El joven saludó y salió por la puerta del salón; era el bello Salville.
La señora de Maurescamp, en extremo admirada de aquel doble descubrimiento, dejó caer la bujía, que se apagó; después de algunos segundos de inmóvil estupor, dejose caer sobre un diván que tenía cerca y cubriéndose el rostro con las dos manos, púsose a sollozar.
La señora de Hermany, yendo y viniendo por el salón a obscuras, en el desorden de una bacante, detúvose al fin delante de Juana:
– ¿Creía que era una santa? – dijo.
– Sí – contestó sencillamente Juana.
La señora de Hermany, encogiéndose de hombros, dio todavía algunos pasos. Después, volviéndose bruscamente:
– ¿Cómo habéis podido creer eso? – volvió a decir – . ¿Cómo es que habéis podido pensar que saliese ilesa de esos cenagales donde el miserable de mi marido me ha lanzado?
Juana no contestaba, ahogada por los sollozos.
– ¿Sufres, hija mía?
– Mucho.
– Vamos, ven, entonces, a respirar el aire libre, ven.
Y tomándola de la mano, la levantó con alguna violencia y la llevó fuera. Hízola sentar a algunos pasos de la baranda, sobre el terrazo, y permaneció de pie, recostada sobre una de las columnillas que sostenía la galería. Miraba a la mar sobre la que continuaban pasando algunas luces intermitentes.
Después de un largo silencio, alzó la voz nuevamente:
– Eres una loca, querida Juana – dijo – , eres una loca, como yo lo he sido, como lo somos todas en el principio de la vida. Mi marido, después de todo, me ha hecho un servicio sin quererlo; me ha libertado de mis pañales, y aliviado de mis excesos de idealismo. La verdad es, querida mía, que todas somos ridículamente educadas… Esas educaciones etéreas falsean nuestro entendimiento… Lo cierto es que no hay nada en la tierra, ni en el cielo, mucho lo temo, que pueda responder a la idea que nos hemos formado de la felicidad… Nos educan como a espíritus puros, y en realidad no somos más que mujeres… hijas de Eva… nada, nada más. Nos vemos obligadas a descender o a morir, sin haber vivido… Quien quiera hacer de ángel, hace de estúpida, ¿sabes? ¡Ah! ¡Mi Dios! Nadie empezó a vivir con un corazón más puro que yo, os lo aseguro, ni con ilusiones más generosas, ni más elevadas creencias… Pues bien, yo he reconocido, un poco antes que otras, gracias a mi honrado marido, que todo eso era sin objeto, sin aplicación, ni realidad… que nadie me comprendía… que hablaba una lengua desconocida en nuestro planeta… que yo era la única de mi especie, en una palabra. He tenido que resignarme a elegir, aceptar los únicos placeres de que este mundo dispone…; después de haber soñado con amores extraordinarios, he tenido que contentarme con un vulgar… pero, no hay otros, porque hay que responder a nuestro destino, y el destino de una mujer es amar y ser amada… ¡Esto es todo, querida!
– ¿Qué quieres? Soy un ángel caído… y trato de arrastraros en mi caída… ¿No es verdad? ¿No es ése vuestro pensamiento?.. Así lo leo en vuestros grandes ojos, a cada relámpago que pasa…; A más de esto, la decoración está ahí. Ese cielo y ese mar ardiente… y yo aquí, con el cabello en desorden y presentando mi frente a la tempestad… Muy poético, ¿no es verdad? De todos modos, soy bien miserable al deciros tales cosas; siempre hay tiempo para aprender.
– ¿Por qué me lo decís? – preguntó Juana, que durante aquel extraño discurso había recobrado alguna calma.
– ¿Acaso lo sé yo? – dijo la señora de Hermany – . ¡Ah! ¡gracias a Dios ya llueve!
Bajó rápidamente dos o tres escalones de la gradería, y expuso su cabeza a la lluvia, que empezaba a caer con fuerza, recogiendo las gruesas gotas en sus manos y refrescándose con ellas la frente.
– Os ruego, Luisa, que entréis – dijo con dulzura Juana.
Subió lentamente y parándose delante de su amiga:
– Tendremos que separarnos – dijo con tono breve y altanero.
– ¿Por qué? – dijo Juana – , yo no tengo la pretensión de reformar el mundo… lo único que os pido es que no me habléis nunca de vuestros amores ni de los míos. Sobre todo lo demás, nos entenderemos perfectamente… Nuestra amistad será para mí un gran recurso, y creo que la mía podrá seros útil.
La señora de Hermany la estrechó apasionadamente contra su pecho, y besándola:
– Gracias – le dijo.
Volviéronse ambas a sus habitaciones; y dos horas después, cuando, el día empezaba a aclarar, Juana estaba todavía sentada a los pies de su lecho con las mejillas húmedas y la mirada fija en el espacio.
IV
Nada conmueve más nuestro ser moral como el descubrimiento de las debilidades de aquellos que personificaban para nosotros lo bueno y lo digno; sean ellos nuestros padres, nuestros amigos o nuestros maestros. Cuando cesamos de estimar a los que habíamos consagrado nuestra estimación y respeto, nos sentimos impulsados a dudar de las mismas virtudes que antes admirábamos. Los falsos ídolos nos hacen dudar hasta de la misma religión.
Esta fue la razón especiosa y muy humana que hizo que la señora de Maurescamp, no quedándole duda de la perversidad de los sentimientos de su amiga, cayese en desalientos tan afligentes como peligrosos. De un carácter demasiado elevado para romper ruidosamente con aquélla con quien había tenido tan estrecha amistad, tanto en privado como en público, no por eso, dejó de conocer que aquella amistad había pasado. La aureola esplendorosa que había colocado sobre su frente, habíase extinguido para siempre, y extinguiéndose en el barro, como las luces de los fuegos artificiales. Habríale perdonado un amor menos culpable, que hubiese sido disculpado por su objeto; habríale perdonado Petrarca, Dante, Goethe, pero no le perdonaba al bello Salville. No le perdonaba su afectación hipócrita en llenarle de ridículo, y, sobre todo, no le perdonaba que hubiese intentado desmoralizarla, exponiéndola con un orgullo de demonio, su teoría perversa, y tanto menos la perdonaba, cuanto que sentía que había casi logrado su objeto, y que poco a poco el veneno iba infiltrándose en sus venas.
En efecto, bajo la impresión de aquel nuevo desencanto, Juana de Maurescamp frecuentó la sociedad, desde entonces, con menos ilusiones y optimismo que antes. Observó con ojos más experimentados lo que pasaba a su alrededor; muchos comentarios que había tenido por calumnias, pareciéronle verosímiles; y muchas relaciones que juzgara inocentes, fuéronle sospechosas. Habiendo creído ver en el mundo más virtudes que las que hay en realidad, empezaba a no creer en ninguna. Preguntábase si en efecto no sería única en la especie, como se lo había dicho la señora de Hermany, y si, sus sentimientos e ideas sobre la vida, y, sobre todo,